De la oposición a la gran minería a la construcción de los Territorios Campesinos Agroalimentarios en el norte de Nariño y el sur del Cauca

 Nicolás Jiménez Iguarán

 Filósofo. Candidato a Magister en Desarrollo Sostenible y Medio Ambiente

 Grupo de Estudios Ambientales Aplicados -GEAA. Escuela de Ciencias Agrícolas, Pecuarias y del Medio Ambiente –ECAPMA. Universidad Nacional Abierta y a Distancia UNAD. Bogotá. Colombia

 nicolas.jimenez@unad.edu.co

Introducción

Para superar las contradicciones económicas, políticas y ecológicas que caracterizan nuestra civilización, es necesario tomar decisiones colectivas encaminadas a reinstalar otras relaciones socio-ecológicas. Sin la convicción de que es posible organizar la sociedad a partir de otros principios, no será posible construir condiciones de vida digna en el planeta. Como señalan Salas-Zapata y Ríos-Osorio (2013, p. 101), “la transición hacia la sostenibilidad es el conjunto de cambios y decisiones que toma un grupo humano para resolver problemas de insostenibilidad”. Los problemas solo podrán ser superados si hay suficientes voluntades que confluyan en un proyecto común de sociedad. Este escrito analiza, justamente, los cambios y decisiones que realizan las comunidades campesinas del norte de Nariño y el sur del Cauca para ordenar colectivamente su territorio a través de un proyecto común conocido con el nombre de Territorios Campesinos AgroalimentariosTCA.

La propuesta de TCA fue creada por el Coordinador Nacional Agrario – CNA, un proceso campesino que tiene presencia en varias regiones del país. El CNA fue fundado en el año 1997 en el marco del I Foro Nacional Agrario y está conformado por varias organizaciones rurales. Desde entonces, esta articulación de procesos agrarios ha venido promoviendo y desarrollando planes de vida comunitarios para la defensa de la naturaleza, el territorio y la identidad campesina. Sus acciones están dirigidas a recuperar y rediseñar lo común en el marco de una geopolítica global que produce “nuevas asimetrías económicas, políticas y ambientales entre el Norte y el Sur” (Svampa, 2011, p. 186).  Como parte de su estrategia el CNA propuso, en el año 2013, la figura de los TCA como un mecanismo para la defensa del territorio, la recuperación de la economía campesina y la protección de sus derechos. Las comunidades del norte de Nariño y el sur del Cauca han avanzado enérgicamente en esta propuesta, y su trabajo ya permite identificar ejercicios alternativos de gobernanza y gestión ambiental comunitaria para ordenar el territorio bajo principios solidarios, comunitarios y sustentables. 

El contexto: cambio global, deterioro ambiental y desigualdad social

Los TCA se han propuesto desafíos muy importantes: romper con las lógicas y patrones de destrucción ambiental y de injusticia social; confrontar un modelo basado en la expoliación de los bienes comunes; construir sociedades justas y sustentables. Para esto hay que analizar a profundidad el contexto en cual surge esta propuesta. 

Existen razones de peso para denominar nuestra época como el antropoceno, o la Edad de los Humanos: cada día es mayor nuestra capacidad de alterar de manera significativa el entorno biológico, físico y geológico, condición de posibilidad para nuestra existencia y la de otras especies (Crutzen & Stoermer, 2000). Los impactos ambientales que empezó a experimentar el planeta a partir de la Revolución Industrial, hoy se intensifican a escala global como resultado de las actividades antrópicas. Los científicos del International Geosphere-Biosphere Program, afirman que vivimos en un planeta dominado por los humanos. Pero, ¿hasta qué punto es legítimo responsabilizar a la especie humana de esta situación? ¿Son todos y cada uno de los seres humanos responsables del cambio climático? ¿Acaso los seres humanos tenemos una cualidad intrínseca para degradar el entorno natural? ¿O esto no será, más bien, la consecuencia de formas concretas e históricas de organización social, económica y política? ¿Qué tipo de «actividades antrópicas» son las que están transgrediendo las fronteras planetarias? ¿Todas? Si asumimos, sin hacer una caracterización más específica, que las actividades antrópicas son las responsables del cambio global, difícilmente podremos llegar a comprender la complejidad del contexto en el que nos encontramos inmersos hoy en día.   

El despliegue de fuerzas de apropiación, colonización y destrucción del mundo natural no es una cualidad intrínseca al ser humano, como a veces parecen insinuar algunos discursos, aunque sí se trate, en todo caso, de una tendencia exclusiva de la sociedad humana. Como acertadamente afirma Moore (2016, traducción propia), estamos obligados a preguntar, “no por la separación de la humanidad respecto a la naturaleza, sino por cómo los humanos – y sus organizaciones, es decir, los imperios, los mercados mundiales, etc. – se ajustan a la trama de vida y viceversa”. No es en razón a ser anthropos, homo sapiens o humanos -como si además hubiera una esencia de lo propiamente humano-, que estamos deteriorando el sistema natural. 

"El Antropoceno activó la alarma […] Pero no puede explicar cómo estos alarmantes cambios están siendo producidos. Preguntas sobre capitalismo, poder y clase; o sobre el antropocentrismo, los marcos dualistas sobre “naturaleza” y “sociedad” y el rol de los estados e imperios, son frecuentemente puestos en entredicho por la perspectiva dominante del Antropoceno" (Moore, 2016, traducción propia). 

Una mirada más aguda a los problemas que hoy tenemos que enfrentar nos puede ayudar a explicar los cambios que se están produciendo. Oxfam International, en su informe más recientes sobre la pobreza en el mundo, señala que “tan sólo 8 personas (8 hombres en realidad) poseen ya la misma riqueza que 3.600 millones de personas, la mitad más pobre de la humanidad” (Oxfam, 2017, p. 1). En un informe publicado por esta misma organización a principios del año 2016 conocido como, “Una economía al servicio del 1%”, se argumentaba que, a finales del siglo XX, el 20% de la población concentraba el 83% de la riqueza, mientras que el 20% más pobre del mundo solo tenía acceso al 1,4% de la riqueza (Oxfam, 2016). ¿Por qué, si la humanidad, el anthropos, está perturbando los ecosistemas para incrementar el desarrollo, sólo unos pocos pueden vivir bien, mientras que una abrumadora mayoría apenas logra sobrevivir? 

Si bien la población ha aumentado significativamente y, en consecuencia, se ha intensificado la demanda de materia y energía, este factor no tiene un gran impacto a nivel mundial: mientras la población creció 4 veces durante el siglo XX, el consumo promedio de energía aumentó 12 veces, el de metales 19 veces y el de materiales de construcción creció 34 veces. Entre 1900 y 2010 el stock global de materias primas aumentó 23 veces (Krausmann et al., 2009; Krausmann, et al. 2017). Esto demuestra que la presión sobre la biosfera no es necesariamente proporcional al incremento de la población. 

Hablar de actividades antrópicas resulta, demasiado abstracto para explicar el cambio de ciclo histórico que estamos viviendo y por eso es necesario identificar el tipo concreto de actividades antrópicas que alteran nuestro planeta. La propia teoría del Antropoceno ha dado respuestas a esta cuestión, aunque no ha asumido del todo sus consecuencias: como afirman varios científicos, la Revolución Industrial, pero sobre todo el periodo que se inició después de la Segunda Guerra Mundial conocido como la Gran Aceleración, intensificaron el flujo de materia y energía por encima de los umbrales biofísicos planetarios (Schwägerl, 2014; Steffen et al., 2007; Crutzen & Stoermer, 2000).  

Ambos periodos históricos hacen referencia a grandes procesos de transformaciones culturales y socio-económicas que dan lugar a un nuevo proceso civilizatorio basado en la objetivación del mundo y en la extracción ilimitada de los bienes comunes. Para que esto sea posible, emergen mecanismos y tecnologías que permiten la apropiación de tierra, minerales, agua y biodiversidad a gran escala y bajo el control de una fracción muy pequeña de la población: millones de seres humanos y animales han sido despojados de sus condiciones de vida para garantizar el control de las fuentes de materia y energía que hacen posible el funcionamiento de un modelo socio-económico al servicio del 1% de la población mundial. Estos mecanismos y tecnologías producen un metabolismo social excluyente que genera tensiones económico-ecológicas a diferentes escalas (Oxfam, 2016; Toledo, 2013). 

Vivimos bajo la lógica de un sistema de producción que fomenta un desarrollo socialmente injusto y desigual, así como ecológicamente insustentable, basado en la división internacional del trabajo, la geopolítica del despojo (Novoa & Vega-Cantor, 2016) y la colonización de la naturaleza (Fischer-Kowalski & Haberl, 2000). Un modelo de desarrollo que modernizó el colonialismo que hace más de 500 años instaló la miseria y el despojo en el continente americano y que, mediante el discurso de la revolución verde impone, hoy en día, una estrategia de gobernanza para seguir subordinando al mercado global, todos los mecanismos políticos de decisión. En este orden de ideas, no se trata de actividades antrópicas en abstracto, sino de actividades sociales, económicas y culturales que, en un momento determinado de la historia, chocan violentamente con los límites bio-físicos del planeta.

Extractivismo, gobernanza y gestión ambiental en Colombia

El modelo extractivista modifica cualitativa y cuantitativamente el metabolismo socio-económico mientras se expande y se instala violentamente para garantizar el suministro de materias primas a los mercados controlados por las empresas transnacionales –ETN-. Durante las últimas décadas se ha impuesto un modelo primario exportador que le abre las puertas a las ETN para la extracción a gran escala de minerales e hidrocarburos en los territorios. Pero aquí no comienza la historia. Eduardo Gudynas identifica cuatro generaciones de extractivismo (OLCA, 2014, p. 13): 

El extractivismo configura a escala global y local los ciclos de producción-circulación-consumo causando graves impactos socio-ambientales en múltiples dimensiones. Se afectan diversos ciclos ecosistémicos al tiempo que se somete a poblaciones humanas y no-humanas a procesos de desarraigo territorial violento y explotación para enriquecer a las empresas privadas, a las elites regionales y a la burocracia estatal. En América Latina, donde están ubicadas las mayores reservas de minerales e hidrocarburos del mundo, se ha venido configurando una realidad compleja. El peso de la infraestructura, las máquinas y las sustancias químicas, devastan los ecosistemas, en muchos casos de manera irreversible, produciendo una nueva geografía. Parafraseando a David Harvey, los procesos extractivos se enraízan, o se embeben, en la trama de la vida socio-ecológica, configurando y renovando, así, las modalidades materiales e inmateriales del sistema capitalista (Harvey, 2005).  

Ahora bien, todo proceso económico requiere de una estructura intangible, es decir, de un conjunto de instituciones, conocimientos, técnicas, normas, leyes, creencias, costumbres, etc., que hagan posible su desarrollo. El metabolismo socio-económico se despliega en el marco de un conjunto de relaciones sociales y cosmovisiones de diferente índole, las cuales reflejan, también, los acuerdos que predominan en la sociedad para ordenarla de una determinada manera, de modo que sea posible legitimar ciertas prácticas y excluir otras. Teniendo en cuenta estos elementos, ¿cuál sería, entonces, la estructura intangible que predomina en nuestro país y que permite el enraizamiento del extractivismo en los territorios? 

En las Bases del Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018, uno de los objetivos estratégicos es el crecimiento verde, es decir, crecimiento económico con desarrollo sustentable (DNP, 2014, p. 522). Esto, en términos teóricos y prácticos, es una contradicción. Una economía que pretende crecer ilimitadamente termina transgrediendo y vulnerando, necesariamente, las fronteras ecológicas planetarias, fundamento de su propio crecimiento. Así lo han demostrado los economistas ecológicos como Herman Daly y Georgescu Roegen al desmontar el paradigma de la economía neo-clásica que afirma una especie de disposición ilimitada de los recursos naturales. Sin embargo, en la práctica, el sector productivo ha incorporado el objetivo de la sustentabilidad sin limitar el crecimiento. 

El modelo neoliberal ha cooptado el discurso de desarrollo sustentable como una estrategia de acumulación de capital (Smith, 2006). Como afirman Guhl & Leyva (2015), Garay (2013) y Jiménez (2008), el modelo neoliberal en Colombia se arraiga en la realidad socio-ecológica del país por medio de la Constitución Política de 1991, también conocida como la Constitución verde. Como señala Jiménez (2008, p. 15), “el proyecto neoliberal está presente de una manera transversal en el contenido de la Carta”. En este contexto, la gestión ambiental en el país no sólo se encuentra con múltiples obstáculos al tropezar con una política económica en función de la inversión extranjera directa, sino que se contradice en sus principios fundamentales.

Las contradicciones entre la gestión ambiental y la política económica neoliberal se iniciaron hace cuarenta años, cuando aumentó la posibilidad de extraer petróleo, y se aumentaron al final de estos veinte años cuando el plan nacional de desarrollo adoptó a la minería y la extracción de petróleo como una de las cuatro locomotoras necesarias para alcanzar la prosperidad de Colombia. En la historia de la gestión ambiental de estos últimos veinte años, esa actividad que implica la disminución del capital natural, o sea el deterioro del patrimonio ecológico, se ha efectuado sin límite y sin el reemplazo de ese capital, lo que ha llevado en algunos casos a la reacción de las autoridades ambientales locales y en otros a la protesta de los ciudadanos (Guhl & Leyva, 2015, pp. 18-19).   

No resulta extraño que las promesas de bienestar que prometió la Carta de 1991 (art. 366) se hayan quedado en el papel. No se podría esperar más, máxime cuando la gestión ambiental y la democracia -la primera necesita de la segunda-, se tornaron funcionales al capital y a la propiedad privada. Como señalan Guhl & Leyva (2015, p. 32), “el medio ambiente sano deja de entenderse como un límite racional a los impactos de las actividades del desarrollo y se convierte en un espacio para la gestión del sector privado y la realización de negocios”. Por eso hoy se habla de responsabilidad social empresarial o de buena gobernanza, para hacer referencia a la gestión ambiental realizada por medio de tecnologías limpias, buenas prácticas, procedimientos de certificación y sistemas de gestión más amigables. 

Ahora bien, a la subsunción del discurso por el desarrollo sustentable en el modelo neoliberal, se suma la asociación criminal entre empresas privadas, Gobierno y grupos paramilitares para el enriquecimiento fácil. El caso de Drummond y Prodeco -Glencore- en el Cesar, y su relación con el Frente Juan Andrés Álvarez de las AUC es un ejemplo, entre muchos otros, de cómo se utiliza la violencia para acaparar tierra e instalar proyectos extractivos en los territorios. La apertura de mercados y el acaparamiento de tierras no se garantizan, únicamente, a través de la buena gobernanza, sino también por medio del despojo violento.

Ante la carencia de una estructura institucional que tenga la voluntad de proteger los derechos humanos y el medio ambiente, así como de ponerle límites al desarrollo económico, amplios sectores de la población han tenido que equilibrar la balanza de poder por medio de la movilización social y la construcción de escenarios de participación, generalmente criminalizados, que les permita resistir y construir propuestas alternativas de gobernanza y gestión ambiental por la defensa de los bienes comunes, el territorio y la vida. En otras palabras, de gobernar y ordenar los territorios en donde habitan en función de una gestión ambiental que permita superar el metabolismo socio-económico impuesto por el modelo neoliberal y así reestablecer relaciones socio-ecológicas realmente sustentables. 

Es en este contexto en el que surge la propuesta de los Territorios Campesinos Agroalimentarios. Propuesta que es acogida, dinamizada y reelaborada por las comunidades campesinas del norte de Nariño y el sur del Cauca para organizar el territorio en función de la vida, el agua y la dignidad humana.

De la resistencia a la gran minería a la construcción de los Territorios Campesinos Agroalimentarios

El extractivismo se filtra en la realidad socio-ecológica modificándola, produciendo nuevas circunstancias, nuevas ecologías y nuevas modalidades de desarrollo. Y al tiempo que se intensifican los conflictos socio-ambientales, aumentan y se renuevan los procesos alternativos de -o al- desarrollo. En Colombia los territorios están siendo configurados por la inversión extranjera directa que, de acuerdo con el Gobierno Nacional, es la base para el desarrollo del país (DNP, 2014, p. 105).  En las Bases del Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018. Todos por un nuevo país, se determinan cinco tareas específicas para promover el desarrollo regional sostenible, a saber: 1) lograr una especialización de las regiones para el desarrollo productivo; 2) atraer Inversión Extranjera Directa (IED) en las regiones de menor desarrollo del país; 3) promover y difundir mejores prácticas para el ambiente de negocios; 4) fortalecer el desarrollo económico local; y 5) potenciar el turismo como instrumento para el desarrollo regional sostenible y en paz. 

Se trata de una estrategia para territorializar las políticas económicas neoliberales y propiciar, así, la inversión extranjera por medio de la regionalización, los planes de consolidación y la mercantilización de los ecosistemas (Mantilla, 2012, pp. 15-18). En el norte de Nariño y el sur del Cauca, región en la cual se desarrolla la presente investigación, esta dinámica ha generado diversos conflictos asociados a la gran minería, la gestión del agua y los proyectos agroindustriales. En el norte de Nariño se registran 32 permisos para exploración minera y en el sur del Cauca más de 100 (Duarte, 2017). Esta estrategia de territorialización del capital implica la des-territorialización del campesinado. La negativa a reconocer al campesinado como un sujeto de derechos colectivos, como quedó estipulado por la Constitución Política de 1991 al considerar al campesino como un trabajador agrario, ha impedido que éstos puedan ser previamente consultados sobre las decisiones que se toman en los territorios que han habitado históricamente. Sin embargo, esto no ha impedido que la comunidad campesina de la región se esté organizando para tomar decisiones alternativas al Plan Nacional de Desarrollo y sus locomotoras.  

Un ejemplo de esto es la construcción territorial a través de la figura, bastante reciente en su formulación, pero no en su desarrollo, de los Territorios Campesinos Agroalimentarios. A partir del conflicto que se presentó en el año 2011 entre la población de Arboleda y San Lorenzo, y la minera Mazamorras Gold, filial de la empresa canadiense Gran Colombian Gold, se ha ido consolidando un ejercicio bastante interesante de construcción alternativa. Como fue denunciado el 5 de diciembre de 2011 por diversas organizaciones campesinas de la región y el país, “la empresa Gran Colombia Gold, con el apoyo del gobierno nacional, llegó a San Lorenzo y Arboleda a fabricar un conflicto que no había” (Redher, 5 de diciembre de 2011. La cursiva es mía). Los saldos de dicho conflicto fueron múltiples amenazas a líderes ambientalistas, la quema de tres ramadas, la criminalización social, la presencia paramilitar, la contaminación del agua y el fraccionamiento del tejido familiar y social (PASC, 13 de octubre de 2011). Sin embargo, las tensiones generadas por este conflicto se convirtieron en fuerzas productivas objetivas y subjetivas para movilizar un proyecto regional de transformación territorial. 

Las comunidades campesinas de la región del norte de Nariño y el sur del Cauca han tenido que resistir la penetración violenta del capital extranjero en su territorio, principalmente a través de los proyectos mineros. El conflicto asociado a la minería, que es un conflicto entre dos modelos de desarrollo y, en consecuencia, entre dos modelos de gobernar y gestionar el territorio, ha generado un ambiente de violencia, zozobra e incertidumbre, pero también de fortalecimiento, unidad y creatividad. Como diría Álvaro García Linera, se produjo una tensión creativa que ha dado origen a un quehacer político, en el que las capacidades individuales y colectivas se orientan hacia la construcción de otros valores y prácticas al interior de la compleja y cambiante realidad socio-ecológica (García, 2011). Desde la resistencia organizada de la comunidad contra la gran minería se ha venido organizando, hasta el día de hoy, un proceso complejo por la defensa del territorio y la construcción de un desarrollo justo y sustentable. 

Como afirma Naomi Klein en su libro, Esto lo cambia todo: el capitalismo contra el clima, “si los movimientos de oposición quieren ser algo más que estrellas fugaces que se consumen cual fogonazos en el cielo nocturno, tendrán que propugnar un proyecto bastante integral de lo que debería implantarse en lugar de nuestro deteriorado sistema, así como estrategias políticas serias para alcanzar esos objetivos” (Klein, 2015, p. 23). Este es el tipo de proyecto que están construyendo las comunidades del norte de Nariño y el sur del Cauca, siendo parte de su estrategia política la puesta en marcha de un ejercicio de gobernanza y gestión ambiental que contribuya a la defensa de una economía orgánica con los sistemas ecológicos y que, al mismo tiempo, sea socialmente justa. 

Desde la época de la colonia, la minería ha hecho parte de la vida de las comunidades que tradicionalmente han habitado el país. Esmeraldas, sal y oro fueron los materiales sobre los cuales se empezó a configurar la industria extractiva en el país. Hoy en día, y a más de doscientos años de la Independencia, se ha consolidado un colonialismo de nuevo tipo, pero que en esencia le da continuidad al saqueo de los bienes comunes, el despojo territorial y la explotación humana y no-humana, todo en función de elites privadas que, con el apoyo del Estado, acaparan la riqueza social y natural y colectivizan la miseria. 

La forma de organizar el territorio en el país, en el marco de un sistema económico desigual y en claro choque con la Naturaleza, requiere soluciones radicales y profundas en diferentes dimensiones: epistémicas, sociales, humanas, culturales, tecnológicas y económicas. Algunos procesos que se han venido materializando en Colombia para superar estas contradicciones, se encuentran incluidas en propuestas alternativas de ordenamiento territorial y gobernanza ambiental, como las Zonas de Reserva Campesina desde 1994 (Ley 160), los Territorios Interétnicos e Interculturales, las Zonas de Biodiversidad, y los que son objeto de esta investigación, la propuesta de Territorios Campesinos Agroalimentarios.  

Conclusiones

Teniendo en cuenta lo anterior, la investigación adopta la metodología de la Investigación-Acción Participativa –IAP- como un ejercicio comprometido e involucrado en el propio contexto que se propone investigar, sin pretender adoptar una distancia neutral u objetiva, sino todo lo contrario, asumir una posición política contextualizada. La IAP, en tanto metodología experiencial, “hace referencia a la adquisición de un conocimiento serio y confiable a partir del cual construir poder, o contrarrestarlo, a favor de los grupos y clases sociales pobres, oprimidos y explotados […], y sus auténticos movimientos y organizaciones” (Fals Borda & Rahman, 1991, p. 3). A este tipo de conocimiento es al que pretende contribuir este escrito. Vale la pena destacar el trabajo de Mendoza et al. (2015), sobre las acciones colectivas que llevan a cabo las comunidades campesinas de Chuscales y Claraval en el municipio de Junín, en la provincia del Guavio, Cundinamarca. 

La perspectiva que asume el presente escrito parte de la idea de que la construcción de conocimiento siempre está situada en un marco complejo de relaciones sociales, políticas, económicas y culturales. Hoy vemos como la desgarradora realidad rural en nuestro país está atravesada por el paradigma epistémico de la revolución verde que, como afirma Álvarez Vélez (2011), “representa   una   amenaza   para lo   poco   que   queda   de   la economía campesina en países como Colombia”. No es una casualidad que se empiecen a fortalecer las escuelas campesinas agroecológicas o agroambientales por la recuperación y reconstrucciones de los saberes campesinos, donde el énfasis en el desarrollo humanos sustentable es el eje transversal (Álvarez et al., 2013; Álvarez, 2010).

Dado que se tiene el propósito de contribuir a una teoría de los Territorios Campesinos Agroalimentarios, es importante precisar este concepto. Se entiende por teoría “una estructura argumentativa en desarrollo, sensible al encuentro con formas complejas en las cuales, los procesos sociales, están materialmente incrustados [embedded] en la trama de la vida [web of life]” (Harvey, 2005, p. 61. La cursiva es mía). Esta concepción dialéctica de la teoría permite orientar el trabajo de investigación a través de procesos complejos, contingentes y profundamente conflictivos sin homogenizar su carácter dinámico y, al mismo tiempo, sin desconocer su condición totalizante, es decir, sus rasgos sociales, históricos y económicos estructurales. En otras palabras, una realidad que estructura y que al mismo tiempo es estructurada por medio de la práctica social y la disputa por la hegemonía.

La metodología está orientada por un ejercicio de sistematización de los conocimientos y saberes prácticos de los hombres y mujeres campesinas que están en el proceso de construcción de los Territorios Campesinos Agroalimentarios en el Norte de Nariño y el sur del Cauca, región constituida, principalmente, por más de 17 municipios que han venido articulándose en un ejercicio autónomo de gobernanza y gestión ambiental comunitaria como proyecto común para la realización de la vida comunitaria.

 

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