in Análisis Jurídico – Político
Domeñando la Bestia Magnífica Análisis y deconstrucción del fenómeno del poder desde varias perspectivas
Resumen
El fenómeno del poder ha llamado desde siempre la atención del ser humano, pero con la misma fuerza con que el poder seduce, atrae y obnubila a quienes llegan a detentarlo, igualmente genera en otros afanosamente la necesidad de encontrar el fundamento y la razón de ese poder y, sobre todo, de anteponerle un límite, de controlarlo, de justificar su contrario: el derecho de resistencia y la desobediencia civil. Como sabemos, desde la antigüedad, en la Grecia Clásica con Sófocles y su obra Antígona, o Esquilo y su mito de Prometeo encadenado, la humanidad ha debatido acerca del límite de la obediencia a la ley, al gobernante, al poder, y de cuándo, bajo ciertas circunstancias, la desobediencia o resistencia es justificada o se encuentra “amparada por los dioses”. De la mano de diferentes matrices de análisis, es posible encontrar respuestas para varios de esos planteamientos, lo que nos permite llegar a un punto de encuentro fundamental: sin importar el origen del poder ni quién o quiénes lo detenten, siempre será absolutamente necesario establecer unos límites en su ejercicio, así como herramientas de control que evite los excesos en tal ejercicio y que ofrezcan además remedios o soluciones en caso de que estos se presenten. Un análisis profundo del poder, de las estructuras que lo configuran y de las relaciones que establece en una sociedad, resulta esencial no solo para comprender dicha sociedad, sino más importante aún, para encauzarla hacia un estadio ideal acorde con los principios básicos y universales de bienestar, prosperidad y realización tanto de los ciudadanos como de la sociedad entera, dentro de un marco de respeto por las garantías fundamentales y la democracia.
Main Text
Introducción
Si hay algo que ha determinado de manera radical el curso de la historia humana es la lucha por el poder y la forma en que este se ejerce sobre el cuerpo social (Harari, 2014, 2016). Dentro del marco del trabajo de investigación adelantado en el curso de la Maestría en Derecho Administrativo, referente al análisis de los actos políticos o de gobierno y su posibilidad de control jurisdiccional, se pudo evidenciar cómo el ejercicio del poder implica una serie de riesgos para la estabilidad de los sistemas políticos, jurídicos y sociales; de allí la necesidad de ejercer un control sobre él, de trazar unos límites o construir unas barreras de protección a los ciudadanos y al colectivo, así como de interdicción de la arbitrariedad en la que pueden incurrir quienes lo detentan, razón por la cual se abordó en ese momento, a modo de excurso, un estudio concreto de dicha situación.
Tal análisis, que no se hizo de modo genérico u omnicomprensivo1, se focalizó en determinar el fundamento de aquellas estructuras o relaciones de poder que, desde la autoridad política y/o “estatizada”, se imponen al individuo y a la sociedad, circunscrito tal examen a tres aspectos que resultaban pertinentes para la investigación: respecto al origen de tal poder así entendido2, su manifestación y efectos (riesgos), y la necesidad de su limitación o control.
Fue así como se estimó pertinente acudir a algunas matrices de análisis -o perspectivas de pensamiento para encontrar ese fundamento del poder público-político y determinar los riesgos en su ejercicio y la necesidad de ejercer control sobre él. Para ello, se tuvo en cuenta algunas de las más importantes corrientes filosófico-políticas: desde el materialismo histórico-dialéctico de Marx y compañía3 hasta la perspectiva post-estructuralista de Michel Foucault4, pasando por corrientes sociológicas como las que exponen Boaventura de Sousa Santos (sociología para sociedades emergentes) y Niklas Luhmann (sistémica funcional), así como neo-contractualistas con Rawls a la cabeza, y que en nuestro medio abandera el ilustre profesor Óscar Mejía Quintana.
Lo que se expone en las líneas siguientes, es el resultado de ese análisis efectuado durante la investigación señalada, cuyo propósito radica en poner en conocimiento público, particularmente de la comunidad académica filosófica, política, jurídica y sociológica-, dicha labor y sus conclusiones, a fin de seguir alimentando el debate y el análisis, brindando más elementos -o cuando menos mayor claridad conceptual sobre lo que tales corrientes han trazado que permitan repensar la manera en que el poder puede y debe ser ejercido, y el papel que la ciudadanía juega tanto en la configuración de esas estructuras y relaciones de poder como en el control y límites que dentro del marco de una sociedad democrática, pluralista y garante de los derechos y libertades individuales, sociales y colectivas, se imponen como fundamentales para salvaguardar esa forma de organización política de la sociedad.
Así pues, los resultados obtenidos luego de llevar a cabo el estudio y análisis comentado, podemos presentarlos de la siguiente manera, cuyo orden, no sobra advertir, no está determinado por característica especial alguna más que por el hecho de intentar llevar un hilo conductor argumentativo entre una y otra corriente específica:
1. Perspectiva del materialismo dialéctico- histórico
Como bien es conocida la conceptualización que esta corriente filosófica hace de la sociedad y de todo el devenir histórico de la humanidad, su enfoque radica en tratar de demostrar cómo las tensiones o fuerzas materiales que constantemente están en choque (dialéctica materialista) hacen que la humanidad vaya discurriendo de un estadio o etapa histórica a otra (Cerón, 2014; Engels, 2002 y Nikitin, s.f.).
Así, esta corriente del pensamiento concibe a toda sociedad como un complejo entramado de relaciones, las que dan origen no sólo a las instituciones y las formas de organización, sino que además legitiman el poder y el uso de la fuerza, relaciones que se organizan en dos fases o niveles: una “estructura”, que es la que da fundamento, que es el cimiento y base de lo que se construye a partir de ella y que se denomina “superestructura”.
Pues bien, señala el materialismo histórico-dialéctico, y es este el gran aporte que hizo al pensamiento, que la base de toda sociedad, a lo largo de la historia, es la economía: la estructura de toda organización social, política y jurídica es la economía, son las relaciones económicas, concretamente, la referida a los modos de producción; y la superestructura estaría conformada por dos ámbitos o esferas que se traslapan: la ideológica y la jurídico-política, y que no son sino la proyección de la propia estructura económica5.
Teniendo en cuenta lo anterior, el poder económico -entendiendo este como la apropiación o detentación de la propiedad de los modos de producción-, como estructura de la sociedad, determina el poder político del Estado, y este a su turno constituye el origen y fundamento del derecho, como instrumento de clase, que implica además la coerción y uso de la fuerza o violencia organizada del aparato estatal.
Vemos de este modo cómo el poder político y el derecho “(...) tienen su origen y fundamento en los fenómenos económicos de producción” (Cerón, 2014, p. 159); de tal suerte que ese poder político, así entendido, se erige como una forma de “violencia organizada de una clase para la opresión de otra” (Engels y Marx, 2011, p. 58); y el derecho, dentro de esta teoría, resulta ser una creación de la clase dominante “para instituirse como medio legitimador de su poder económico, y constituirse como factor instrumental para la culminación de un propósito esencial: la perpetuación de su dominación, no sólo económica, sino política, ideológica y social (...)” (Cerón, 2014, p. 171).
De este modo, para esta corriente del pensamiento resulta incuestionable que todo el tema del poder, incluido el político y jurídico, puede reducirse a relaciones de clase, a conflictos económicos (materialistas), a luchas de clases antagónicas y, por consiguiente, si seguimos esa dinámica del poder que plantea el materialismo dialéctico-histórico, encontramos la necesidad imperiosa de poner límites al ejercicio de dicho poder, toda vez que, como instrumento de clase, se convierte en herramienta para la opresión de una clase a manos de otra, incluyendo el uso de la coerción o de la violencia organizada del Estado.
Así las cosas, si tenemos en cuenta la matriz de análisis que nos ofrece el materialismo dialéctico-histórico, podemos evidenciar cómo, por la naturaleza, origen y efectos del poder político que plantea esta corriente, resulta necesario contar con un mecanismo que permita ejercer un control a su ejercicio, a efectos de evitar que, sin importar el modelo económico o político, o el estadio de la sociedad en concreto, se convierta en un instrumento de dominación, de explotación, de opresión o de violencia de clase, pero entendiendo “clase” no en los términos en que esta corriente del pensamiento lo hace, sino de manera más sustancial: con referencia a una dinámica “gobernantes-gobernados” o “administración-administrados”, que es lo que actualmente presenta mayor vigencia.
2. Perspectiva sociológica con Boaventura de Sousa Santos
Desde una óptica de corte sociológico, enmarcada dentro de un paradigma emancipatorio diseñado para sociedades etiquetadas como emergentes y de periferia o semi-periferia6, como es el modelo que plantea y desarrolla Santos (1998), el poder en general, es decir, aquellas estructuras o relaciones de autoridad o de sujeción que se presentan en la interrelación o desenvolvimiento de la sociedad, se materializan o evidencian en cuatro escenarios o, como lo señala este autor, existen “cuatro modos básicos de producción del poder que se articulan de maneras específicas” (p. 149), que a su turno, generan cuatro formas básicas de poder “(…) que, aunque interrelacionadas, son estructuralmente autónomas” (p. 149), escenarios o modos básicos de producción de poder que son: el espacio doméstico7, el espacio de la producción8, el espacio de la ciudadanía9 y el espacio mundial10 (p. 150).
De estos cuatro modos de producción de poder, el tercero-el “espacio de la ciudadanía”- es el que resulta más interesante y pertinente analizar, pues es el que consiste en aquellas relaciones de poder “estatizadas”, entre gobernantes y gobernados o, como lo refiere Santos, “relaciones sociales de la esfera pública entre los ciudadanos y el Estado” (1998, p. 151).
Esta clase de poder que se crea o genera a partir del “espacio de la ciudadanía”, y que Santos califica como “dominación” (1998, pp. 150-151), es el poder político-jurídico y tiene como lugar específico de ejercicio el Estado mismo. Su manifestación en forma de derecho es el “derecho territorial” (pp. 151-152), es decir, el derecho de producción estatal, como objeto de estudio de la dogmática jurídica.
Ahora bien, acá es donde se presentan dos particularidades que generan unos quiebres en el funcionamiento del sistema no solo Estatal sino de toda la sociedad, y que resulta ser de los aportes más interesantes de la teoría que desarrolla Boaventura de Sousa Santos:
En primer lugar, este escenario o modo de producción de poder que denomina “espacio de la ciudadanía” se caracteriza por una dicotomía que va a ser el germen de un primer gran choque, y es el siguiente: si bien la forma institucional de este espacio estructural es el Estado, su unidad de práctica social es el individuo, lo que genera un contraste casi que irreconciliable entre ambas unidades o fuerzas que, naturalmente, han de contraponerse dados sus intereses igualmente contradictorios11; choque o tensión que se ve desproporcionado y desigual por el instrumento con que cuenta el Estado para someter al individuo, que es el derecho y la coacción por medio del uso de la violencia legalizada, de ahí que la manifestación del poder que surge de este escenario es en forma de “dominación”; dominación -o sujeción- que tiene como objetivo que el individuo acepte tal manifestación, interiorice su legitimidad, consienta en su imposición e, incluso, defienda su ejercicio autoritario12.
Pero en segundo lugar, y para tornar aún más drásticas las cosas, está el hecho de que, según Santos, cada uno de esos espacios estructurales se caracteriza por una gran heterogeneidad interna, que conlleva a que sus respectivos mecanismos de poder se ejerzan de modo combinado, particularmente, el del Estado frente a los demás espacios estructurales, distorsionándose a sí mismo, lo que hace que, en la práctica, se presenten problemas graves que atentan contra los intereses de la sociedad civil y del Estado como por ejemplo, el nepotismo, el clientelismo y la corrupción (1998, p. 156). Pero este fenómeno de combinación y consecuente afectación negativa se presenta en doble vía: es así como, por tal situación, la “dominación” -como mecanismo de poder del Estado dentro del espacio estructural de la ciudadanía- permea e influye las otras formas de poder en los demás espacios estructurales, alterando y afectando gravemente esas otras relaciones sociales, imprimiéndoles un carácter igualmente autoritario y excluyente.
Si a todo lo anterior sumamos el hecho de que los “factores de centralidad en los Estados semiperiféricos”, como lo llama Santos (1998, pp. 156-157)13, son a su turno “factores de su ineficacia” (p. 156), entre otras cosas, por la misma heterogeneidad interna de los diferentes espacios estructurales, vemos entonces que, tarde o temprano, se empiezan a crear espacios de ruptura14 que terminan por subvertir o transformar la actuación del Estado, bloqueando su ejercicio e impidiendo su materialización. Es la gran paradoja de este tipo de sociedades actuales bajo el paradigma dominante: cuanto más quiere el Estado hacer presencia en la sociedad y controlar todo lo que sucede en ella, más ineficaz se torna.
Es de ese modo como, en todos los sistemas “democráticos” actuales de corte liberal15, se hace presente lo que Santos denomina el “potencial autoritario” (1998, p. 451): todos, en mayor o menor medida, lo incuban, lo reproducen, lo latentizan y lo manifiestan de manera vedada o solapada bajo formas más sutiles: para Santos, “[h]oy ese autoritarismo se reproduce bajo nuevas formas menos visibles y por eso tal vez más peligrosas y difíciles de erradicar” (p. 451), manifestándose en violaciones sistemáticas no sólo de los derechos y garantías individuales o de las personas, sino de los derechos sociales y colectivos, tales como el de participación política, el de ejercicio del control del poder público y los derechos al medio ambiente sano y la protección de los recursos y riquezas naturales.
Para lograr superar este estadio problemático, autoritario, excluyente y violatorio de los derechos de las personas y de la colectividad, Santos propone como eje central de su tesis la autoridad compartida, esto es, plantea que la cuestión radica en lograr “construir formas de compartir la autoridad” (1998, p. 453) en cada uno de los cuatro espacios estructurales16. Esto se logra, según la tesis de Santos, por medio de una “democracia participativa”, que contrario a la teoría liberal clásica de la democracia y la sociedad, que se basa en una relación vertical entre Estado-ciudadano, se debe construir la sociedad es a partir de unas relaciones horizontales ciudadano-ciudadano: de esta manera, señala Santos, se logra sortear la antinomia entre ciudadanos -libres y autónomos- y el Estado, pues la sociedad civil (principio de ciudadanía) regula la tensión que surge de la relación ciudadano-Estado, permitiendo, al compartirse la autoridad, que los ciudadanos controlen y limiten el poder del Estado.
Es a partir de tal control y límites que la ciudadanía -la sociedad civil- ejerce sobre el poder del Estado, que resulta posible transformar el paradigma; y es la lucha por controlar y limitar las diferentes formas en que se manifiesta el poder dentro de la compleja estructura de relaciones sociales, entre ellas las del espacio de la ciudadanía que es donde aparece la figura omnipotente del Estado, la manera en que tal cambio o transformación del paradigma dominante resulta posible para sociedades emergentes y semi-periféricas.
Así pues, vemos en este punto la necesidad e importancia de establecer, proteger y alentar el ejercicio de ese control al poder público, al poder del Estado: es a través de dicho mecanismo que resulta posible cambiar de paradigma, es la única manera de discurrir o dar el salto de una sociedad autoritaria, llena de desigualdades y con los innumerables y graves vicios que caracterizan a todas las democracias de corte tradicional liberal -y que se evidencia de manera más dramática y profunda en las sociedades emergentes y periféricas como las latinoamericanas- a una sociedad y a un Estado más igualitarios, discursivos y participativos, en donde la autoridad como ejercicio compartido y consensuado permita y garantice que las diferentes formas de poder, principiando por el público o estatizado, estén al servicio de todos, no de unos pocos, y siempre sujetos al escrutinio, control y límites cada que se desvíen de sus propósitos, que desconozcan esos postulados deliberativos y consensuales, o que alteren u omitan la participación activa de todos los grupos a quienes llegue a afectar su ejercicio, que ha de ser siempre compartido.
3. Perspectiva sistémica-funcional luhmanniana
Como es bien sabido, Luhmann se erigió como un referente y uno de los más grandes sociólogos no sólo de nuestra época sino de toda la historia. Su amplio y muy elaborado trabajo de análisis de la sociedad y de sus sistemas -y subsistemas- permitió comprender de otra manera, y con mayor profundidad y rigor, la forma en que funciona la sociedad, que por medio de la comunicación, va construyendo diferentes niveles de estructuras que terminan configurando el entramado complejo que describe, todo ello a través de su innovador enfoque funcional- estructuralista17 y de la mano con elementos semánticos18 -de notable importancia, que le permitieron ensamblar a la perfección y dar coherencia a toda su labor de análisis social- que retomó de otros ámbitos19 y que acondicionó de manera única para hacerlos cumplir una función determinada dentro de su andamiaje teórico, tales como autopoiesis, clausura operativa, acoplamiento estructural, irritación, códigos binarios, entre otros más20.
Pero quizá lo más novedoso y radical de su teoría se encuentra en la forma misma de observar y analizar a la sociedad y sus sistemas, no como una especie de “cuerpo” o “cosa” cognoscible que puede ser observada desde fuera, sino que sólo puede ser estudiada desde dentro21, y ya que, en su concepto, el entorno no puede interferir directamente en el sistema mismo, así pues, toma al ser humano no como parte del “sistema (social)” sino como parte de ese “entorno” (Arriaga, 2003, p. 292; Luhmann, 2006, pp. 21-54; Torres, 1999, p. 11), lo que lleva a que el análisis se hace, en términos luhmannianos, en observaciones de diferentes niveles, como un observador que observa al observador de un determinado sistema y que, además, puede ser igualmente observado, y así sucesivamente (Luhmann, 2006, pp. 695, 882, 885, 889-890, 904; Rodríguez, 2005, en Luhmann, 1995, p. IX).
A partir de su particular y sumamente interesante forma de análisis de los sistemas sociales, Luhmann supera el paradigma de la sociología y la filosofía en torno a la elaboración de teorías de la sociedad respecto del elemento “acción” -teorías de la acción- para dar paso a la formulación de su teoría social basada en la comunicación -teoría de la comunicación- (Rodríguez, 2005, en Luhmann, 1995, p. XVIII).
Ahora bien, dada la extensión, profundidad y complejidad de los trabajos y análisis efectuados por Luhmann a lo largo de su vida, resulta absolutamente imposible tratar de condensar todo su pensamiento en este artículo, sin embargo, y para los propósitos de este trabajo22 vamos a efectuar un muy breve y concreto esbozo de lo que, dentro del intrincado universo de la “teoría de la teoría de la sociedad” luhmanniana (Torres, 1999, p. 18), constituye o se refiere al poder, específicamente, el poder público, político, estatizado23.
Para ser lo más concisos posible, debemos en primer lugar señalar el presupuesto o fundamento del poder dentro de la teoría luhmanniana, lo cual nos pone, de entrada, en el centro del debate de su teoría: la relación sociedad-derecho-política. Veamos:
La sociedad -dice Luhmann- es un sistema social “omniabarcador”, esto es, es aquel que comprende y encierra “a todos los demás sistemas sociales” (Luhmann, 2006, p. 55), lo que claramente incluye al derecho y la política, al ser éstos también sistemas sociales (subsistemas). Asimismo, tenemos claro que, en Luhmann, la sociedad misma es esencialmente pura comunicación (Arriaga, 2003, p. 292; Luhmann, 2006, pp. 48-54, 68; Torres, 1999, p. 12), lo que incluye a todos sus sistemas y subsistemas24. En este orden de ideas, el derecho y la política son, también y en esencia, comunicación25.
Ahora bien, la comunicación lleva al conflicto (Luhmann, 1995, p. 9)26 y este a su turno crea o aumenta la inseguridad (binomio seguridad/inseguridad), así que, a modo de premisa, tenemos que la sociedad (sistema comunicacional) desequilibra el código seguridad/inseguridad en perjuicio del primero y en aumento del segundo.
Por su parte, el derecho, siendo también comunicación, tiene una finalidad que apunta en una dirección opuesta: contrario a lo que se ha señalado por la doctrina jurídica, la función del derecho -sostiene Luhmann- no es orientar o conducir las conductas de las personas ni sus motivaciones, sino en sentido inverso, busca “estabilizarse, mediante aseguramientos, frente a los hechos” (2003, p. 93), es decir, tiene una función anticipativa: prepararse para un futuro que resulta incierto (pp. 89-90)27. Así, la función principal del derecho sería establecer expectativas socialmente respaldadas y garantizar la protección de tales expectativas28, lo que nos lleva al concepto o campo de la “confianza”: como el derecho nos permite saber qué expectativas están respaldadas y protegidas, uno puede “ajustar” o adecuar su conducta (derecho) o, desviarse de esas expectativas (no-derecho)29, no obstante, esa posibilidad latente, esa manifestación del código derecho/ no-derecho, permite con certeza saber a qué se expone uno si toma determinada decisión, allí es donde surge la confianza: confianza en el derecho30, y esa confianza que se estructura sirve para equilibrar nuevamente el código social seguridad/inseguridad a favor de la primera en detrimento de la segunda: a mayor confiabilidad en el sistema, menor inseguridad, y viceversa.
La política, a su turno, como sistema totalmente diferente del sistema “derecho”31, tiene su potencialidad o posibilidad social en la composición y organización del sistema, de la sociedad, del Estado, y con ello, al acceso al poder público, al poder “estatizado” (Luhmann, 2003, pp. 297-298). La política utiliza como medio el poder (p. 106)32, y este a su vez, como medio de comunicación, se comunica por el lenguaje33. Debido a ello, el lenguaje, como medio de comunicación “especialmente simbólico” (1995, p. 10) del poder, desarrolla en este un entramado muy interesante por dos vías a una misma vez: por un lado, y debido a su naturaleza autopoiética, crea cadenas cada vez más complejas de poder; y de otro, por su característica de ser operativamente cerrado, permite ejercer un control democrático (abierto a todos) sobre el ejercicio de ese poder político (p. 11).
Ahora bien, el poder, como medio de comunicación -simbólicamente generalizado- de la política, se comunica a través de selecciones, de variables, de opciones, en donde juegan un papel esencial la selectividad y los incentivos: lo que para uno constituye un modo de selección, debe a su turno resultar en un incentivo para el otro (Luhmann, 1995, p. 12). Pero, y acá viene una parte muy interesante de la teoría del poder en Luhmann, esas selecciones -que no son otra cosa que la materialización de intereses- son siempre diferentes entre alter (detentador de poder) y ego (afectado por el poder), dada su posición dentro de la relación de poder, de modo que alterpresenta a ego una variada gama de posibilidades de las cuales ego debe seleccionar una o algunas, y esto lleva al siguiente escenario bien importante: de alter depende que ego disponga de pocas o muchas opciones de selección, por lo que entre ellos se puede empezar a generar una situación de inseguridad, la que se ve superada en la medida que alter le proporcione a egouna mayor gama de selectividad, esto es, en la ecuación que formula Luhmann, cuanto mayor sea el grado de libertad de selección de que disponga ego, mayor será asimismo el poder de alter (1995, pp. 11-14).
Radical la conceptualización que hace Luhmann en este aspecto, muy diferente -casi contraria- a la tradición en la materia. De este modo, Luhmann logra diferenciar el poder de la coerción o la violencia: en el poder, existen múltiples elecciones -y cuanta más selectividad, más poder habrá-, en cambio en la coerción sólo es posible una única elección34. Pero que sean conceptos semánticamente diferentes en la teoría luhmanniana no significa que estén distantes o que estén completamente separados, al contrario, Luhmann es enfático en señalar que la relación entre ambos es de tipo “simbiótico”35, a tal punto, que en todo caso alter siempre tendrá como opción dentro de las selecciones a presentar a ego una “alternativa de evitación”, que básicamente consiste en el uso de la violencia o la coerción física -como una “amenaza”36- en caso de que tome una decisión no prevista por alter, de tal suerte que el poder dentro de esa relación le asigna a alter un “deseo” -de que ego haga su selección sin necesidad de recurrir a la alternativa de evitación- y a ego un “no-deseo” -de evadir la alternativa de evitación- (Luhmann, 1995, pp. 31-49).
Este carácter binario deseo/no-deseo es el código que guía la comunicación del poder, asignando siempre alternativas de evitación dentro de la selectividad-incentivo, permitiendo neutralizar, y no doblegar, la voluntad de ego (Luhmann, 1995, pp. 15-18, 22, 49). Ese código del poder tiene una naturaleza dual, que puede expresarse en los binomios fuerza/debilidad y legal/ilegal, lo que permite duplicar las posibilidades de combinación de diferentes alternativas, generando con ello una mayor demanda de compatibilidad de la fuerza con la legalidad (p. 92).
De otra parte, en la dinámica del poder público -el poder “estatizado”-, aquel que por excelencia es respaldado por el uso de la fuerza, se presenta un problema que Luhmann llama “cuello de botella” (1995, p. 96), que consiste en que a medida que se van volviendo más complejos los contextos en que se desenvuelve, se hace cada vez más necesario un control racional del ejercicio de ese poder. Ante esta situación, Luhmann propone la denominada “racionalidad del poder” (p. 114), que consiste en que un incremento de poder debe conllevar un aumento proporcional de reflexión y de limitaciones, de tal suerte que la relación entre poder (posibilidades) y limitaciones (control) se caracteriza por ser una “espiral de aumento”. En este orden de ideas, señala Luhmann, esta “racionalidad del poder” no consiste, como se ha pensado, en la búsqueda de lo bueno, del bienestar general, sino en algo mucho más práctico y concreto: “en el hecho de que más posibilidades [poder] puedan estar sujetas a más limitaciones [control]” (p. 114).
Esta racionalidad del poder luhmanniana nos lleva a un aspecto fundamental y es el atinente a los riesgos37 de ese poder público. Luhmann sostiene que, esencialmente, el riesgo del poder público radica en su eventual mal uso: “[t]an pronto como el poder centralizado se hace visible y operacional, surge el problema de los tiranos que usan el poder despótica y arbitrariamente” (1995, p. 116). Este es un punto fundamental dentro de nuestra posición: la propensión -o posibilidad- de la actuación desviada, arbitraria o ilegítima38 de la administración, de los gobernantes, del Estado.
En efecto, Luhmann -muy acertadamente, hay que decirlo- señala que el gobierno estatal, la administración pública, son “una organización del sistema político” y, por ende, ese sistema “realiza política y no derecho”, de allí que pueda suceder -y efectivamente, suele suceder- que ese sistema (gobierno-administración pública) actúe ilegalmente o por fuera del derecho (2003, p. 308). Ante esta situación, resulta evidente lo que hemos venido afirmando: la necesidad de implementar los controles necesarios que eviten que se pueda presentar esa actuación desviada o irregular de la administración, y Luhmann así lo previó, y para ello consideró que la manera en que podía materializarse ese control necesario era a través de los postulados normativos de “democracia”, “participación” y “codeterminación”, como formas de “demandas de participación [y conformación por parte de la ciudadanía] en el ejercicio del poder” (Luhmann, 1995, pp. 135-136), con lo cual se coincide plenamente desde nuestra orilla.
4. Perspectiva foucaultiana
Foucault fue quizá el más grande estudioso del poder y de todas sus estructuras y relaciones en todos los niveles y en todas las esferas39, de allí que traer a colación sus valiosísimos estudios y aportes en la materia resulta sumamente importante y útil a este trabajo.
Foucault40, luego de un profundo estudio de la historia41plantea, como crítica o contra-lectura de la visión economicista de poder -la que básicamente se resume en las teorías contractualista y materialista-histórica-, que el poder no es en sí una cosa que pueda ser transferida -como lo plantea el contractualismo- sino un ejercicio, una acción; e igualmente -y a diferencia de la interpretación marxista- el poder no se reduce a una relación económica de mantenimiento o reproducción del sistema de producción, sino que es, en esencia, una relación de fuerza (Foucault, 2014, p. 255).
Teniendo en cuenta esta forma de ver y entender el fenómeno del poder y de las relaciones que teje en todo el entramado social, entre las personas y entre estas y las instituciones y la misma sociedad y el Estado, Foucault establece una doble naturaleza del poder42, o mejor, de estas “relaciones complejas de poder” (2012, pp. 40-42, 164): además del “poder represivo” como tradicionalmente se había entendido, va a evidenciar una forma -más común de lo que se piensa- en que ese poder se manifiesta, y es la que llama el “poder creador”, la que identifica esencialmente en los procesos de conocimiento de la persona: conocimiento de sí y frente a los demás a través del discurso (poder/verdad) y conocimiento de lo que lo rodea, de las disciplinas y del lenguaje (poder/saber).
A estas categorías de poder -o de relaciones de poder, para continuar en términos foucaultianos- corresponden también diferentes niveles o instituciones dentro de la sociedad, y para lo que interesa a este trabajo, el poder público, el poder político, se ubica en la primera de ellas: como poder represivo u opresor (Foucault, 2012, pp. 42, 50-51, 163-165; 2014, pp. 255, 275- 276). En efecto, Foucault sostiene que el poder público, el poder político, la “gubernamentalidad” (2014, pp. 255, 309) que el Estado ejerce sobre los individuos, es una relación de poder de carácter vertical, autoritaria, de acción sobre las personas para determinar sus conductas, sus pensamientos y hasta sus deseos. Como lo señala con absoluta claridad y contundencia en una de sus obras: “la vocación del Estado es ser totalitario” (2012, p. 51).
Ahora bien, teniendo en cuenta que las relaciones de poder que establece el Estado corresponden a una categoría de represión, y que la política es, por ende, un escenario de lucha, de conflicto, de choque de fuerzas43, Foucault identifica algunas características del poder político, de las cuales queremos resaltar dos, por tener una relación directa con nuestra postura:
Por un lado, la política, el poder político, es un instrumento mediante el cual se mantiene el desequilibrio de fuerzas que están en choque o conflicto por hacerse a él.
Y, de otra parte, plantea que la forma en que deben resolverse esos conflictos o luchas por el poder político han de seguir una dinámica similar a como sucede en la guerra, en donde el instrumento, las armas, serían el derecho, y los jueces, quienes las utilizan para zanjar las disputas.
Siguiendo con su análisis del poder político, Foucault afirma que el derecho tiene una función legitimadora de aquél, y a ese propósito su finalidad consiste en “diluir” esa estructura de relación de poder que el Estado ejerce sobre la sociedad, sobre los individuos, claramente de dominación44, recurriendo a dos nociones que serán fundamentales en el desarrollo de la sociedad y su historia: la soberanía y la obediencia. La primera, como un derecho en cabeza del Estado, del gobernante; y la segunda, como un deber a cargo de los ciudadanos. De esta manera, dicha relación de poder (dominación) se “normaliza”, es interiorizada y aceptada por la ciudadanía y, bajo esa dinámica, termina por ser “invisibilizada”.
Sin embargo -y acá está la piedra de toque en la tesis de Foucault respecto del poder político-, si es correcto el análisis que efectúa acerca del control o ejercicio de la relación de poder del Estado hacia los ciudadanos (Foucault, 2000, pp. 98-100, 121), que lo evidencia a través de la “vigilancia” -como tecnología de observación (1998, pp. 175-182)- y que es el mecanismo a través del cual “normaliza” a las personas y a esa relación de poder, pues entonces esa misma tecnología de control, por medio del escrutinio público (vigilancia) debe servir en doble vía: no sólo del Estado hacia la ciudadanía, sino también de ésta hacia aquél.
Para lo anterior, la “vigilancia” que la ciudadanía puede hacer al Estado, el ejercicio de esa tecnología de control, se plantea en el plano del discurso (Foucault, 2000, pp. 154-157), es decir, el escrutinio al que puede someterse el Estado se encuentra en el nivel argumentativo, que en la tesis foucaultiana es en esencia -el discurso- una forma -quizá la más importante- de producción de la verdad -proceso de “veridicción” o aleturgia (poder/saber - poder/verdad)- (pp. 154-157; 2012, pp. 73-75; 2014).
En este estado del análisis podemos ver con absoluta nitidez cómo, bajo la óptica foucaultiana, se entrelazan o conjugan las formas “discurso-derecho-poder”, o para ser más precisos, “verdad-derecho-poder”. Ahora bien, descendiendo a lo que nos interesa y al propósito de este ensayo, tendríamos una ecuación del siguiente tenor: “argumentación-derecho- poder”, en donde el proceso argumentativo (discurso), como tecnología de control de la actividad del Estado, permite la creación de una verdad de orden jurídico (derecho), que, así entendido y así estructurado, evidentemente va a generar un control al ejercicio de esa relación de autoridad (poder político), no sólo por vía de contención reactiva (ex post) ante un caso de exceso o arbitrariedad, sino esencialmente por vía de previsión y configuración normativas (ex ante), al ser el derecho el instrumento legitimador del poder estatizado y, consecuentemente, fuente de su ordenación.
Teniendo en cuenta lo que hemos desarrollado desde esta perspectiva, podemos evidenciar entonces que el poder público, el poder político, aquellas “relaciones de poder” que el Estado entabla y ejerce sobre la ciudadanía, son relaciones que encuadran en la típica noción de “opresión”, de “represión”, de “dominación”, que a través del derecho como instrumento legitimador, permite que se diluyan y sean normalizadas por las personas, de allí la importancia de ejercer un control a ese poder de talante autoritario a través de un mecanismo igualmente “normalizador” como lo es el escrutinio (“vigilancia”) de la actividad pública y la transformación de ese derecho legitimador del poder a través del discurso, de la argumentación, del proceso dialógico consensual, que permita la construcción de una verdad político-jurídica que consulte y atienda a las necesidades reales de la sociedad y satisfaga sus intereses y expectativas, en aras de conseguir y realizar el bien común, el interés general, el ideal de bienestar social.
De la mano con lo anterior, el papel del juez, bajo esta perspectiva, está llamado a ser más que un garante, un agente de transformación, que materializa y da contenido real y efectivo a ese nuevo derecho producto del proceso discursivo aludido, interviniendo cada que resulte afectado o, en términos generales, cada que el Estado retome su “vocación autoritaria” en perjuicio de los derechos e intereses de las personas o de la sociedad.
5. Perspectiva neo-contractualista rawlsiana
La teoría constructivista-política ofrecida por la teoría de la justicia de Rawls (1995), de corte neo-contractualista, resulta también de gran pertinencia y utilidad para los propósitos de fundamentar nuestra posición de interdicción a la arbitrariedad de la administración, en cuanto al entendimiento del poder público, su formación, estructuración y manifestación, así como respecto de sus límites y el papel del juez como herramienta de corrección y de control a dicho poder.
En efecto, hemos de recordar brevemente los aspectos más importantes de la teoría desarrollada por Rawls en punto al entendimiento de la sociedad y la formación del poder, así como la manera en que se pueden garantizar las instituciones y el orden de justicia que persigue su tesis:
Como bien sabemos, Rawls, a lo largo de sus trabajos45, intenta estructurar una teoría con pretensión de eficacia o posibilidad real de aplicación, en aras de establecer una sociedad que denomina “bien-ordenada” (Mejía, 1997, pp. 152-154; Rawls, 1995, pp. 18-24), que se encuentre próxima a la justicia, y además, los mecanismos que permitan la formación de ese tipo de sociedad y que garanticen su estabilidad y duración en el tiempo, eliminando los riesgos de distorsión o inequidad social, educativa, económica, jurídica o de cualquiera otra naturaleza que afecten los principios en que tal sociedad se fundamenta.
Para ese propósito, Rawls formula tres constructos principales sobre los cuales reposa toda su teoría, y de los que derivan varios subconstructos y conceptos o figuras determinantes no sólo para dar completitud y coherencia a ella, sino para brindar las herramientas de interpretación y adecuación necesarias para lograr su finalidad. Estos constructos fundamentales son: la posición original, el equilibrio reflexivo y el consenso entrecruzado.
El primero de ellos, esto es, la “posición original” (Mejía, 1997, pp. 43-51; Rawls, 1995, pp. 29-33, 119-147), es un “constructo metodológico que utiliza [Rawls] (…) con el cual se pretende describir un estado hipotético inicial que garantice la imparcialidad de los acuerdos fundamentales” (Mejía, p. 43), acuerdos surgidos de un proceso de argumentación moral derivado de un contrato social que, por ende, requiere de la garantía de neutralidad e imparcialidad en la escogencia e implementación de dichos acuerdos.
La garantía de imparcialidad, neutralidad y objetividad que exige la posición original como primer constructo de la teoría de la justicia rawlsiana resulta claramente esencial, pues es a partir de este momento en donde se van a alcanzar los acuerdos fundamentales sobre los cuales va a edificarse la sociedad entera y sus principios e ideales de justicia, así como las herramientas de corrección y de protección a la ciudadanía, entendida esta no solo como el componente individual -la persona, el ciudadano-, sino como colectivo social.
Para garantizar ese estado de imparcialidad y neutralidad absoluta, Rawls recurre a un subconstructo esencial, cual es, la figura o concepto del “velo de ignorancia” (Mejía, 1997, pp. 44-46; Rawls, 1995, pp. 135-140), que consiste en el mecanismo “que permite que al interior de la posición original todos sean iguales y tengan los mismos derechos en la manera para escoger los principios de la justicia” (Mejía, p. 44). A través de esta herramienta o subconstructo, Rawls intenta poner en una situación ideal de equilibrio a quienes participan en la construcción de esos principios de justicia que regirán a la sociedad y que, luego de sellado el pacto, no podrán desconocer ilegítimamente. Con este “velo de ignorancia”, básicamente quienes intervienen en la construcción de estos acuerdos:
Así las cosas, por medio de la posición original y el velo de ignorancia, Rawls logra garantizar que se pueda llegar a un acuerdo unánime y legítimo acerca de los principios de justicia que serán el fundamento y límite de la sociedad. Como bien señala Mejía (1997):
No obstante la restricción de información que plantea el velo de ignorancia, y para evitar caer en abstraccionismos y permitir que su teoría tenga un sustento real y con vocación de materialización, Rawls considera que, en esa posición original, las partes deben tener un mínimo de bases frente a lo que cada persona esperaría o contaría, como mínimo también, dentro de una sociedad que aspire a estar próxima a la justicia pero que aún no llega a un consenso frente a esos principios de justicia. A este sustrato moral lo denomina “bienes sociales primarios” (Mejía, 1997, pp. 46-47; Rawls, 1995, pp. 93-98, 359-361), los que condensa en los siguientes: Derechos básicos y libertades políticas (derechos fundamentales), libertad de movimiento y de escoger ocupación u oficio, garantía de acceso a cargos y posiciones en las instituciones políticas y económicas de la sociedad, derecho a la riqueza y a la renta (ingresos y bienestar), y bases sociales de auto-respeto (Mejía, p. 47). Estos bienes sociales primarios, precisa Mejía (1997):
A partir de estos presupuestos y conceptos, Rawls concluye que una sociedad, que unas “partes contractuales” dentro del marco discursivo desenvuelto bajo los parámetros que implica la situación de la posición original, y con esta, el velo de ignorancia y los bienes sociales primarios a tener en cuenta, necesariamente deberán llegar a un consenso frente a los principios de justicia que habrán no sólo de regular la sociedad sino que servirán de marco de protección y de exigibilidad hacia el Estado, y son precisamente los dos principios que sustentan su teoría de la justicia, los cuales podemos formular de manera simple así: el primer principio es el de igual libertad para todos46 y el segundo principio es el de la desigualdad permitida o legítima47.
A estos dos principios estructurales, se suman además dos normas de prioridad a la hora de definir alguna situación de conflicto: la primera establece que toda restricción de las libertades básicas debe ser en favor de la libertad misma, lo cual implica dos características: uno, que a toda restricción de libertad debe corresponder una mayor libertad para todos, y dos, que la restricción a una libertad determinada debe ser aceptada por quienes se verán afectados por esa menor libertad; la segunda, que determina la prioridad de la justicia por sobre la eficacia, y que igualmente contempla dos eventos: uno, que una desigualdad en oportunidades solo es admisible si es para favorecer a quienes tienen menos, y dos, que una cantidad excesiva de ahorro sólo puede justificarse si es para mitigar el peso de quienes deben soportar esta carga (Mejía, 1997, p. 49; Rawls, 1995, pp. 280-281).
Es de resaltar, tal y como lo hace Mejía, que todo este constructo de la “posición original” con sus principios y subconstructos “no sólo constituyen el fundamento consensual de todo el ordenamiento jurídico positivo, sino que, simultáneamente, son un criterio de interpretación y legitimación de todas las medidas que el Estado tome en torno a la sociedad” (1997, p. 49), lo cual resulta bien importante y pertinente al propósito perseguido con este trabajo, de cara a la necesidad y forma en que se puede ejercer control al ejercicio del poder público.
El segundo constructo estructural en la teoría de Rawls, decíamos hace un momento, es el “equilibrio reflexivo” (Mejía, 1997, pp. 49-51; Rawls, 1995, pp. 32-33, 57-59, 113). Por medio de esta figura, Rawls logra resolver la contradicción que encerraba el contractualismo clásico entre la “voluntad general” y la “autonomía individual” (Mejía, 1997, p. 51). Este equilibrio reflexivo es un proceso en el cual se van ajustando y corrigiendo las diferentes posturas que los participantes de la sociedad pueden llegar a tener sobre los propios principios de justicia concertados inicialmente, ya sea por concepciones teóricas o por situaciones particulares que ameriten un análisis especial, procedimiento que se lleva a cabo por medio de una dinámica discursiva racional y razonable48 y siempre atendiendo el núcleo esencial de los principios de justicia que cimientan la sociedad.
En ese orden de ideas, Rawls ve en este “equilibrio reflexivo” una suerte de “auditaje subjetivo” en donde:
Así las cosas, es por medio de este equilibrio reflexivo que, además de superar las falencias que presentaban las teorías contractualistas clásicas49 y de permitir hacer los ajustes en el modelo a fin de seguir perfeccionando los principios de justicia y su efectiva materialización en la sociedad, para que pueda seguir avanzando hacia un estado cada vez más próximo a la justicia; permite, como manifestación más práctica y real de esta teoría, conformar o constituir “el criterio desde el cual la ciudadanía juzga los actos del Estado o el gobierno y legitima -o deslegitima- el orden social que lo rodea” (Mejía, 1997, pp. 63-64, 151).
Finalmente, tenemos el tercer constructo fundamental de la teoría rawlsiana de la justicia: el llamado “consenso traslapado” (Rawls, 1995, pp. 352-354) o “consenso entrecruzado” (Mejía, 1997, pp. 159-163), que en su contenido y desarrollo encierra dos nociones importantes para el andamiaje rawlsiano: el “constructivismo político” y la “razón pública”.
Este “consenso entrecruzado”, de la mano o por medio del “constructivismo político”, constituye el “instrumento procedimental sustantivo de convivencia política democrática” (Mejía, 1997, p. 159). Son, ambasfiguras, los instrumentos políticos a través de los cuales se logra la construcción de los acuerdos y los consensos, así como de los criterios de razonamiento, todos ellos abiertos a permanente discusión, revisión y fiscalización, así como a ser reformulados o replanteados, para hacer los ajustes que permita a la sociedad continuar acercándose a su ideal de justicia. Son el escenario en donde se plantea el foro público, el “marco deliberativo” (p. 160) en donde los criterios y las posiciones de los participantes, si bien son diferentes, convergen en su fundamento (de razonabilidad) lo que permite alcanzar la cooperación política sobre la base del mutuo respeto: “constituye un marco de deliberación y reflexión que permite buscar acuerdos políticos sobre cuestiones de justicia y aspectos constitucionales, básicos para toda la sociedad” (p. 160).
Este “consenso entrecruzado”, y su instrumento procedimental sustantivo del “constructivismo político”, se plantea en dos fases consecutivas: una primera que llama “etapa constitucional”, y una segunda y posterior a esta, que es la del “consenso entrecruzado propiamente dicho” o en sentido estricto (Mejía, 1997, p. 161). Para lo que interesa a este ensayo, la primera de las fases mencionadas es la que adquiere mayor relevancia, pues en ella -etapa constitucional- se fija el contenido de los derechos fundamentales y las libertades y garantías políticas y de participación50, y además establece la relación o sujeción de las instituciones y la sociedad -el Estado como tal- con la base de los principios y el sentido de justicia de esa sociedad.
Como segunda figura o subconstructo del “consenso entrecruzado” está la noción de “razón pública”, que va a complementar a este y al “constructivismo político” (Mejía, 1997, pp. 163-168). Esta “razón pública” se presenta como una suerte de “equilibrio reflexivo” pero a nivel ya no personal o contractual sino institucional y social (p. 163). A través de ella, se preserva el orden de prioridad en la interpretación y materialización de los principios de justicia: lo justo sobre lo bueno y la justicia por sobre la eficacia, resultando como regla que aquello que trasgreda no solo los principios de justicia y los bienes sociales primarios establecidos sino este orden de prioridad no resulta legítimo ni moralmente justificable (p. 163). De este modo, el alcance de la razón pública en Rawls reside en los “esenciales constitucionales y la justicia básica de sus estructuras” (p. 165), enmarcando y condicionando el discurso político sobre estos temas y la forma en que deben ser considerados y asimilados por la ciudadanía.
En su aspecto práctico o material, el subconstructo de la “razón pública” supone una doble faceta de legitimación y control: de una parte, y esencialmente a nivel institucional -en el foro legislativo y de parte del gobierno-, “impone el deber moral de explicar de qué manera los principios y políticas que se defienden pueden ser congruentes con los valores políticos de la razón pública” (Mejía, 1997, p. 165), e igualmente, y de otra parte, constituye el criterio de legitimación que la ciudadanía elabora respecto de esas decisiones, políticas o discursos.
El anterior desarrollo corresponde a lo que, a muy grandes rasgos, constituye la teoría de la justicia rawlsiana y su concepción política de la justicia. De la mano de este modelo, y recapitulando lo que fuimos evidenciando como aspectos relevantes, podemos señalar que, bajo una concepción política de la justicia y la sociedad como la planteada por Rawls a lo largo de sus trabajos, la necesidad y forma de establecer los límites y el control al ejercicio del poder público está dado, en esencia, por la conjugación de los tres constructos estructurales de su teoría que podemos esbozar con la siguiente formulación:
La construcción de las bases de una sociedad a través del proceso deliberativo y argumentativo para llegar a los consensos esenciales resulta crucial para garantizar que dicha sociedad pueda tener los fundamentos y las posibilidades de acercarse a un estado próximo a la justicia, claro está, bajo las restricciones y condicionamientos que implica una deliberación de esa naturaleza, esto es, como procedimiento fundacional (posición original). En dicha situación, claramente los foristas construirán y determinarán consensualmente los derechos y libertades básicas (bienes sociales primarios) así como los principios de justicia que han de servir tanto para fundamentar constitucionalmente el ordenamiento jurídico como para determinar el criterio de interpretación y legitimación de las medidas y decisiones que el Estado tome frente a la sociedad, a través de los instrumentos procedimentales sustantivos de que dispone la ciudadanía -en su nivel individual o como colectivo social- ya sea para disentir o replantear esas medidas, decisiones, políticas o criterios interpretativos que se considere resultan ilegítimos o que atentan contra los principios de justicia pactados o el acceso a esos bienes sociales primarios, con miras a lograr un ajuste y corrección en esos aspectos (equilibrio reflexivo); o bien para fijar el contenido y alcances de los derechos, garantías y libertades de las personas y su participación política en las instituciones sociales, así como para requerir, en todo momento y lugar, la debida justificación en las actuaciones y decisiones que tome el Estado, como manera de obtener la permanente legitimidad que, una visión así de la sociedad, implica.
Las herramientas para el análisis socio-jurídico de la sociedad y el Estado que nos brinda la concepción política de la justicia de Rawls resultan de gran utilidad y pertinencia, dado que, por medio de los valores de la justicia política (igual libertad, equidad en oportunidades, garantía de acceso a bienes primarios, etc.) y de la razón pública (criterios para establecer si los principios están siendo bien aplicados) resulta posible obtener no solo consensos sociales en cuanto a la ordenación y estructuración de la sociedad misma y del Estado, sino frente a la forma en que, día a día, se puede seguir construyendo ese camino hacia una justicia práctica, como una suerte de “calibrador” o herramienta de ajuste y corrección, pues “[l]a legitimidad [del Estado] dependerá de que la estructura básica y las políticas públicas sean justificadas -y congruentes- en estos términos” (Mejía, 1997, p. 166).
Adicional a lo anterior, y como bien lo resalta Mejía (1997, pp. 166-168), en virtud de los principios de constitucionalismo que se derivan de la razón pública, esta adquiere su máxima expresión en la realización de los principios de justicia, que si bien corresponde a toda la ciudadanía en general, por medio del equilibrio reflexivo y el consenso entrecruzado, a nivel institucional dicho rol se encuentra en cabeza del aparato jurisdiccional, de manera particular en las altas cortes -en nuestro medio, dado el tema de control constitucional y control a la administración, en la Corte Constitucional y el Consejo de Estado-, quienes, por ende, tienen la potestad y el deber de hacer siempre efectivos esos principios y renovar esos criterios interpretativos que se correspondan con el ideario de justicia construido argumentativa y consensualmente.
Para expresarlo más contundentemente, en términos opuestos, no materializar esa posibilidad de disenso, de reformular y replantear los principios y los criterios de interpretación, de cuestionar permanentemente las políticas y decisiones de la administración, o impedir que los órganos competentes lleven a cabo su labor de control en aras de garantizar la protección y materialización de esos principios, resulta abiertamente contrario al espíritu y esencia de una democracia deliberativa, constitucional y consensual, y permite que se anide el germen del autoritarismo, la inequidad y el resquebrajamiento de toda la sociedad.
6. Conclusiones
Luego de adentrarnos en diferentes perspectivas de estudio o corrientes de pensamiento, pudimos evidenciar, como lugar común en todas ellas, que el ejercicio del poder público, del poder político, conlleva una inevitable propensión a excederse, a utilizarse de manera equivocada, a ser arbitrario o autoritario, de ahí la necesidad de diseñar formas o instrumentos que tiendan a su contención y control.
Es así como, más importante que determinar el origen o fundamento de ese poder público-político, lo verdaderamente fundamental es establecer la función o papel que cumple en la sociedad: ya sea que se tome como instrumento de clase, como medio de coerción o dominación, como recurso comunicativo por el cual permanentemente se irrita al sistema social, como tecnología de control y aconductamiento o “normalización” o como posibilidad discursiva o deliberativa para la construcción de los acuerdos políticos fundamentales y su protección, revisión y/o ajuste continuos; lo que resulta esencial es tener la capacidad de establecer que, dentro de esa funcionalidad, el poder debe servir a los intereses generales, a la sociedad en su conjunto, al ideario social de esa colectividad, a su ethos político, como forma de cumplir con los fines del Estado y con los principios que fundamentan su existencia y actividad.
Para lograr lo anterior, el propio sistema cuenta con los mecanismos e instrumentos necesarios para ejercer un auditaje, un escrutinio, una revisión de la manera en que se utiliza el poder y las posibilidades públicas y, como lo plantean desde diferentes orillas las corrientes analizadas, es la propia colectividad la encargada de ejercer en primera medida dicha labor de contención y control, de allí la necesidad de que el cuerpo social y las personas consideradas individualmente, estén en la capacidad de llevar a cabo los juicios analíticos y valorativos que permitan discernir si, en un caso concreto, dentro de un contexto determinado, el poder que ejerce el Estado o sus autoridades se encuentra desbordando esos límites o posibilidades.
Teniendo en cuenta lo anterior, resulta incuestionable la necesidad de que ese colectivo social y las personas que lo integran cuenten con la formación necesaria, pero de manera aún más importante, con el interés suficiente a fin de que interioricen esa labor trascendental y asuman un papel activo y ampliamente participativo en la configuración y materialización de los controles, el debate, el disenso y la defensa de esos ideales, fines, garantías e intereses de la sociedad entera, para que pueda tener operatividad y un propósito útil, en beneficio de todos.
Así pues, comprender el fenómeno del poder público- político, su fundamento, su razón de ser y la forma en que determina y acopla las relaciones en la sociedad y sus estructuras, permite ejercer un mejor escrutinio sobre su ejercicio, construir juicios valorativos al respecto y, como consecuencia, advertir las desviaciones que se presenten para tomar los correctivos necesarios de manera oportuna. Tener la suficiente claridad sobre la forma en que esta bestia magnífica (Foucault, 2012) nace, crece y se multiplica, con sus deseos incontenibles de someter a todos a su paso (Foucault, 2014, p. 25), es adquirir las herramientas necesarias para lograr domesticarla, a efectos de obtener de ella un provecho para toda la sociedad.
Más allá de ser una labor de todos, constituye un compromiso que como ciudadanía activa y participativa debemos acometer con toda la dedicación necesaria, pues el control del poder público no es cosa diferente a la defensa efectiva de la democracia, de los derechos de todos, del bienestar general y del rumbo al que queremos que se dirija el Estado y la sociedad.
Resumen
Main Text
Introducción
1. Perspectiva del materialismo dialéctico- histórico
2. Perspectiva sociológica con Boaventura de Sousa Santos
3. Perspectiva sistémica-funcional luhmanniana
4. Perspectiva foucaultiana
5. Perspectiva neo-contractualista rawlsiana
6. Conclusiones