Al calor de los años sesenta y las luchas estudiantiles. Las ciencias sociales frente al conflicto universitario y los sucesos latinoamericanos

 

In the Heat of the Sixties and the Student Struggles. The Social Sciences Facing the University Conflict and the Latin American Events

 

Juan Sebastián Califa[1]

 

 

Resumen

En este trabajo se someterán a examen los análisis globales sobre el movimiento estudiantil durante los convulsionados años sesenta. Se prestará atención a los textos escritos al calor de tales acontecimientos, y en particular a aquellos que se enfocaron en los sucesos latinoamericanos. Este artículo se propone revisitar las escasas, pero significativas interpretaciones supranacionales sobre el movimiento estudiantil latinoamericano pergeñadas durante su auge político, las cuales constituyen un insumo básico para nuevas síntesis.

 

Palabras clave: conflictividad estudiantil, sesentas, Latinoamérica.

 

 

Abstract


In this work, the global analyzes of the student movement during the convulsed sixties will be examined. Attention will be given to texts written in the heat of such events, and in particular those that focused on Latin American events.
This article intends to revisit the few, but significant, supranational interpretations of the Latin American student movement sketched during its political heyday, which constitute a basic input for new syntheses.

 

Keywords: student conflict, sixties, Latin America.

 

 

 

 

Los estudiantes: un actor global bajo observación

Al calor de los años sesenta y las luchas estudiantiles, desde los sucesos estadounidenses en el campus de Berkeley de 1964 hasta el ‘68 global y más allá, las ciencias sociales ubicaron en su radar a los movimientos estudiantiles. En ese sentido, el mayo francés suele sobresalir como su símbolo. No obstante, si bien es innegable la importancia de este suceso derivado de su localización en un país capitalista central, no es menos cierto que tanto en Europa como fuera de este continente existieron otros movimientos cuya lucha no fue menor.[2] Senegal y Japón, por ejemplo, son dos casos que se suelen contemplar poco en occidente, pero que cualquier pesquisa rigurosa acerca del asunto no puede dejar de referir.[3] Y, por supuesto, en Latinoamérica el estudiantado en su conjunto adquirió una potencia ineludible que lo colocó en el centro de la geografía de estos conflictos.

Los movimientos estudiantiles de Río de Janeiro, Montevideo y Ciudad de México fueron los puntales de una radicalización política en el subcontinente que se desenvolvió en paralelo a los sucesos de París, Nueva York y Praga. Por su parte, Cuba y Venezuela habían sido una década atrás epicentros de un fuerte movimiento de lucha antidictatorial y, posteriormente a 1968, en Argentina, con los sucesos de Córdoba y demás urbes, y en Perú, con los hechos de Ayacucho, para citar los casos más descollantes, la pólvora siguió ardiendo.

En este texto me propongo revisitar la literatura que ha construido una mirada de conjunto sobre la conflictividad estudiantil de las décadas de 1960 y 1970 en Latinoamérica. Es decir, el interés de este texto no radica en analizar caso por caso, algo que más bien afloró en las últimas décadas con trabajos empíricos bien documentados, sino en echar luz sobre las interpretaciones más generales del fenómeno que se ensayaron desde las ciencias sociales a la par de tales sucesos. Dado que el foco está puesto en lo acaecido en América Latina, este texto se concentrará en rastrear y reflexionar en torno a los trabajos que se escribieron pensando en tales años en las revueltas estudiantiles de esta región. Para ello, se ha procedido a presentar de modo exhaustivo esta literatura, recurriendo a textos publicados en países diversos del subcontinente, e incluso fuera de la región, por autores de distinta nacionalidad.

A pesar de este objetivo medular, en la primera parte de este texto se realiza una revisión de algunas lecturas clásicas sobre el asunto, surgidas en las potencias centrales, y que albergaron gran recepción en América Latina, como lo atestigua la rápida acogida de estas obras por editoriales latinoamericanas que las incluyeron en sus catálogos. En especial, los autores que se verán de América Latina, los cuales se lanzaron en tales años a reflexionar sobre la conflictividad estudiantil, recurrieron a dichos trabajos en tanto insumos fundamentales para encuadrar su propia producción.

 

La mirada desde las potencias centrales

La copiosa literatura acerca de la conflictividad estudiantil producida en el mundo se puede clasificar desde distintos ángulos. En un texto reciente Mariano Millán (2018) catalogó estos trabajos entre los que remarcaron las cuestiones generacionales, los que pusieron el acento en las determinaciones económicas, los que resaltaron el ascenso demográfico universitario de la posguerra, los que enfatizaron una explicación anclada en la cultura juvenil, los que subrayaron las tradiciones políticas y, finalmente, los que ensayaron una explicación multidimensional.

Sin embargo, por encima de este nivel de detalle, es plausible de modo más grueso desagregar los trabajos que se escribieron al calor de los acontecimientos de aquellos que se editaron con posterioridad a los mismos. Los primeros constituyeron, en buena medida, ensayos de reflexión intelectual que trataron de desentrañar las motivaciones básicas de las movilizaciones estudiantiles, mientras que los más recientes son investigaciones de archivos escritas luego que pasó el tembladeral.

Dado el interés fijado en este trabajo por la literatura aparecida al calor de los sucesos de lucha estudiantil en los años sesenta y setenta del siglo XX, este segmento de la producción se puede dividir de acuerdo a dos grandes orientaciones de sus autores: quienes se colocaron a favor o en contra de los protagonistas y sus acciones de lucha. En ese sentido, se habla de los “prosistema” y los “antisistema”. Los primeros por lo general son académicos de mayor edad que ostentaban cargos relevantes en el sistema universitario y estaban íntimamente ligados a los resortes del poder en sus países. Los segundos, en cambio, eran jóvenes contestatarios imbuidos en el movimiento de lucha, o bien profesores activistas de mediana edad con posiciones más frágiles en el mundo académico.

Entre los defensores del sistema, como se indicó, una lectura muy en boga apuntaba a la cuestión generacional. Dentro de este marco interpretativo, Lewis Feuer y su obra en dos tomos publicada en 1969 sobresalió.[4] El principal prisma para mirar al movimiento estudiantil, según este profesor estadounidense, era el idealismo, la alienación y la lucha generacional, vista como una ley general de la dinámica histórica desde la Francia de 1830. De acuerdo a Feuer, los estudiantes en acción eran portadores de atributos siempre negativos que convenientemente había que acallar. Siguiendo esa línea de análisis, la antropóloga Margaret Mead propuso poco después una lectura teóricamente más sólida en su ensayo dedicado al cambio generacional contemporáneo, y políticamente más dialoguista con esa franja etaria. La cultura prefigurativa —en resumidas cuentas: padres sin descendientes, hijos sin antepasados como abismo generacional inédito encontraba su explicación en la base material de una sociedad en constante transformación técnica. Esta lectura resultó al mismo tiempo menos específica que la de Feuer y, por ende, más abstracta de cara a los casos concretos de lucha estudiantil.

El sociólogo Seymour Martin Lipset, quien vivió como profesor junto a su colega Feuer los acontecimientos de Bekerley, precursores del movimiento estudiantil estadounidense y cuyo trabajo luego se trasladó a Harvard donde recibió amplio financiamiento, tomó algunos de estos conceptos generacionales, pero en una clave más atada a la teoría sociológica funcionalista de la modernización que a elucubraciones psicologistas. Las funciones de dirección de la institución universitaria en las sociedades contemporáneas fueron resaltadas en su producción, y el clima de Guerra Fría quedó muy en evidencia en su obra financiada por las instituciones de seguridad de su país. Así, las protestas no se evaluaron igual si trascurrieron en el mundo capitalista o comunista. Lo esencial, para este análisis, era bregar por la modernización que impulsaba occidente. Cuando avinieron las luchas estudiantiles, verdaderos altercados en la apacible vida universitaria, su origen se debió a la incapacidad de la comunidad académica para contener las ansias de transformación juvenil en un sentido positivo, lo que fue primordial en América Latina. Así lo advirtió Lipset tempranamente en un libro publicado durante 1964: Estudiantes universitarios y política en el tercer mundo (traducido al año siguiente en Montevideo).

Del lado de los antisistema los nombres se acumularon. En este mundo la prosa juvenil pergeñada por distintas organizaciones de izquierda, prácticamente una imposición de los nuevos tiempos, sobresalió. Existen al respecto dos grandes enfoques: el surgido de la pluma comunista y los originados en la naciente “nueva izquierda”. La primera tendencia fue más reticente al fenómeno de movilización estudiantil, y por ello lo apoyó pero con reservas. Desde su mirada, la óptica de la pequeña burguesía y su rebelión resultó fundamental para entender el movimiento y en ocasiones también para tomar distancia de lo que se juzgaron disparates ideológicos y modos de vida alocados.[5] El segundo lote marxista se construyó más en el seno del movimiento de lucha, ensalzándolo y particularmente identificándose con sus desafíos a la autoridad. Las tendencias y observaciones de la llamada nueva izquierda sobre los estudiantes y sus luchas fueron así tan variadas como el propio movimiento, y por lo tanto multicausales en su comprensión del fenómeno. Si bien estos análisis recuperaron la cuestión generacional, no ciñeron al movimiento a esta dimensión. El trabajo que Gareth Steman Jones publicó con apenas 24 años fue todo un símbolo de tal postura. Aparecido en una compilación británica sobre el poder estudiantil lanzada por la New Left Review en 1969, revista renovadora de la que había sido uno de sus forjadores, constituyó un documento de época ineludible. La división de tiempos para observar el movimiento estudiantil pasado, presente y futuro con eje en la actualidad y su entrecruzamiento con la teoría de la lucha de clases (caracterizados antes los estudiantes como una categoría social, con diferentes génesis e interesados en aliarse con la clase obrera) conformó un señalamiento nuclear para dar cuenta de su derrotero.

Otro debate medular dentro de este campo de estudios con ínfulas de renovación y mayor densidad teórica ubica al sociólogo Alain Touraine, cultor de la explicación política, en un lugar destacado. Su obra al respecto empezó a publicarse en Francia desde 1968 y se trató del análisis contemporáneo que más prestigio suscitó entre la larga lista de ensayistas que se volcaron a reflexionar al calor del mayo francés.[6] Este autor, por entonces joven profesor en Nanterre, también se colocó entre los antisistema, pero no necesariamente entre los anticapitalistas, como el anterior. Su perspectiva más bien era anti sociedad programada, es decir, una tecnología social que planificaba la vida de las personas en pos de favorecer los intereses dominantes a tal modo que clausuraba cualquier resquicio de libertad creativa, ya sea de un lado o del otro del muro de Berlín. Los críticos (entre ellos el propio Jones), le endilgaron a Touraine haber subestimado la lucha de clases, asignándole un papel de vanguardia a los estudiantes, desdeñoso de las luchas obreras.[7]

Es todo un dato de la propia confrontación que esta crítica haya hecho mella entre los grupos juveniles identificados con la nueva izquierda e involucrados en los conflictos universitarios en boga. Lo principal desde su óptica, se insiste, era aliarse con la clase obrera en un frente único, reconociendo la centralidad y dirección política de los trabajadores manuales. Sin embargo, lo interesante de Touraine, aunque su lupa estuvo puesta en Francia, fue la tipología que expuso. Para su elaboración, debió adentrarse en otros enfrentamientos estudiantiles, subrayando la movilización de los universitarios mexicanos en América Latina. Variables como la rigidez institucional y la concentración de poder social sirvieron así posteriormente para analizar cada movimiento concreto y la crisis universitaria en la que este transcurrió.[8] Al mismo tiempo, cuestiones como la cultura juvenil que en ocasiones se refirió como abono de un movimiento de lucha, en el diagnóstico de Touraine se avizoraron más bien como disuasivas de este (contrariando así, sin citarlo, los presupuestos de Feuer).[9]

Así pues, toda esta literatura surgida en las potencias centrales impactó en América Latina, donde se la tomó como un insumo fundamental para construir una interpretación nativa de los enfrentamientos acaecidos en las universidades del subcontinente, e incluso para marcar diferencias con diagnósticos anclados en una base material y tradiciones de lucha bien distintas.

 

América Latina en la mira

Cuando en América Latina se iniciaba el boom literario de los sesenta no por azar, una de las novelas precursoras, La ciudad y los perros, que lanzó a la fama a Mario Vargas Llosa, trataba sobre estudiantes secundarios peruanos que debían enfrentar rígidas tradiciones ya muy vetustas el subcontinente merecía también una consideración especial en otra cuestión: todos los autores ya señalados, entre tantos otros, destacaban el talante político de sus estudiantes, la incidencia de la tradición reformista, la relevancia de la autonomía universitaria y el cogobierno estudiantil junto al nivel de lucha y capacidad del alumnado para oponerse a los gobiernos autoritarios.[10] Montevideo, Río de Janeiro y Ciudad de México, como ya se dijo, fueron durante 1968 los tres epicentros de luchas estudiantiles en esta región que, posteriormente, darían más que hablar en otras latitudes. Según un experto: “Incluyendo a los países del Caribe, cuyo peso relativo en el total de la matrícula es insignificante, la matrícula terciaria regional se ubicó para 1970 en 1640 miles” (Brunner, 1990, p. 5). Esto llevó a la región a transitar desde un sistema universitario de élite a uno de masas en un período muy breve, que la década aquí abordada concentra.

A pesar de la relevancia de tales sucesos, a los que pronto se le plegaron otros hitos, y el creciente peso demográfico de los estudiantes, fueron escasos y muy preliminares los trabajos de conjunto acerca del subcontinente durante esos años.[11] En términos generales, a primera vista sobresale una ensayística acerca del conflicto universitario anclada en el diagnóstico rutilante de crisis orgánica del sector universitario. El brasilero Darcy Ribeiro o el argentino Risieri Frondizi, ambos exrectores universitarios de perfil modernizador cuyos libros salieron a la luz durante 1971, son ilustres exponentes de esta corriente.[12] El alemán Hans-Albert Steger que dedicó también un libro al tema (publicado en su país en 1967 y traducido a nuestro idioma cuatro años después) tempranamente había vaticinado: “Los observadores de la América Latina coinciden en que todo ese subcontinente atraviesa actualmente por una crisis de desarrollo del sistema educativo en general y de la enseñanza universitaria en particular” (1971, p. 21). Existen, además, libros, con un registro periodístico como el del mejicano Moisés Ochoa Campos o el del argentino Oscar Troncoso, aparecidos dos años más tarde en Buenos Aires (1973), que ofrecieron una explicación en clave generacional: el primero más multidimensional y el segundo más centrado en fomentar el debate.

Esta literatura se puede catalogar en dos grandes campos al igual que sucede con la bibliografía mundial: por un lado, aquellos textos que arremetieron críticamente contra la organización que las dictaduras fueron estableciendo al cancelar la autonomía universitaria en la región, de los cuales son exponentes Ribeiro o Frondizi. Por el otro, aquellos escritos de expertos ligados al elenco autoritario y las reformas que pregonaban. Entre estos últimos, Rudolph Atcon, consultor que promovía reformas bajo la égida de UNESCO y dio sus primeros pasos en Chile y Brasil, es un nombre sobresaliente, aunque aún bastante opaco.[13] Al respecto, Las universidades latinoamericanas (originalmente en inglés lo presentó en la Universidad de Princeton bajo el título Outline of a proposal for US policy concentration in Latin America on university reorganization and economic integration), conocido en el ambiente como el “Informe Atcon” y publicado en castellano en Bogotá durante 1961, fue su caballito de batalla. El documento comunicaba una imagen muy negativa de los estudiantes latinoamericanos y propulsaba una serie de reformas inspiradas en las universidades estadounidenses que alentaban tratar a estas instituciones cual empresas. Pero, más allá de motorizar el debate universitario con posturas antagónicas, en su conjunto estas obras no se abocan puntualmente al movimiento estudiantil.

En 1970, de la pluma de un autor venezolano y otro alemán, Héctor Silva Michelena y Heinz Rudolf Sonntag, salió a luz en México Universidad, dependencia y revolución. El texto se ubicó en el campo de la izquierda en lo que podría considerarse un humanismo crítico de cuño marxista. Si bien el libro estaba enfocado en el impacto de la dependencia en la universidad, más concretamente a la crisis estructural latinoamericana y en ese contexto al problema de la revolución, a lo largo de sus páginas se privilegió al movimiento estudiantil, al que por cierto se dedicó el volumen. En su análisis estos autores trazaron tres etapas en la vida institucional que hasta el momento había recorrido este sujeto en la región: la primera, anclada en los años de la Reforma Universitaria, remitía al extrañamiento hostil, esto es un rechazo emotivo de la sociedad en desmedro de su transformación estructural; la segunda, iniciada en los años treinta, retrataba el extrañamiento analítico de sus intelectuales cuyo duro diagnóstico del subdesarrollo latinoamericano los motivó a buscar alternativas para alcanzar la modernización; y la tercera etapa, de extrañamiento positivo, en tiempo de la Revolución Cubana, finalmente parió la búsqueda de una sociedad cuya meta consistía en bregar por una mejora popular en un sendero autónomo. Para esto último, era necesario despojarse de los parámetros académicos (verdaderas rejas) impuestos por las potencias del norte, y echar mano de la violencia para plasmar exitosamente el cambio social. No obstante estos señalamientos generales, excepto por el caso de la Universidad Central de Venezuela que se escruta con cierto detalle en el libro, no existen mayores precisiones sobre el cómo hacer, más allá de apuntalar el protagonismo de la “nueva izquierda”.

Entre la literatura más específica, desde el marxismo también se destacó en América Latina el libro del argentino Juan Carlos Portantiero. El mismo se editó originariamente en italiano durante 1971, y solamente siete años más tarde se tradujo al castellano, en circunstancias de su exilio mexicano. Pese a sus méritos, para el caso, la interpretación que propuso se hundió hasta fines de la década del cincuenta con el arribo de la Revolución Cubana, cuya síntesis vendría a ser el triunfo (y el descubrimiento del cómo) de un movimiento político continental surgido de las aulas universitarias cuarenta años atrás. Sólo en su prólogo (distintos en la edición italiana que en la castellana) se realizaron algunas reflexiones generales sobre los años sesenta. El primer prólogo fue bien “nacional y popular”, esto es, muy anclado en el debate argentino en torno al peronismo y su recepción cambiante por parte de la izquierda, mientras que el prólogo de 1978 (el más conocido dado que se publicó en castellano) replicó ideas de autores italianos (Rosanda et al., 1973). En este texto, la explicación de la movilización estudiantil apuntó al peso de una estructura económica que no demandaba suficiente fuerza de trabajo calificada, lo que provocaba hondos padecimientos a los estudiantes que quedaban sin trabajo. De esta desilusión nacía la radicalización de los universitarios. Empero esta primera parte analítica que supo mutar, el grueso de la obra de Portantiero consistió en una compilación de documentos acerca de la Reforma de 1918 en el subcontinente que cabalgó sobre la labor, bastante más voluminosa, varias décadas atrás encarada por Gabriel del Mazo, prócer de la gesta cordobesa.[14]

Entre las investigaciones ligadas al establishment, la escuela de pensamiento que para esta área abrió el funcionalista Lipset sobresalió por su influencia en las lecturas macro de nuestra región.[15] Para entonces, este sociólogo se había convertido en el director del Proyecto Comparativo sobre Estudiantes, radicado en la Universidad de Berkeley, la investigación sobre el tema más ambiciosa y con mayor financiamiento en el mundo. Sus propios trabajos, Students Politics publicado en 1967 y Student in Revolt editado en 1969, contaron con capítulos dedicados a distintos países de América Latina. En términos más globales de cara a América Latina sobresalieron en el primer libro el trabajo de Glaudio Soares, director de la UNESCO residente en Chile, sobre los estudiantes en los países en desarrollo, que para la región tomó los casos de Brasil y Argentina. Así, su principal conclusión advirtió que, si bien la militancia estudiantil fue en Latinoamérica mayor que en los países desarrollados (principalmente Estados Unidos), siguió siendo no obstante una minoría en la sociedad, por lo que sus estruendosas apariciones públicas podían resultar engañosas. En el segundo volumen el estadounidense Robert Scott fue el encargado de presentar una síntesis del accionar de los universitarios latinoamericanos desde la teoría de la modernización. Este texto recalcó para un público no familiarizado cuestiones archisabidas entre los latinoamericanos acerca de la alta politización de los universitarios de la región, además de encender las alertas habituales de esta escuela de pensamiento tan preocupada por mantener el orden capitalista. Entonces, la falta de modelos de progreso asequibles en Latinoamérica, sumado a la existencia de una subcultura estudiantil empapada por la política (herederos de la Reforma Universitaria), principales conclusiones del texto, impactaron sobre manera en la generación rebelde. En esta línea de indagación, luego apareció un libro firmado por discípulos de Lipset (Liebman et al., 1974), a los que este le estampó un prólogo que cotejó los casos de Colombia, México, Panamá, Paraguay, Puerto Rico y Uruguay.

El sociólogo venezolano Orlando Albornoz, quien también editó con Lipset varios trabajos acerca de la protesta universitaria, se convirtió en uno de los promotores más encumbrados del debate en América Latina. Todo un hito resultó durante 1968 el seminario internacional sobre movimientos estudiantiles organizado conjuntamente entre la Universidad de Harvard y la de Puerto Rico en el país caribeño. Este autor tomó los conceptos ordenancistas de su mentor Lipset para elaborar lo sucedido en nuestra región, aunque sus aportes resultaron preliminares. En seguida, en un pequeño libro que reunió tres ensayos divulgó las ideas que había dejado el seminario. En este, los estudiantes aparecieron descritos por rasgos objetivos, básicamente por todo lo que les faltaba en su trayecto hacia la vida adulta. De Latinoamérica se destacó además el peso de la tradición reformista y se enfatizó que el accionar del movimiento estudiantil incrementó su radicalidad cuando chocó con regímenes autoritarios. En ese sentido, desde esta mirada, los años sesenta no aportaron una novedad en la región para el fenómeno estudiantil, sino que más bien reeditaron temas como el antiimperialismo, la autonomía y el cogobierno estudiantil que se remontan a los años veinte.

A su vez, su par uruguayo Aldo Solari fue otra voz resonante en este debate. Junto con Lipset también organizó a mediados de los años sesenta un seminario sobre las elites latinoamericanas en la Universidad de la República (recuérdese la traducción previa del libro de aquel en este país).[16] No obstante, cuesta más encasillar el trabajo de Solari en una orientación precisa, ya que su trabajo posteriormente se nutrió de aportes variados. Lo interesante de esta lectura es que ya para 1968 constataba el fracaso de la modernización en Latinoamérica, cuyos valores, se enfatizaba, habían penetrado poco en sus sociedades.[17] La universidad en esta región sobresalía por su falta de planificación, la dedicación parcial de su cuerpo docente, la carencia de una verdadera comunidad académica, la escasez de investigación, la prolongación de sus carreras y los pocos incentivos académicos a los estudiantes en que ello derivaba. No obstante, Solari se distanció de la crítica vertida por la oposición más conservadora sobre la politización estudiantil, ya que hasta ella solía usufructuar la autonomía y el cogobiernodos pilares de la universidad latinoamericana a su favor. La dosificación de los objetivos gremiales y políticos del estudiantado, una verdadera artesanía en su presentación, advirtió Solari, resultaba fundamental para constituir alianzas sociales amplias, fundamentales para prolongar el movimiento de lucha. Esta politización, sostuvo finalmente, desbordaba rápidamente los muros universitarios al no contar con canales de manifestación institucional adecuados. De esta manera, las dictaduras que promovían soluciones urgentes, en verdad, como tiro por la culata, potenciaron todos los problemas heredados.

Hasta aquí el diagnóstico era semejante al de Albornoz, pero la incorporación de la controversia europea de un modo crítico a su análisis singularizaba la obra de Solari de la mera lectura funcionalista. Frente a los primeros escritos de Touraine, que este intelectual conoció muy prematuramente en París, en donde trabajó para la UNESCO, planteó que en América Latina lo esencial no era la industria como eje de la vida social, sino que aquí sobresalía su carencia: no existió por tanto en América Latina una sociedad programada con su concomitante alienación, sino lisa y llanamente una sociedad atrasada. Además, la situación minoritaria en esta región conllevaba a que los estudiantes no vivieran masivamente las amenazas que experimentaban sus pares en occidente porque de hecho eran parte de la elite (Argentina en ese sentido era lo más parecido a Europa). Pese a todo, y esto constituía una paradoja, los estudiantes hablaban de sí mismos como explotados, lo cual sólo podía entenderse por su ruptura con el poder político que otrora los había aupado. El problema residía pues en el peculiar capitalismo dependiente latinoamericano, caído a los bajos fondos, un tema recurrente por entonces en las ciencias sociales vernáculas. En este contexto, el dinamismo estudiantil también sobresalía, pero con todo el panorama no era alentador, sino totalmente sombrío. La estructura social y la relación con el poder político frenaban el desarrollo. Se trataba de un escollo para el que no se había hallado solución.

 

Reflexiones de cara al presente

Todos los escritos reseñados en estas páginas plantean hipótesis generales sugerentes. Con sus más y sus menos, resultan lecturas ineludibles para quien se aboque a estudiar el tema en nuestros días. Pero, más allá de sus méritos y las simpatías ideológicas que se pueda tener por tal o cual autor, es harto evidente que estos textos, con un peso sustantivo de la sociología, fueron cimentados sobre investigaciones de casos muy endebles, lo cual limita ciertamente la fuerza de sus ideas. Ahora bien, si esta fue una característica global de la producción sobre el movimiento estudiantil en los convulsionados años sesenta, resulta un rasgo todavía más acusado en Latinoamérica.

Particularmente en nuestra región, durante la década siguiente, tras la derrota del movimiento de mano de las dictaduras, el interés por el estudiantado y sus luchas se fue apagando. Todo un símbolo resultó el muy difundido análisis del educador chileno José Joaquín Brunner (1985), en el cual se sostenía que bajo las nuevas condiciones materiales el movimiento estudiantil latinoamericano inevitablemente se había escindido, dejando muy atrás su pasado arrollador. En ese diagnóstico, cierta resignación se imponía, ya que el sujeto pretérito de la acción parecía evaporarse. Sin embargo, al calor de las resistencias al neoliberalismo de los noventa, la investigación acerca de este actor se recuperó. El sujeto estudiantil dejó de parecer evanescente, y ante muchos ojos recobró una carnadura real. Entrando al nuevo milenio, esta reflexión adquirió un volumen extraordinario con investigaciones de caso que documentaron puntillosamente la acción de los años sesenta y setenta, además de insistir sobre la actualidad del actor estudiantil. Sin embargo, y pese al salto cuantitativo que esto supuso para su conocimiento, la lectura global sigue pendiente.

Paralelamente, Philip Altbach, un encumbrado consultor internacional sobre educación superior, en un texto publicado en Estados Unidos al nacer este nuevo milenio, enfatizó que el activismo estudiantil del tercer mundo ostenta un potencial constante que los movimientos ubicados en los países de mayor industrialización, más esporádicos en sus apariciones públicas, no revisten (2009, p. 205). Los factores que enlistó para explicar esta situación remitieron a la endeblez institucional, la legitimidad que goza su activismo, la conciencia elitista que pregona, su influencia social y su acceso al poder derivado de su origen social. Podría colegirse que la inserción de los estudiantes en sociedades sometidas a crisis crónicas y la portación de tradiciones de organización de largo aliento resultan fundamentales para su pervivencia como sujeto colectivo.

En definitiva, todos los factores que Altbach subraya ya habían sido enfatizados décadas atrás en el debate latinoamericano, entre otros por su maestro Lipset. Y pese a que algunos autores los examinaron con esperanzas de cambios, mientras que otros con amarga decepción, es evidente que tales problemas siguen abiertos medio siglo más tarde.

El caudal bibliográfico aquí abordado, junto a los más numerosos estudios de caso recientes, hace posible que las nuevas síntesis sobre Latinoamérica puedan trazarse con mayor conocimiento de causas y consecuencias. Desde allí conviene mirar el presente del movimiento estudiantil de nuestra América y advertir posibles rumbos, sin perder jamás de vista que estamos frente a un actor capaz de despertar de un momento a otro y hacerse notar como muy pocos. Sobre esto lo sucedido recientemente en Chile es el recordatorio más fresco.

 


 

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[1] Licenciado en Sociología de la Universidad de Buenos Aires (UBA), Magíster en Sociología de la Cultura del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín (IDAES/UNSAM) y Doctor en Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (UBA). En la actualidad es Investigador Adjunto del CONICET y Profesor Adjunto de la Universidad de Buenos Aires (UBA).

[2] Una crítica mordaz y muy bien documentada al lugar, desde este prisma desmesurado que se le otorgó al caso francés puede verse en Seidman (2018).

[3] Como introducción al respecto consúltese Bonavena (2018).

[4] En la bibliografía al final del texto el lector puede encontrar las referencias detalladas de cada autor. Si bien estos textos fueron originariamente publicados en otros idiomas, se indican cuando existen sus traducciones al castellano.

[5] En boca de la prensa comunista esta lectura resultó habitual. Una referencia un tanto posterior que recogió tales apreciaciones en un texto de ciencias sociales puede consultarse en Korobéinikov (1979).

[6] Existe una compilación, traducida a nuestro idioma, que sirve para ubicar bien a los intelectuales galos que intervinieron en tal debate. Véase Morin, Lefort y Castoriadis (2009).

[7] Si bien este texto fue precursor de la llamada teoría de los nuevos movimientos sociales (algo que suele pasarse por alto), es controvertida la cuestión de si en este caso el marxismo se da por superado como en sus epígonos. Al respecto véase Viguera (2009).

[8] En el contexto latinoamericano un ejemplo insoslayable es la obra de Sergio Zermeño, quien fue alumno suyo en el seminario parisino (1978).

[9] Esta cuestión, por cierto, Talcott Parsons la había advertido con perspicacia bastante antes (1942) al analizar ciertas culturas juveniles estadounidenses (2008). El diagnóstico de ambos sociólogos se confirma a la luz de la pasividad inglesa frente a los sucesos del ‘68.

[10] El arte, lejos de ser ajeno a este movimiento, surgió como un maremoto de sus aguas. A modo de ilustración, puede consultarse el libro de Mariano Metsman (2016) que compila trabajos sobre el impacto del ‘68 en el cine latinoamericano.

[11] Este déficit analítico, por cierto, se extiende hasta nuestros días. Así, en los cinco volúmenes que Renate Marsiske (1999 al 2017) le dedicó al movimiento estudiantil latinoamericano desde la Universidad Nacional Autónoma de México, no hay lecturas más generales ni trabajos comparativos entre casos nacionales. Un esfuerzo personal preliminar al respecto en Califa y Millán (2017).

[12] Entre estos debates más nacional-centrados, en el cono sur resuenan los nombres de los rectores Óscar Maggiolo en Uruguay y Enrique Kirberg en Chile. Los escritos de este último fueron reunidos en un volumen con un pormenorizado estudio preliminar de Francisco Rivera Tobar (2016).

[13] Respecto de este personaje, véase Jung (2019).

[14] Con financiamiento del Centro de Estudiantes de Medicina de la UBA, el exlíder estudiantil editó en 1927 una compilación en seis tomos, La Reforma Universitaria. Posteriormente, realizó reediciones con modificaciones que añadían más material. Hasta el día de hoy no existe mayor resguardo de documentos reformistas.

[15] Como antecedente se encuentra el trabajo de de Kalbert Silvert (1967; edición en inglés original de 1963).

[16] Sobre la atmósfera intelectual en que se gestó este encuentro léase Markarian (2020).

[17] En 1967 había ya publicado un artículo en una revista mexicana acerca de esta temática que en este libro posterior se replica en la segunda parte del texto.