México-Tenochtitlan o la flor de piedra de la metrópoli prehispánica:

espacialidad de la experiencia mítica, guerra y encuentro de dos mundos


México-Tenochtitlan or the Stone flower of the pre-Hispanic metropolis:
spatiality of the mythical experience, war and encounter of two worlds

Juan Sebastián Fajardo Devia1


Resumen

El presente artículo propone una aproximación a las condiciones de existencia de la metrópoli de México-Tenochtitlan en el siglo XVI del calendario gregoriano. Comparada con Venecia y Constantinopla por los cronistas de la conquista española, la flor de piedra mesoamericana estructuró su materialidad de acuerdo con los principios de una compleja visión cosmogónica en correspondencia exacta con un sistema de relatos interconectados que centralizó el poder económico y administrativo según los principios de una suerte de misticismo guerrero, como lo denominó Miguel León-Portilla, pensado a partir de la misión ontológica de un pueblo que se reconoció en la responsabilidad de sostener la continuidad del tiempo (León-Portilla, La filosofía náhuatl). Examinaremos la experiencia mítica como esquema de organización del espacio y la ritualidad como dimensión vivencial del mito en la confirmación de la estructura de las relaciones sociales de producción. También nos acercaremos al papel de la guerra como vehículo de ordenamiento y resignificación del espacio en símbolos perdurables.

Palabras clave: México-Tenochtitlan, mito, Huitzilopochtli, espacio, Nahua.

Abstract

This article suggests an approach to the conditions of existence of the Mexico-Tenochtitlan metropolis during the 16th century in the Gregorian calendar. Compared to Venice and Constantinople by the Spanish chronists, the Mesoamerican stone flower structured its materiality according to a mythical spatiality in exact correspondence with a very complex cosmogonic system that centralized administrative and economical power in accordance with a sort of warrior mysticism, as it was named by Miguel León-Portilla, built from a tribal ontological mission that consisted of maintaining the flow of time itself (León-Portilla, la filosofía náhuatl). We will examine mythical experience as a scheme of ritual and space organization that sustained the dynamics of social relations of production in the city. We also intend to approach the role of war as a vehicle of signification and resignification of social structures through perdurable symbols.

Keywords: Mexico-Tenochtitlan, Myth, Huitzilopochtli, Space, Nahua.

Introducción

El presente estudio se propone reconstruir la condición de la impresionante metrópoli mesoamericana de México-Tenochtitlan en el siglo XVI. El loto de piedra nahua, ubicado entre dos lagunas: una de agua dulce y la otra de agua salada inspiró la pluma de los cronistas españoles Bernal Díaz del Castillo y Hernán Cortés, entre otros (Alfonso Reyes, 1991). Fue comparada con Constantinopla por la variedad impresionante de mercaderías disponible dentro de sus límites y con Venecia por sus arterias fluidas de agua en acequias y canales que llevaban piraguas, verdaderas góndolas americanas, con joyería labrada en oro, jade, madera, artesanías y atavíos aderezados con plumas de águila, guacamaya y quetzal (Arciniegas, 1990). Juguetería en piedra que incluía el uso de la rueda en su mecanismo, tabernas, barberías, restaurantes y un gran mercado de yerbas aromáticas y curativas que se exportaron al viejo mundo en número de más de mil doscientas, entre otras maravillas. Se recuerdan los jardines babilónicos de la ciudad y las calzadas que la conectaban con la tierra dándole el aspecto de un lirio acuático colorido en el centro de una laguna salada.

Debe recordarse que la capital de Anáhuac –el mundo mesoamericano–­ se desarrolló con total independencia del viejo mundo, inclusive, no hay evidencia de contacto alguno con las civilizaciones originarias del área andina. Es por ello que su arquitectura es además una flor de originalidad. Toda arquitectura puede ser materialidad geométrica que hace habitable una idea. México-Tenochtitlan fue un ostento de piedra que hizo habitable un mito (Caso, 1953). Sería imposible describirla sin aproximarse a la compleja y alucinante estructura de la cosmogonía nahua. En efecto, la ciudad estaba estrictamente organizada de acuerdo con la racionalidad mítica, que otorgaba un sentido existencial, mágico-religioso a cada calle y edificio, y además estructuraba la dinámica social en términos productivos y de clase. El mito en la sociedad mesoamericana precortesiana es una forma de instalarse en el mundo, de concebir el tiempo y de ordenar el espacio (León-Portilla, 2006). Por eso nos adentraremos en el examen de la evolución del mito de Huitzilopochtli, águila solar, nigromante y guerrero como deidad protectora del pueblo mexica. Revisaremos los aportes del pionero de la antropología moderna: el fraile franciscano Fray Bernardino de Sahagún, que con todo rigor recogió información de primera importancia sobre las prácticas culturales, religiosas, políticas, productivas y guerreras de los antiguos nahuas, corroborando la información a través del contraste de tres fuentes indígenas distintas (Sahagún, 1981).

También nos ayudaremos con las traducciones del doctor Miguel León-Portilla, historiador, filósofo y nahuatlato que accedió a las fuentes originales y, basando su obra en la premisa de que la historia no sólo la escriben los vencedores, nos legó, junto con su maestro Ángel María Garibay, testimonios de primera mano sobre la conquista contada por los indígenas nahuas (León-Portilla, 1959). Con estas informaciones de primera importancia, además de los aportes de los cronistas españoles y de otros investigadores contemporáneos como Alfredo López Austin y Alfonso Caso, se propone estudiar la distribución del espacio en la ciudad y la relación de sus moradores con el loto de piedra en el contexto de la habitación efectiva del mito. Exploraremos los recintos y los zoológicos de Motecuhzoma, los mercados y las casas reales para producir una visión de la complejidad del pueblo tenochca y su singularidad en términos de ritualidad y cosmogonía. Nos adentraremos en algunos de los secretos que guardan los mexicas: pueblo guerrero, hijo del sol, guardián del tiempo y practicante asiduo de sacrificios, de tal suerte que analizaremos el papel de la guerra como vector significante en este universo profundo de símbolos complejos.

México-Tenochtitlan: alarde de piedra y asamblea de pirámides

La antigua Tenochtitlán se consolidó cerca de dos lagunas: una de agua dulce y la otra de agua salada: “en la mitad de la laguna salada se asienta la metrópoli, como una inmensa flor de piedra” (Reyes, 1991, p. 6). Las aguas de ambas lagunas se mezclaban, con vaivenes de marea por encima de un dique que las separaba “en el estrecho formado por las sierras circundantes y un espinazo de montañas que parte del centro” (Reyes, 1991, p. 6). La ciudad se desarrolló en la autonomía del antiguo mundo de Anáhuac, palabra traducida de la lengua náhuatl como “lo que está rodeado por el agua (a modo de anillo)” (León-Portilla, 2006, p. 69), y que designaba los territorios poblados de la antigua Mesoamérica, cuya centralidad político-administrativa se ubicaba en la metrópoli tenochca. No se han encontrado evidencias de comunicación con el espacio habitado de las regiones andinas. La independencia de Anáhuac fue total, si bien la variedad de pueblos que enriquecieron su existencia: tlaxcaltecas, tepanecas, cholulas, etc, alimentó una relativa heterogeneidad que devino en constantes disputas por el dominio territorial y en un rígido sistema de clases que se expresaba en el ordenamiento de la ciudad. El templo mayor, el palacio de Motecuhzoma y el mercado materializaban el dominio simbólico del sacerdocio, la nobleza y los comerciantes, respectivamente, si bien los roles de gobernante y sacerdote solían entremezclarse (López, 1961, p. 109).

El templo mayor era el corazón de la ciudad y de él se desprendían tres calzadas, “anchas de dos lanzas jinetas” (Reyes, 1991, p. 6), que se orientaron así: la calzada a Tepeyacac ­de cara al norte­, la calzada a Iztapalapa y Xochimilco ­como paso al sur­ y la calzada a Tlacopán por donde escaparon las tropas cortesianas luego de la muerte de Motecuhzoma y el asedio mexica, del que se protegieron en su palacio, en la célebre noche triste de los conquistadores españoles. Las calzadas de piedra recién descritas comunicaban al loto de piedra de la ciudad tenochca con la tierra firme y funcionaban como dispositivo de aislamiento defensivo a la manera de los castillos medievales. Así lo interpretó Hernán Cortés para fortuna de su estrategia militar, como veremos más adelante, poco tiempo después de su llegada a la ciudad principal de los mexicas (Cortés, 1992, p. 55). La obstrucción de estas grandes avenidas podía proteger a los habitantes de la ciudad de agresiones externas, pero también podía condenar a la metrópoli en caso de sitio como ocurrió en el asedio de las huestes cortesianas, españolas e indígenas, que se resolvió en la destrucción de Tenochtitlán y en la organización del espacio, de acuerdo con los lineamientos de la ciudad reticular de la Nueva España.

De la impresionante metrópoli de Anáhuac se recuerda el olor de las especias, la multitud colorida de las frutas en los mercados y el enjambre de piraguas, góndolas americanas, que transportaban gentes de territorios vecinos llegadas al centro de piedra teñida, alarde de masas rocosas para intercambiar el fruto de su oficio (Cortés, 1992, p.57). Es muy probable que en el siglo XVI existieran ciudades más grandes que México-Tenochtitlan en Oriente, pero no en Europa. El asombro de los españoles en el encuentro de los dos mundos, en 1519, se combinó de admiración y espanto en una metrópoli que organizaba sus calles según los requerimientos del intercambio mercantil ­–cada mercadería tenía su calle­–, lucía la belleza de piezas de madera tallada, animales exóticos y alfarería teñida con tintas vegetales, engastada en oro y piedras preciosas en sus mercados, al tiempo que aterraba con cráneos humanos en la base de los templos y “regajales de sangre”, que brotaban de la cumbre de las torres ceremoniales del templo mayor. Así dice Cortés de la ciudad en su Segunda Carta de Relación, dirigida a Carlos V: “Tiene otra plaza tan grande como dos veces la de Salamanca, toda cerrada de portales alrededor, donde hay cotidianamente arriba de sesenta mil ánimas comprando y vendiendo” (Arciniegas, 1990, p. 25).

Los canales cortaban las calles para desplazar las piraguas y sobre las arterias fluidas del comercio nahua se arqueaban puentes de madera labrada “capaces de diez caballeros” (Reyes, 1991, p.6). En vasijas teñidas de rojo se intercambiaba el agua dulce para beber, y artesanos y maestros de oficio se apostaban en distintos lugares para ofrecer su trabajo a cambio de un jornal. Las mercaderías reunían túnicas, adornos de plumas de quetzal, piel de serpiente y venado, joyería de oro, piedras preciosas labradas con arte, oro en polvo y grano, huesos, caracoles, telas y “todas cuantas cosas se hallan en la tierra” (Bernal Díaz, citado en Reyes, 1991, p.10). Las calles de México-Tenochtitlán conocieron tabernas, barberías, restaurantes y mercados de yerbas medicinales trabajadas además en ungüentos, jarabes y emplastos que se darían a conocer en el viejo mundo en número de más de mil doscientas.

Hay calles para la caza, donde se encuentran todas las aves que congrega la variedad de los climas mexicanos, tales como perdices y codornices, gallinas, lavancos, dorales, zarcetas, tórtolas, palomas y pajaritos en cañuela; buharros y papagayos, halcones, águilas, cernícalos, gavilanes. De las aves de rapiña se venden también los pulmones con cabeza, uñas y pico. Hay conejos, liebres, venados, gamos, tuzas, topos, lirones y perros pequeños que crían para comer castrados. (Reyes, 1991, p. 7)

El templo mayor, corazón de piedra de la capital de Anáhuac

El centro de la flor de piedra, capital de Anáhuac, fue un impresionante templo principal llamado templo mayor (López, González, 2014, pp. 7-51). Estaba enlosado por completo y su interior contaba varios edificios y torres, unos más altos que otros y cada uno dedicado a un dios. La torre principal, central y la más alta, se consagró a la adoración de Huitzilopochtli. Estaba dividida en dos altares en su cumbre, cubierto cada uno con un chapitel. En el altar principal estaba la estatua de Huitzilopochtli y en el otro se mantuvo la imagen de piedra del dios Tláloc. “Delante de cada una de éstas estaba una piedra redonda a manera de tajón que llamaban téchcatl, donde mataban los que sacrificaban a honra de aquel dios” (Sahagún, 1981, p. 300). Desde la cumbre caía un camino de sangre en cada una de las torres. Se llegaba a lo más alto por medio de gradas ordenadas y las estructuras daban la cara al occidente. Cada una de estas torres, de basamento piramidal, se conoce como un cu, vocablo maya usado por el fraile franciscano Bernardino de Sahagún para registrar la descripción de la ciudad mexica de boca de sus informantes nahuas.

Conservamos visiones documentadas de los rituales de sacrificio tenochcas. Sobre aquellos se dice que “derramaban sangre en los cúes de día y de noche” (Sahagún, 1981, p. 310). Según su devoción, los hombres y mujeres de México-Tenochtitlán se perforaban la lengua con navajas y atravesaban el agujero con pajas de heno que, en algunos casos, ataban como un cordel para estimular el flujo del precioso líquido, alimento solar, que ofrecían derramado o impregnado en los cordeles en frente de las figuras empedradas de sus dioses. También usaban puntas de maguey o cañas verdes para empapar con la sangre que sacaban de sus piernas, orejas y rostros. Según escribe Sahagún, a través de sus informantes nahuas, de acuerdo con el grado de su fervor hacían esto en cuatro o cinco lugares distintos y ofrecían, en lechuelos de hojas de caña, los cordeles y puntas humedecidas que dejaban en frente de las imágenes religiosas, templos o simplemente en los caminos para demostrar que la ciudad entera era un espacio de ritualidad mística.

La vivencia de la experiencia mítica permeó todas las aristas de la organización socioeconómica y espacial de los antiguos mexicanos, En efecto, el templo mayor contaba con aposentos para el retiro penitente de los tlatoque, cortesanos y jueces (López, 1961, p.110). Los máximos gobernantes, como veremos que ocurría en el caso del Huey Tlatoani Motecuhzoma, eran representantes del poder civil, militar y religioso. Incluso, en algunos casos, podían orientar las formas rituales de los sacrificios, por ejemplo. La dualidad del adoratorio central se correspondía con el oficio de dos teotecuhtli o sacerdotes supremos que llevaban el nombre de Quetzalcóatl ­–prototipo de sacerdote– (Caso, 1953, p. 107): Quetzalcóatl Tótec Tlamacazqui, maestro guardián de la deidad solar Huitzilopochtli y Quetzalcóatl Tláloc Tlamacazqui, que comandaba los oficios del dios Tláloc, el “que da a los hombres los mantenimientos necesarios para la vida corporal” (Sahagún, 1981, p. 258). Señor y dueño de las lluvias, los relámpagos, las corrientes marinas y las tempestades; propiciador del fruto de las plantas y el crecimiento de la yerba. El contraste de la sustancia mítica ígnea, solar y calurosa de Huitzilopochtli con el sustrato de fluidez acuosa de Tláloc confirma la tradición dual e híbrida del complejo mítico tenochca, que se funde con elementos del pasado tolteca y que encontrará una aproximación explicativa, más adelante, en la sección dedicada a las casas reales y al derecho mexica.

En el altar privilegiado del templo mayor estaba la representación de Huitzilopochtli porque aquel, en boca de sus sacerdotes, prometió a la última tribu de nahuas que llegó al valle –­los mexicas–­ riquezas, vasallos, tributos, tierras, piedras preciosas, plumas de quetzal y el dominio absoluto de los territorios que descubrieran en su marcha. En las palabras de López Austin: la adoración del ídolo solar “era el sueño de grandeza de una tribu belicosa y pobre” (1953, p. 12). El encumbramiento de Huitzilopochtli por encima del viejo Ometéotl, “aquel por quien se vive” (p. 9), dual y huidizo, que negaba a la humanidad “el conocimiento cierto de su destino final” (p. 10) fundamentó el brío conquistador y guerrero de la tribu que se unificó en su nombre y dominó el territorio tenochca para imponer su misticismo guerrero en las formas concretas de estructuración del espacio social de la metrópoli mesoamericana.

Los mexicas, que invadieron la meseta central de Anáhuac para instalar su dominio en el siglo XIV, adaptaron el contenido de su saber mítico para reconocerse dotados de aprobación divina en su empresa conquistadora. Su origen remoto se plantea en la mitológica “Aztlan, Aztatlan, Quinehuayan o Chicomóztoc” (López, 1961, p. 21) de donde surge Mexi Chalchiuhtlátonac, aparente encarnación del águila solar Huitzilopochtli y guía del pueblo mexica en su invasión de la ciudad tepaneca. En el relato del éxodo de la variedad de pueblos que unificó el culto a Huitzilopochtli se combina la historia y el mito. López Austin apuntó que la configuración original de la colección de tribus reunió unos siete grupos humanos: “yopicas, tlacochcalcas, huitznahuacas, cihuatecpanecas, chalmecas, tlacatecpanecas e itzquitecas” (López, 1961, p. 22). Además de los siete caudillos respectivos, los teomanaque o sacerdotes, que llevaban a cuestas la imagen del dios solar, comandaban al grupo de guerreros porque fueron los comunicadores de la voluntad del ídolo, que, según afirmaban, se les presentaba en la noche para dar indicaciones precisas. Sahagún recoge las descripciones nahuas de Huitzilopochtli como sigue:

robustísimo, de grandes fuerzas y muy belicoso, gran destruidor de pueblos y matador de gentes. En las guerras era como fuego vivo muy temeroso a sus contrarios, y así la divisa que traía era una cabeza de dragón muy espantable, que echaba fuego por la boca. (p. 257)

Se dice que Huitzilopochtli vivió como hombre. Nigromántico, fuerte y guerrero, como un Hércules nahua, podía transformarse a voluntad en distintas aves y bestias (Sahagún, 1981, p. 370). No solo su capacidad guerrera afirmaba la decisión mexica de lanzarse a la conquista de nuevos territorios; la sustancia solar de su dios fue, en efecto, materia de autoridad. En un nivel de análisis más detenido podemos pensar el temor a la quemadura como un refuerzo de la inteligencia paternal, solidez de la dominación en el estado y el sacerdocio: “si el niño aproxima su mano al fuego, su padre le da un palmetazo sobre los dedos. El fuego golpea sin necesidad de quemar” (Bachelard, 1966, p. 23). La llama es un ámbito de amenaza, precaución fundamental, riesgo de catástrofe. No solo lleva la energía que alimenta la tierra, el movimiento y la germinación, sino que trae la fuerza de arrasar, dolorosamente, el espacio y de apagar la vida. La temible representación del fuego en el instinto humano, concentrada en el gran astro rector del tiempo, fue la metáfora perfecta para sustentar el ímpetu de los guerreros mexicas, que luego de apropiarse de la ciudad en el siglo XIV del calendario gregoriano, ubicaron al Hércules prehispánico, en forma de piedra tallada, en el centro de la antigua ciudad capital de Anáhuac (López Austin, 1961, p. 26).

En la relación del gran templo de México de Fray Bernardino de Sahagún se encuentra una descripción detallada de 78 edificios o cúes que cumplían las más diversas funciones (pp. 301-308). Entre ellos se cuenta el edificio que se llamó Macuilcalli o Macuilquiáuitl, que se usó como lugar de sacrificio y desmembramiento de los espías, venidos principalmente de Tlaxcala y Huetzonxinco. También destaca el edificio de nombre Mixcoapan Zompantli, que contenía un grupo de siete u ocho maderos atravesados con varales “del grosor de astas de lanza o poco más” (p. 301) poblados con los cráneos espetados de aquellos que sacrificaban a la honra del dios Mixcóatl. Este dios, símbolo de la cacería, serpiente de nube, ha sido objeto de un minucioso e interesante estudio por parte del historiador francés Guillhem Olivier, que le concedió un carácter omnipresente “tanto en el México central como en otras regiones de Mesoamérica” (2017, p. 22). Su culto se asocia con los Mimixcoa, guerreros que negaron ofrendas a Huitzilopochtli, señor de los mexicas, y ocuparon el lugar de los venados-ofrenda en su propia inmolación (p. 310). Mixcóatl era la “deidad tutelar de los tlaxcaltecas, sus principales enemigos [de los mexicas]” (Guillhem Olivier, 2017, p. 18). Entre los interesantes aportes de Olivier se cuenta la descripción de la cacería ritual, practicada por el Tlatoani tenochca, con los atavíos de la deidad foránea y enemiga, como una metáfora y acaso amenaza y entrenamiento para la captura de enemigos en la guerra, que servían al propósito del fortalecimiento del sol con el agua divina de su sangre. En este contexto, la identidad del sometido se corresponde con la del venado porque ambos son cautivos, presas y víctimas (Olivier, 2017, p. 310).

También merece especial atención el cu que se conoció con el nombre de Tlilapan, traducido del náhuatl como “agua negra” (Sahagún, 1981, p. 302). Contenía una alberca de agua tan profunda que parecía negra y servía para el baño de los penitentes, ayunadores, como en vigilia de la fiesta, por cuatro días cada mes. “En habiéndose bañado incensaban en el cu de Mixcóatl, y acabando de incensar allí iban a su monasterio” (Sahagún, 1981, p. 302). El edificio Iztaccintéotl Iteopan, dedicado a la diosa Cintéotl, donde se sacrificaba los prisioneros leprosos en las fechas del ayuno del sol también quedó descrito a través de los informantes indígenas del fraile Sahagún (p. 304). El fraile franciscano recogió, además, información sobre el edificio que se nombró Cinteopan, dedicado a la diosa Chicomecóatl. Allí moría, en sacrificio ritual, desollada, una mujer “que decían que era la imagen de esta dicha diosa” (p. 305). Los cúes de nombre Atlauhco, Huitzlinquátec Iteopan, y el oratorio conocido como Aticpan, entre otros, eran espacios ceremoniales dedicados a la adoración y el sacrificio a la honra de deidades femeninas.

El edificio que se llamó Temalácatl, una piedra grande “agujereada en el medio como muela de molino” (Sahagún, 1981, p. 306) servía como lugar de espectáculo donde se acuchillaban cautivos, atados de medio cuerpo, para divertir visitantes de todas las comarcas. Un sacerdote, vestido con el pellejo de un oso, ordenaba el combate y entregaba al llamado Iooallauan, cubierto con el pellejo de otro animal, el cuerpo del vencido para ceder su corazón en la fiesta de Tlacaxipehualiztli (p. 307). Se sabe también del edificio bautizado Coacalco, donde se guardaban las “imágenes de los dioses de los pueblos vencidos en la guerra” (López, 1961, p. 52) como expresión del imperio de la mitología de dominación Mexica que tan lentamente se había ido construyendo en conversación con la cosmogonía nahua anterior a su dominio y de cuya estructura, vivencia y lógica trataremos de dar cuenta, en forma de aproximación, en los siguientes apartados.

Espacialidad del mito y dominación en la metrópoli tenochca: la coronación de Motecuhzoma

Motecuhzoma Xocoyotzin, soberano de Anáhuac, conjugaba en su investidura la potestad de gobernante y de sumo sacerdote al tiempo. “A Cortés, que le pregunta si era vasallo de Moctezuma, responde un asombrado cacique: Pero ¿quién no es su vasallo?” (Reyes, 1991. p. 10). Salvador de Madariaga comentó, en 1955, que el Huey Tlatoani de los mexicas no tocaba el suelo cuando se desplazaba porque lo transportaban siempre en una litera. Los caminos de su recorrido eran barridos por sus vasallos y, en casos de necesidad, el contacto con la tierra de los pies del soberano se daba mediado por tapices (p. 45). Si bien, no pasaba de la sexta línea de sucesión de su padre fue honrado con la más alta dignidad de Anáhuac por doce electores que lo destacaron entre dieciséis candidatos. Llevaba el mérito guerrero de haber capturado más de seis prisioneros para el sacrificio en la guerra.

Los magnates más poderosos cubrían sus ricas vestiduras con mantas pobres y raídas antes de comparecer ante su augusta presencia. A nadie le estaba permitido mirarle a la cara. Si tan poderoso señor se llevaba un susto, sólo podría venirle de causas sobrenaturales. (Madariaga, 1955, p. 45)

La antigua sociedad nahua, de rigurosa estratificación, basó la experiencia del espacio en la lógica dinámica del mito: “los dioses, creían los aztecas, se sacrificaban para crear al hombre; el hombre debía a su vez sacrificarse por ellos y alimentarlos” (Henríquez, 1966, p. 17). El sentido profundo del mito en la sociedad de los tenochcas demuestra más la forma de una práxis que de una theorésis (Cruz, 1971, p. 34). Su lógica interna no se desenvuelve de acuerdo con los mecanismos de investigación de una verdad científica, sino que codifica normas morales y produce un sistema de relaciones sociales que media la representación del espacio en la coherencia del mito, que es sustento de relaciones productivas, relaciones de poder, cosmogonía, ley, castigo, ordenamiento del paisaje y fundación del tiempo profano o cotidiano.

El mito se presenta como una forma de instalarse en lo real. El indígena se orienta perfectamente en esta estructura –a pesar de la sorpresa y el despiste del observador moderno­. El mito es un pensamiento semi-encarnado, no desprendido de las cosas; y se refiere a un contexto existencial integrado en el paisaje. (Cruz, 1971, p. 40)

La estructuración de la realidad mítica exige un componente ritual que prolongue la vigencia del orden de la existencia. “Por el rito el hombre se mantiene en la realidad, siendo también la realidad mantenida por ello” (Cruz, 1971, p. 40). El rito es recreación del tiempo mítico, confirmación de la “certeza de un absoluto real” (Cruz, 1971, p. 40). Comprende una dimensión inseparable de imitación y reactualización performática de un suceso originario que se sitúa por encima del tiempo en un ámbito sagrado e impreciso que, antes de revelarse en un punto definido del continuum histórico, es un horizonte abierto y enigmático. Veamos en detalle la particularidad del rito de coronación del Huey Tlatoani Motecuhzoma para dar luz a estas explicaciones: 

Acabado de hacer su parlamento [Motecuhzoma] pidió que le trajesen dos punzas, una de hueso de tigre y otra de león, muy agudas y se punzó otra vez las puntas de las orejas, molledos y espinillas, en el asiento de la lumbrera, a donde estaba la chimenea. Tomó luego codornices, les cortó las cabezas, y con la sangre salpicó la lumbre y sahumó la hoguera, Luego fue y se subió al templo de Huitzilopochtli […] a los pies del ídolo, comenzó otra vez a punzarse las orejas, brazos y espinillas. Luego tomó codornices, las degolló, y con la sangre salpicó el templo del ídolo. Después tomó el incensario y sahumó al ídolo Huitzilopochtli; luego a todas cuatro partes del templo; y hecha reverencia se bajó para los reales palacios y con él todos los reyes y principales mexicanos que le acompañaban. Acabado de comer, volvieron a subir al templo [para llegar] a la piedra redonda que llamaban cuauhxicalli […] Como estaba agujereada la piedra calaba mucha sangre y entraban por el agujero muchos corazones humanos, y allí hizo otra vez sacrificio y degolló codornices. (Madariaga, 1955, p. 46)

La interacción de tenochcas y tlatelolcas ­–antiguos habitantes permanentes de la ciudad­– y de otros indios nahuas que poblaban el lugar en condición de comerciantes, maestros de oficio, sacerdotes, espías o cautivos se daba en el estricto ámbito de intercambio con las fuerzas divinas que, para el mexica, sostenían el orden cósmico. En efecto, uno de los principales elementos para tener en cuenta en el examen de la relación del antiguo mexicano con el espacio es la idea de que el mexica se comprendía a sí mismo como parte de un pueblo con una misión. El sustento cosmogónico de su experiencia es la alineación con las fuerzas solares, oposición a los poderes malignos de la destrucción y la nada. “Hasta cierto punto de ellos depende que el universo siga existiendo, ya que si el Sol no se alimenta no podrá continuar su lucha sin fin” (León-Portilla, 2006, p. 46). Desde luego, el alimento del dios solar nahua, Huitzilopochtli, garante de la continuidad del día, es decir, del tiempo, exige el más alto valor, por eso no puede venir sino de los sacrificios, de la sustancia vital y esencial que es la sangre y la carne de los seres vivientes.

El ritual de empoderamiento de Motecuhzoma era confirmación de la continuidad del tiempo. En efecto, los cinco días anteriores al rito se practicaba el ayuno, se despojaban las casas de utensilios e imágenes de los dioses ­arrojados a la laguna­, y se prohibía el fulgor del fuego en todos los lugares. El espacio se poblaba de incertidumbre y la tiniebla producía un orden incierto de transición y amenaza. Era un momento en que la noche podía instalarse definitivamente y la posibilidad de que Huitzilopochtli, águila solar, no habitara el cielo acechaba en cada rincón. El pueblo esperaba en el ansia la aparición de un fuego nuevo que reiterara la existencia de los días. En su participación del acto ritual, el mexica se universaliza y se integra en el tiempo-espacio primordial, que está fundido con el gran-tiempo que “no es un principio de cronometría, sino el principio y la sustancia de lo real” (Cruz, 1971, p. 43).

Al llegar aquella noche de tan dudosa duración, todos corrían escaleras arriba a sus terrazas después de haber encerrado con llave a las mujeres encintas, pues era bien sabido […] que, si terminaba el cielo aquella noche, todas se volvían feroces tzizimitles. (Madariaga, 1955, p. 47)

La noche anterior a la ascensión del gobernante mexica, máximo sacerdote y autoridad principal, el mundo amenazaba con oscurecerse hasta la destrucción. Monstruosas criaturas como el tzizimitle, definido por el historiador Alfredo López Austin como un “ser sobrenatural, celeste, femenino, descarnado, que se creía que descendería a devorar a los hombres al terminar el quinto sol” (citado en Diez, 2010, p. 81) concentraba en su existencia la proximidad de las fuerzas del fin del mundo humano. Los demonios nocturnos, de naturaleza femenina, se asociaban con las estrellas y habitaban el segundo cielo, de los trece que se describían en la cosmología mexica. Movían las estrellas y esperaban el momento adecuado para emboscar a los humanos y destruirlos. La conexión entre el mito de la responsabilidad de los antiguos mexicanos en sostener la continuidad del tiempo, la dominación política y la organización de las estructuras sociales es absoluta en la sociedad tenochca. Resulta muy diciente la posibilidad de que las mujeres encintas se transformaran en demonios de la oscuridad: una oposición simbólica entre la germinación en el vientre materno y la amenaza cósmica en la interrupción definitiva del tiempo. La ceremonia de coronación aportaba un piso de seguridad en el sostenimiento de la tierra, llenaba el vacío de poder que era nada menos que un espacio abierto a las fuerzas enemigas de la vida. En el ritual de coronación del nuevo Tlatoani se recreaba la presencia de las deidades, que, según la mitología mexica, vigilaban el ritual y se hacían materia para confirmarse en su presencia en la tierra:

Los sacerdotes se habían puesto las máscaras y ornamentos sacramentales que hacían de cada uno de ellos la imagen viva del dios a cuyo servicio se hallaban destinados y se ponían en marcha, formando solemne procesión a paso cuidadosamente calculado para llegar a la cumbre del cerro precisamente a medianoche. Uno de ellos, a quien se había confiado el deber de encender el fuego nuevo, avanzaba ejercitándose en el manejo del mamalhoaztli, las dos piezas de madera, el husillo y la tabla, de cuyo mutuo frotamiento habían de surgir las primeras chispas, y a su lado marchaba cabizbajo el prisionero Xiutlamin, sobre cuyo pecho sacrificado había de encenderse el fuego. (Madariaga, 1955, p. 47)

Motecuhzoma apareció para reforzar el misticismo guerrero que se había forjado en los períodos de gobierno de los anteriores tlatoani. El contenido del ritual confirma los principios más hondos de la ideología estatal de los antiguos mexicanos, en palabras de Alfredo López Austin: “el mito legitima el poder haciendo de la jerarquía del sistema de autoridad algo sobrenaturalmente sancionado” (1996, p. 364). Para los mexicas la guerra era obligación y fuente de privilegios burocráticos y derechos: camino de ascenso social. El sustrato combativo del mito del señor de los tenochcas sostenía la lógica de dominio territorial de la ciudad en la metrópoli y, a mayor escala, en Anáhuac. “Huitzilopochtli había depositado su poder en él [Motecuhzoma], y como único representante del dios tenía la obligación de dominar todo el mundo (López, 1961, p. 51). La confirmación de realidad en la ritualidad mítica no solo revitaliza la cosmogonía y el relato originario, también afirma el statu-quo en la forma de relaciones de dominación y relaciones sociales de producción. La presencia de sacerdotes y tlatoques en el rito reponía la estabilidad de la triple alianza, que sostenía el esquema de dominio militar y comercial de México-Tenochtitlan (López, 1961, p. 37):

Había llegado el último minuto para Xiutlamin; cinco sacerdotes se apoderaban de él y lo echaban sobre la piedra del sacrificio asiéndolo fuertemente de piernas, brazos y cabeza, mientras el sacerdote supremo, con un cuchillo de obsidiana, le abría el pecho de un golpe […]. Al instante le arrancaba el corazón del pecho y lo ofrecía, todavía palpitante, ante la imagen de la sanguinaria deidad, y sobre el pecho abierto, el otro sacerdote encargado de encender el fuego, colocaba la tabla del mamalhoaztli haciendo girar sobre ella con febril ansiedad el husillo […] un polvillo de harina de madera […] iba a caer sobre el cuerpo de la víctima, y súbitamente, una chispa y luego otra y más inflamaban este polvo […] gradualmente todo el cuerpo sacrificado iba a alimentar las llamas del nuevo ciclo.

La aparición del fuego nuevo en el cerro de Uixachtecatepetl era parte de victoria de las fuerzas del día de Huitzilopochtli y renovación de la existencia con la instauración de un tiempo profano, cotidiano, resumido en las actividades corrientes, pero sostenido por el tiempo mítico primordial. “La escrupulosa y fiel repetición de los modelos divinos hace que el hombre se mantenga en lo sagrado, en la realidad y que el mundo quede ungido sacralmente” (Cruz, 1971, p. 47). La purificación y renacimiento del mundo tenochca se confirmaba en la proliferación del fuego, multiplicado en antorchas llevadas por sacerdotes vecinos a sus territorios. Como metáfora solar, los brotes del fuego primigenio que fulgía sobre el pecho sacrificado se esparcían por doquier para confirmar el cumplimiento del deber de los mexicas: preservar el tiempo. Su autoridad como mensajeros del sol fundamentó la actitud de Motecuhzoma Xocoyotzin que buscó centralizar, aún más, el poder político de México-Tenochtitlan con el debilitamiento de la injerencia de sus dos principales aliados. Su carácter soberbio, arrojado y despótico reflejó la voluntad de reunir en sus manos el poder supremo del mundo Nahua.

El palacio de Motecuhzoma, las casas reales y el Derecho tenochca

El soberano disfrutó de sus palacios y casas de placer, que se hallaban dentro y fuera de la metrópoli mexicana. Los edificios eran un ostento de lujo. Las piedras preciosas constelaban el espacio del oratorio, adornado también con incrustaciones de plata y oro. Los jardines del palacio fueron adjetivados babilónicos, llenos de extraordinarias plantas ornamentales, corredores y miradores que recogían los deleites del soberano y sus mujeres. Enormes bosques coronados de flores exóticas resguardaron el paso de corzos y ciervos, y una decena de lagunas de agua dulce y salada acogieron la presencia de todo linaje de aves “palustres y marinas, alimentadas con el alimento que les es natural: unas con pescado, otras con gusanos y moscas, otras con maíz, y algunas con semillas más finas” (Reyes, 1991, p. 11). Un grupo de más de trescientos servidores cuidaba de la legión de aves: unos las espulgaban, otros recolectaban los huevos, otros las echaban cuando enclocaban y otros recogían las plumas para embellecer joyería, salones, túnicas, herramientas y armas.

abrense las puertas a calles y plazas, dejando ver patios con fuentes, losados como los tableros de ajedrez; paredes de mármol y jaspe, pórfido, piedra negra; muros veteados de rojo, muros traslucientes; techos de cedro, pino, palma, ciprés, ricamente entallados todos. (Reyes, 1991, p. 11)

El Museo de Historia Natural de Motecuhzoma se ubicó al occidente de la alameda central cerca del palacio del soberano, ­donde iniciaba­, y se distribuyó en la Totocalli, casa de las aves, que tenía un enorme patio losado. Más de seiscientos hombres se dedicaban al cuidado de los animales, que incluyeron aves de rapiña “desde los cernícalos y alcándaras. También hay leones enjaulados, tigres, lobos adives, zorras, culebras, gatos […] y para que nada falte […] hay aposentos donde vivían enanos, corcovados y demás contrahechos” (Reyes, 1991, p. 12). Los palacios reales no solo tenían la función de llenar de lujo la vida de la nobleza mexica. Allí mismo se daba manejo a los asuntos civiles en forma de pleitos, delitos, disputas, etc. El derecho en México-Tenochtitlan se aplicó en concordancia directa con la dinámica de espacialización del mito que venimos examinando.

Los mexicas impusieron la religión solar de Huitzilopochtli como sus colaboradores directos en la tierra, pero la conservación de los elementos centrales de la cosmogonía anterior a su dominio quedó fijada en los principios administrativos. Así, como apunta el arqueólogo Alfonso Caso, la espacialidad del mito se tradujo en “agrupar a todos los seres según los puntos cardinales y la dirección central, o de abajo arriba” (1953, p. 21). El espacio, en este contexto, no solo se articula sobre el eje de la horizontalidad, sino que se eleva en el eje vertical, en forma de pirámide como masa de piedra calendárica: representación del tiempo y testimonio de los avatares de los pueblos dominantes y de sus visiones en las distintas épocas de la ciudad. El sincretismo de la cosmogonía tolteca y el vigor del pueblo del sol se tradujo en una moral citadina cuya transgresión podía derivar en una muerte brutal, acompañada de una glorificación de la guerra en la desmesura de la violencia que se traducía en méritos: “los derechos eran obtenidos en relación a los méritos, por lo que la igualdad de todos los hombres nunca fue postulada como principio dogmático” (López, 1961, p. 16).

Hay testimonios desde los tiempos toltecas de la creencia de que el universo había surgido de un principio positivo y negativo, masculino y femenino, creador de los elementos, de las fuerzas, del espacio, del tiempo: Ometéotl -Dios dual- […] divinidad creadora y sustentadora de los hombres y los dioses. De él derivaron sus cuatro hijos: Tezcatlipoca rojo, Tezcatlipoca negro, Quetzalcóatl y Tezcatlipoca azul (Caso, 1953, página 20), cada uno con el color representante de un rumbo del universo en el plano horizontal. Perpendicularmente a este plano, se colocaba una división de trece cielos, en los que moraban los astros y los dioses, siendo el supremo el Omeyocan, lugar de la dualidad, y de nueve páramos subterráneos, que descendían los muertos para llegar al Mictlan, su destino final (León Portilla, 1956, p.123). (citado en López, 1961, p. 9)

Así pues, el loto de piedra se distribuyó en cuatro distritos administrativos orientados según los puntos cardinales, cuyos vértices, de forma extraordinaria, se encontraban en el corazón de piedra del templo mayor. Los comerciantes tenían dos jefes, en la cumbre del ejército mandaban dos militares. El poder se expresaba en el principio masculino del Tlatoani y en el femenino del Cihuacóatl ­–serpiente hembra­– (López, 1961, p. 16). El palacio de Motecuhzoma, compuesto por varias casas, salones, patios y estanques, dio materialidad a la estratificación social del castigo en la antigua capital mexicana, de acuerdo con un complejo sistema de compartimentación de los tribunales en casas y salas. La sala de la judicatura era el sitio de residencia del rey, los cónsules, oidores y nobles que se encargaron de dar solución, en algunos casos punitiva, a pleitos y delitos. La muerte por ahorcamiento, lapidación y sacrificio era castigo frecuente, así como el destierro definitivo, la humillación por trasquiladura ­–que anulaba la insignia de prestigio del peinado­–, el golpe de garrote hasta la muerte y la reclusión temporal en sólidas jaulas enormes y almacenes (Sahagún, 1981, p. 85).

En algunos casos, la sala real podía deshacer la condición de esclavitud de cautivos y dirimía querellas tanto de la nobleza como de los estratos populares. La casa de nombre Tlaxitlan se ocupaba de las disputas que tocaban la nobleza y la sala que se llamó Teccalli o Teccalco, residencia de ancianos y senadores, se hacía cargo de las discordias de los macehualli, miembros de una clase superior en estatus a los esclavos, pero menos poderosa que los nobles. Los administradores de justicia de ambos organismos eran objeto de estricta vigilancia y, en caso de ser denunciados por cohecho, corrupción o injusticia, eran encerrados en jaulas como antesala de la pena de muerte (Sahagún, 1981, p. 87).

Una casa del palacio se llamó Tecpilcalli y funcionó como espacio punitivo para los nobles y soldados acusados de adulterio, que sufrían la muerte por lapidación pública. Otra sala llevaba el nombre náhuatl de Tequiuacacalli, era administrada por capitanes y operaba a la manera de consejo de guerra. La sala Achcaucalli fue habitada por los achcacauhtin, antiguos verdugos que sufrían la pena de muerte en caso de no cumplir con su función. Una de las casas del palacio dio techo a los telpochtlatoque, comandantes militares que coordinaban hasta cuatrocientos hombres en el campo de batalla y a los maestros de los tlachcahuan, guerreros y jóvenes aprendices, que tenían por costumbre cantar y bailar desnudos en aquel sitio, de nombre Cuicacalli, con apenas “una manta hecha a manera de red y en la cabeza ataban unos penachos de plumas con unos cordones hechos de hilo de algodón coloreado” (Sahagún, 1981, p. 87). Llevaban turquesas como adorno en las orejas y barbotes de conchas de caracol blanco. Después del baile dormían desnudos o cubriéndose apenas con su mantilla y en caso de que el soberano se enterara de la práctica de relaciones sexuales o de algún desperdicio de ofrendas, el castigo era la lapidación pública o el golpe de garrote hasta la muerte (Sahagún, 1981, p. 87).

Hubo una sala del palacio que sirvió de almacén de provisiones de maíz, fríjol, semillas y bledos contenidos en trojas. Allí también se daba cautiverio a delincuentes que no merecían la muerte por sus infracciones. La sala de nombre Calpixcacalli acogió a los funcionarios encargados de llevar la cuenta de los tributos presentados al señor Motecuhzoma y, en caso de incurrir en actos de corrupción, no solo el funcionario era condenado a muerte, sino que su familia era desposeída y los bienes pasaban a manos del soberano. La casa que se llamó Mixcoacalli ­–casa de la serpiente de nubes­– dio espacio a los cantores, que se mantenían atentos con su parafernalia e instrumentos musicales para entretener al soberano con sus espectáculos cuando aquel lo precisara (Sahagún, 1981, p. 88). Una sala de nombre Malcalli sirvió para concentrar a los cautivos y otra, que se llamó Totocalli, albergó “mayordomos que guardaban todo género de aves y también en ese lugar se juntaban pintores […], lapidarios y entalladores [junto con] unos mayordomos que tenían cargo de guardar tigres y leones y onzas y gatos cervales” (Sahagún, 1981, p. 89).

Los relatos compilados por Fray Bernardino de Sahagún, Ángel María Garibay y Miguel León-Portilla, entre otros estudiosos, nos privilegian con una relación indígena de los hechos de la conquista. En los textos traducidos y comentados por León-Portilla, por ejemplo, se menciona una “Casa de lo negro [casa de estudio mágico]” (p. 8) donde llevaron a mostrar a Motecuhzoma, los que trabajaban en el agua, un ave cenicienta que habían encontrado en el agua. El ave, según se dice, cargaba una suerte de espejo en la cabeza que, al encontrar la mirada del soberano, reveló visiones de unos hombres que hacían la guerra montados sobre unos “como venados” (p. 8). El soberano mexica reunió a sus sabios y hechiceros para constatar, pero nadie confirmó el presagio. Se cuenta entre los presagios indígenas de la guerra contra los españoles, la aparición esporádica de gentes deformes con dos cabezas y un solo cuerpo que se llevaban a esta casa para conocimiento del señor de los mexicas. Estos atisbos se conocen como “el octavo presagio funesto”2.

Los presagios, que suman ocho en total, indican una serie de eventos anómalos que fueron tomados de muy mal augurio, según los relatos nahuas, como antesala de un gran desastre. El segundo presagio cuenta que, antes de la llegada de las huestes de Cortés, se incendió de forma espontánea el templo de Huitzilopochtli: “rápidamente en extremo acabó el fuego todo el maderamen de la casa” (León-Portilla, 1959, p. 5). A pesar de los intentos de los mexicanos, que atacaron el fuego con agua traída en cántaros, la llama se avivó hasta devorar el sitio sagrado. También se cuenta que el templo de Xiuhtecuhtli fue “herido por un rayo” (León-Portilla, 1959, p. 5) y se recuerdan luces y espigas ardiendo en los cielos: “una como aurora: se mostraba como si estuviera goteando, como si estuviera punzando en el cielo”. (León-Portilla, 1959, p. 4) Cuando se reportó la aparición de las carabelas, como edificios flotantes, la angustia consumió a los mexicas, y en especial a su soberano que, muy decaído, esperaba el encuentro con el ejército de Cortés.

Enterado por los informes de sus mensajeros de la llegada de esos forasteros que traían consigo animales y cosas tan extrañas, el ánimo de Motecuhzoma se turbó cada vez más. Los informantes de Sahagún refieren cómo envió toda clase de magos y brujos para causar algún maleficio a los españoles […] En medio de sus dudas, pensando que posiblemente fueran dioses, Motecuhzoma envió también cautivos para que fueran sacrificados en su presencia. (León-Portilla, p. 39)

Encuentro de dos mundos: ¿dioses o popolocas?3

De acuerdo con la posibilidad de que los extranjeros aparecidos en el golfo de México fueran dioses, Motecuhzoma envió cinco mensajeros al encuentro de las huestes de Cortés. El soberano mexica encargó a sus servidores la entrega de dones de naturaleza diversa. Los textos nahuas del códice florentino, recuperados y divulgados por el humanista Miguel León-Portilla en su Visión de los vencidos de 1959 detallan las cualidades de los regalos de bienvenida como sigue: una máscara de serpiente hecha de turquesas, un travesaño para el pecho adornado con plumas de quetzal, un collar con un disco de oro en el medio “y un escudo de travesaños de oro, o bien con travesaños de concha de nácar [que] tiene plumas de quetzal en el borde y unas banderolas de la misma pluma” (p. 28).

Este grupo de dones fue llamado el tesoro de Quetzalcóatl. Se agregó a esta ofrenda el tesoro de Tezcatlipoca, que incluyó un espejo revestido de plumas de quetzal incrustado de turquesas, una ajorca constelada de jades y jadeítas, sandalias de obsidiana, orejeras con cascabeles de oro, un collar para cubrir el pecho hecho de conchas de caracol y un lanza dardos ataviado con cabezas de serpiente. En las traducciones de León-Portilla se añade “Un capacete de forma cónica, amarillo, por el oro, lleno todo el de estrellas” (p. 28). Un chaleco de plumas finas, “un manto de hilos atados de color azul, este se llama el «campaneante resonador». A las orejas se alza y allí se ata” (p. 29); un espejo, un juego de cascabeles para atar al tobillo y un juego de sandalias blancas. El atavío de Tlalocan Tecuhli traía una peluca de plumas finas con travesaño de oro y concha nácar, orejeras de jade, un chaleco de piedras semipreciosas, “un bastón de forma serpentina con mosaico de turquesas” (p. 33), entre otras magníficas ofrendas.

Los mexicas transportaron los regalos en canoas y se presentaron con toda reverencia ante Cortés: “le pusieron con esmero la máscara de turquesas […] lo enchalecaron y […] le pusieron al cuello el collar de petatillo” (León-Portilla, 1959, p. 33). Así entregaron todas las ofrendas. El líder castellano les puso yerros en los pies, los aturdió disparando cañones y los retó a combatir, diciendo: “voy a experimentar qué tan fuertes sois, ¡qué tan machos!” (León-Portilla, 1959, p. 34). Camino del valle de México, los españoles se encuentran con los Tlaxcaltecas, que se muestran sumisos a sus deseos y ocurre la masacre de Cholula. Los indios caen asesinados sin mayor resistencia. Ya en las inmediaciones de los volcanes, Motecuhzoma envía nuevos presentes y los mexicas empiezan a sospechar que los hombres blancos que habitaban aquellas corazas de hierro podrían no ser dioses. Así hablaron los nahuas de la reacción de los españoles a las ofrendas: “se les puso risueña la cara… como si fueran monos levantaban el oro… como unos puercos hambrientos levantaban el oro” (León-Portilla, 1959, p. 65). A pesar de sus propias dudas y de las reservas de su hermano, Motecuhzoma decide recibir a Cortés en amistoso término y le abre la entrada a México-Tenochtitlan. El momento de la caída de estos dioses invasores se da cuando se permiten profanar el espacio sagrado del templo mayor. Ahí se dan cuenta los mexicas que los venidos del mar no son dioses, son solo hombres y resuelven medirse con ellos en la guerra porque no hay sentido en tolerar más agresiones.

Cuando los aztecas le ofrecieron comidas con sangre, estos dioses extraños las desdeñaron. Más extraños eran aun cuando se alegraban del oro, que irracionalmente transformaban preciosas joyas en lingotes, destruyendo el inmenso trabajo de refinados orfebres –que serían la admiración de Durero en Holanda–; que absurdamente matan a los enemigos en las batallas en vez de tomarlos prisioneros para inmolarlos a los dioses. (Dussel, p. 124)

Según el historiador Fernando Alva Ixtlilxóchitl, el ejército español llegó al loto de piedra tenochca el 8 de septiembre de 1519 (León-Portilla, 1959, p. 79). Allí instalados, fueron recibidos con genuflexiones por Motecuhzoma que los atavió y casi de inmediato se convirtió en su prisionero. “Se disparó un cañón: como que se confundió todo. Se corría sin rumbo, se dispersaba la gente sin ton ni son […] todo esto era así como si todos hubieran comido hongos estupefacientes” (León-Portilla, 1959, p. 85). La guerra, en el encuentro de dos mundos, alteró definitivamente el orden simbólico en la espacialidad de la existencia. La tiranía de la pólvora y la armadura trastocó de inmediato el esquema de poder y puso a los dioses extranjeros en el lugar de soberanos en un ámbito endeble y tenso que oscilaba entre la obediencia, el disgusto, la zozobra y el terror.

Al siguiente día de la entrada de Cortés y sus soldados en la metrópoli tenochca fue el secuestro de Motecuhzoma: “lo rodeaban se apretaban a él. Él iba en medio, iba delante de ellos. Lo van apretando, lo van llevando en cerco” (León-Portilla, 1959, p. 85). Lo interrogaron en busca de oro y, hechizados por el ansia, rebuscaron en las casas reales. Cada paso fue un desafío y el granítico orden jurídico dominado por la nobleza tenochca se disolvió en la pesquisa. De Tecaulco, la casa del tesoro, se llevaron todo lo que les pareció valioso o bello, redujeron el oro de los artefactos a barras, se adueñaron de las piedras más vistosas y las de menos valor fueron el botín de sus aliados indígenas tlaxcaltecas.

[Se llevaron] travesaños de pluma de quetzal, escudos finos, discos de oro, los collares de los dioses, las lunetas de la nariz, hechas de oro, las ajorcas de oro. Inmediatamente fue desprendido de todos los escudos el oro, lo mismo que de todas las insignias. Y luego hicieron una gran bola de oro, y dieron fuego, encendieron, prendieron llama a todo lo que restaba, por valioso que fuera: con lo cual todo ardió. (León-Portilla, 1959, p. 86)

Resignificación del espacio social en el orden de la guerra: la última fiesta de Tóxcatl

Con el nombre de Tóxcatl los nahuas de la antigüedad distinguían el quinto mes del año. Según los informantes de Sahagún, el primer día del mes se llevaba adelante la fiesta principal de los mexicas. Para saciar a Tezcatlipoca, dios de la discordia, que quitaba y otorgaba dignidades a su antojo y favorecía las disputas y conflictos, omnipresente e invisible (Sahagún, 1981, p. 258), sacrificaban a un hombre joven, cuidado para no guardar imperfecciones en su piel. Cultivado en el arte de la oratoria, en el canto, y en la interpretación de la flauta era escogido entre muchos, llevaba el pelo hasta la cintura y, en los días anteriores a su sacrificio, se paseaba por las calles de la ciudad frente a las reverencias y adoraciones de sus conciudadanos.

Veinte días antes de su muerte ritual le facilitaban la compañía de cuatro mujeres bien dispuestas con las que tenía encuentros sexuales hasta el día del sacrificio. “Cinco días antes de que muriese hacíanle fiestas y banquetes, en lugares frescos y amenos” (Sahagún, 1981, p.279). El día de la fiesta lo apartaban de sus compañeras y dejaban que subiera las gradas del cu de nombre Tlacochcalco: “llegado arriba echábanle sobre el tajón, sacábanle el corazón […] abajo le cortaban la cabeza y la espetaban en un palo que se llamaba Tzompantli” (Sahagún, 1981, p. 279). La última fiesta de Tóxcatl se inició con la ciudad invadida por los españoles. En el códice de Aubin se registró que “luego pidieron [los mexicas] la fiesta de Huitzilopochtli y quiso ver el español cómo era la fiesta. Quiso admirar y ver en qué forma se festejaba” (citado en León-Portilla, 1959, p. 93). Los mexicanos, como era su costumbre, dieron forma con semillas de bledo de chicalote ­argemone mexicana­– a una hermosa representación del águila solar: Huitzilopochtli.

Con joyas de oro y adornos de turquesa, plumas de papagayo, águila y quetzal adornaban la imagen. Los tenochcas hicieron ofrendas al dios representado (semillas de bledo apelmazadas y quizá carne humana) y marcharon, temprano en la mañana, para continuar la ceremonia con el baile del culebreo. En la vanguardia del cortejo iban los capitanes –desarmados–, los valientes y los penitentes. “Los que habían ayunado un año, andaban al frente de la gente: mantenían en fila a la gente con su bastón de pino” (León-Portilla, 1959, p. 96). Cuando se desenvolvía la música, el canto y la danza en el templo mayor, los españoles movilizaron sus tropas y cerraron los tres puntos de acceso al patio sagrado. Se abalanzaron sobre los bailarines y perpetuaron la masacre que provocaría la cólera de los antiguos mexicanos en el sitio más sagrado para ellos:

dieron un tajo al que estaba tañendo: le cortaron ambos brazos. Luego lo decapitaron: lejos fue a caer su cabeza cercenada. Al momento a todos acuchillan, alancean a la gente y les dan tajos, con las espadas los hieren. A algunos los acometieron por detrás; inmediatamente cayeron por tierra dispersas sus entrañas. A otros les desgarraron la cabeza: les rebanaron la cabeza, enteramente hecha trizas quedó su cabeza […] había algunos que aún en vano corrían: iban arrastrando los intestinos y parecían enredarse los pies en ellos. (León-Portilla, 1959, p. 98)

Las casas reales mexicas se convierten en refugio de los españoles

La indignación que causó el asesinato de los guerreros en el templo sagrado inflamó un clamor guerrero multiplicado en toda la ciudad. Motecuhzoma e Itzcuauhtzin trataron de disuadir a la multitud enardecida de los mexicanos, pero aquellos no desistieron, acusaron de traidor y cobarde al soberano y se dice que lo atacaron. Según se verifica en la relación de los hechos de autoría del historiador Fernando Alva Ixilxóchitl, no se sabe con certeza la forma en que Motecuhzoma murió: “dicen que uno de ellos [de los indios] le tiró una pedrada de lo cual murió; aunque dicen sus vasallos que los mismos españoles lo mataron y por las partes bajas le metieron la espada” (citado en León-Portilla, 1959, p. 109). Los mexicas atacaron con dardos, arpones, jabalinas y con todo lo que tuvieron a la mano por siete días, y los españoles se agazaparon en la casa real. Los guerreros tenochcas sitiaron los edificios y montaron guardia de día y de noche por veintitrés días más. Sin embargo, se dice que algunos indios se las arreglaron para allegar víveres a los españoles a hurtadillas. En caso de ser descubiertos eran apedreados hasta la muerte.

Las acequias se abrieron y se puso obstrucción por todas partes para dificultar el escape de los invasores. Hernán Cortés, que estuvo fuera durante la masacre del templo mayor y el comienzo de la batalla, volvió a Tenochtitlán para sumar tropas de españoles y tlaxcaltecas y se guareció en las casas reales con sus compañeros. Luego de aguantar el sitio de los mexicas, los españoles huyeron a la media noche y usaron puentes portátiles para cruzar los canales de Tecpantzinco, Tzapotlán y Atenchicalco. En el canal de Mixcoatechialtitlan fueron vistos por una mujer que sacaba agua. Los tenochcas usaron barcas de guarnición protegidas con escudos y lanzaron dardos contra los enemigos. También caminando se lanzaron contra los invasores, que se defendieron con espadas, disparos de arcabuz y ballestas, Cuando llegaron al canal de los toltecas se despeñaron en el vértigo de la huida: “todos allí se arrojaron […] pronto con ellos el canal quedó lleno, con ellos cegado […] y aquellos que iban siguiendo, sobre los hombros, sobre los cuerpos, pasaron y salieron a la otra orilla.” (León-Portilla, 1959, p. 114).

Esta primera derrota del ejército español en México-Tenochtitlan quedó registrada en los manuales de historia como la Noche Triste de los españoles, y hoy se tienen aproximaciones muy convincentes de los lugares donde ocurrieron estos hechos. Inclusive, quedan las raíces de un viejo ahuehuete que se dice, no sin polémica, vio llorar a Hernán Cortés en la huida del asedio mexica. El árbol de la noche triste fue rebautizado en 2020 y ahora la enorme capital del México contemporáneo exhibe un monumento de nombre Calzada de la Noche Victoriosa. Lo acompaña una placa en que se lee, en español y en náhuatl: “En este árbol lloró Hernán Cortés”. El aniversario de la Noche Victoriosa se celebró en 2021 con la siembra de nuevos ahuehuetes, ya que el principal ha sufrido varios incendios. El último de los atentados lo dejó casi completamente destruido (Fierri, 2021).

Sitio y caída de la capital de Anáhuac

“gusanos pululan por las calles y plazas, y en las paredes están salpicados los sesos” (León-Portilla, 1959, p. 199)

Después de la huida de las tropas castellanas, los mexicas descartaron la posibilidad de un contraataque. Restauraron la ciudad y los ritos y fiestas continuaron. Cuitláhuac fue coronado sucesor de Motecuhzoma. “Otra vez se aderezó, se compuso la casa del dios. Fue bien barrida, se recogió bien la basura, se sacó la tierra” (León-Portilla, p. 122). Se celebró la fiesta de la diosa de la sal, Huixocíhuatl, en el séptimo mes y los sacerdotes que representaban a las divinidades en las celebraciones rituales vistieron de nuevo sus atavíos de plumas de papagayo, quetzal y águila; se adornaron con máscaras engastadas en turquesas y se afirmaron en la permanencia de Huitzilopochtli en la cumbre del cielo como estandarte solar de la victoria mexica. Sin embargo, la estabilidad de la ciudad duró poco y recién acabadas las celebraciones, la metrópoli se vio asolada por lo que se llamó “hueyzáhuatl o hueycocolitzi” (León-Portilla, 1959, p. 122), una enfermedad que cubrió los cuerpos de muchos mexicanos y llegó a paralizarlos antes de llevarlos a la muerte. Las relaciones nahuas de la Visión de los vencidos detallan así los síntomas del padecimiento:“Cuando se movían algo, daban de gritos. A muchos dio la muerte la pegajosa, apelmazada, dura enfermedad de granos” (p. 124).

La peste duró 60 días, dejó marcas en el rostro de muchos sobrevivientes y, más adelante, se asimiló como un nuevo presagio funesto para el imperio del águila solar y sus hijos guerreros. En efecto, los castellanos no tenían planes de rendirse en su empresa de conquista. Según explica León Portilla, a partir de la información registrada en el Códice florentino, Cortés volvió con doce bergantines construidos con la ayuda de sus aliados indios para asediar la ciudad desde el agua y apoyar una gran ofensiva de artillería (p. 125). “Estando los españoles en Tlaxcala labraron doce bergantines, y antes que los armasen trajéronlos en piezas los indios hasta Tezcuco, y allí los armaron, enclavaron y carenaron” (Sahagún, 1981, p. 349). Se aproximaron por la laguna y metieron dos bergantines por el camino de Xoloco: “No van de prisa, no se alteran. Van tañendo sus tambores, van tocando sus trompetas. Tocan sus flautas, sus chirimías, sus silbatos” (León-Portilla, 1959, p. 127).

Desde tiempo atrás Cortés había visto la vulnerabilidad de la metrópoli en el bloqueo de sus canales de acceso. Se acercó por el agua y sometió a la flor de piedra a un cerco definitivo. Los ataques se hicieron efectivos en desembarcos que, por la fiereza de los mexicas, derivaron en repliegues de los españoles. Para escapar de los dardos y las flechas de los tenochcas, los soldados de castilla se retiraban hacia el centro de la laguna. En una de aquellas ofensivas, quince españoles fueron apresados y llevados a Tlacochcalco para su sacrificio. Desde la distancia, sus compañeros observaron la manera en que les dieron muerte: “del todo los dejaron desnudos. Luego así ya convertidos en víctimas, los sacrifican” (León-Portilla, 1959, p. 139). En Xocotitlan y Coyonacazco, las hordas de Cortés fueron repelidas con dardos, piedras, cuchillos y lanzas.

La resistencia comenzó en Zoquiapan donde se atacó desde las canoas a los españoles con dardos y saetas. Las zonas de guerra fueron quedando despobladas y muchos indios huían como podían llevando apenas lo puesto: “los españoles entraban en las [casas] que dejaban, y robaban cuanto hallaban” (Sahagún, 1981, p. 349). En Xoloco derribaron un muro que se oponía a su avance con tres tiros de cañón. Los cañones de los castellanos, apostados en la proa de los bergantines, diezmaron el enjambre de canoas que componía la defensa mexicana: “Mucha gente murió, y se hundieron en el agua, se sumergieron y quedaron en lo profundo violentamente. De modo igual las flechas de hierro, aquel a quien daban en el blanco […] moría al momento, exhalaba su aliento final”. (León Portilla, 1959, p. 128). Ante los golpes de cañón, los mexicanos se repliegan en las casas y pierden terreno. En Vitzillan apuntaron los cañones a otro paredón que defendía la ciudad y lo derribaron. Los guerreros que se apostaban en aquel lugar huyeron en desbandada. El camino quedó abierto. Los castellanos bloquearon el paso del agua con la ayuda principal de sus aliados indios y cuando quedó seca la acequia, por allí entraron a la metrópoli.

Ya en la ciudad ubicaron un cañón en la puerta del águila, que se llamó así porque en el sitio había un águila corpulenta de piedra tajada, acompañada de un tigre y un oso mielero del mismo material. Los disparos de cañón dispersaron a los indios y los españoles avanzaron hasta llegar al cu de Huitzilopotchli. Allí llevaron el cañón. “Sobre el cu de Vitzilopuchtli estaban unos sátrapas sentados tañendo un teponaztli y cantando […] no cesaban de tañer y cantar, y subieron dos españoles, y matáronlos y echáronlos por las gradas abajo del cu.” (Sahagún, 1981, p. 250). En ese momento, los capitanes y guerreros que estaban en las canoas se echaron a tierra y atacaron con gran ímpetu a los españoles hasta hacerlos retroceder. Tuvieron que replegarse en Acachinanco y en la huida dejaron abandonado el cañón, que había sido puesto sobre la piedra de sacrificio gladiatorio. “Lo cogieron luego los guerreros mexicanos [el cañón], lo arrastraron furiosos, lo echaron al agua. En el Sapo de Piedra [Tetamazolco] fue donde lo echaron” (León Portilla, 1959, p. 132).

La siguiente ofensiva se hizo por el rumbo de Cuahuecatitlan: “echaron allí adobes, maderamiento de las casas: los dinteles, las jambas, los pilares, las columnas de madera” (León Portilla, 1959, p. 140). Con el canal bloqueado, marcharon los españoles junto a sus aliados de Chalco, Acolhuacan y Tlaxcala. Los mexicanos, escondidos, esperaron el avance de sus enemigos y cuando vieron buen momento se lanzaron al ataque. Capturaron el estandarte castellano e hicieron cautivos a 53 españoles y a cuatro de sus caballos. Los sacrificaron y decapitaron para ensartar sus cabezas en picas. Las cabezas de los españoles quedaron espetadas de cara al sol, y bajo aquellas se fijaron las de sus animales. “Las cabezas de los pueblos aliados no las ensartaron, ni las cabezas de gente de lejos” (León-Portilla, 1959, p. 142). Los castellanos, sin embargo, redoblaron sus esfuerzos y la ciudad se vio asediada por varios flancos. La entrada de provisiones se vio interrumpida y los tenochcas resultaron cautivos en su ciudad. Acorralados por el desabastecimiento, bebieron agua de salitre y muchos murieron por causa de la disentería. La angustia devoraba las horas y, en el lento y doloroso debilitamiento de las tropas tenochcas, los españoles y sus aliados indios fueron ganando terreno:

Todo lo que se comía eran lagartijas, golondrinas, la envoltura de las mazorcas, la grama salitrosa. Andaban masticando semillas de colorín y andaban masticando lirios acuáticos, y relleno de construcción, y el cuero y la piel de venado. Lo asaban, lo requemaban, lo tostaban y lo comían. Algunas hierbas ásperas y aun barro. (León-Portilla, 1959, p. 144)

A pesar del recio empeño de los mexicas, los del ejército de castilla avanzaron e hicieron crecer llamas en el templo mayor: “cuando ven arder el templo, se alza el clamor y el llanto, entre lloros uno a otro hablaban los mexicanos” (León Portilla, 1959, p. 145). El territorio se disputó metro a metro. Obstinados en conseguir la victoria estaban los pueblos cuyos dioses se odiaban. Ambos ejércitos encarnaron voluntades de universalidad, y su astucia fue desplegada en la ciudad, hecha un campo de batalla, en nombre del ardiente Hércules mexica o del mito cristiano en la voluntad de convertir a las almas de los así llamados infieles. Los castellanos se camuflaron entre los mexicanos, imitando su indumentaria y los tenochcas llenaron sus azoteas de hombres y mujeres que lanzaban piedras y dardos para defenderse. Los textos de León Portilla cuentan que “Todas aquellas casas de los de Quecholan fueron perforadas por detrás […] para que al ser perseguidos por los de a caballo […] los mexicanos por esos huecos se metieran” (p. 146). Según los comentarios de los informantes de Sahagún, los castellanos ubicaron una enorme catapulta justo sobre un adoratorio o cu “que estaba en el tianquiztli”4 que llamaban mumuztli” (p. 355).

El mercado de Tlatelolco fue el último refugio de los tenochcas en la guerra que sometió a la metrópoli al dominio español. Los mexicas recurrieron, en las postrimerías del combate, a la insignia que llevaba la voluntad de Huitzilopochtli como arma mortífera con la que la deidad solar dio muerte a su hermana Coyolxauhqui. El capitán de nombre Opochtzin, tintorero de oficio, fue ataviado con el traje que perteneció al tlatoani Ahuitzotzin, padre de Cuahutémoc, y se le entregó “un largo dardo colocado en vara, que tenía en la punta un pedernal” (León-Portilla, 1959, p. 150) como el arma que contenía la voluntad del señor de los mexicas para que espantara y aniquilara a los invasores. Muy a pesar de la bravura del así llamado Tecolote de Quetzal, el ejército mexicano, agobiado por el sitio y brutalmente diezmado por las tropas enemigas, se rinde en cabeza de Cuahutémoc, luego de una cuidadosa deliberación en Tolmayecan.

Los templos y palacios, el gran mercado, las escuelas, las casas, todo quedó en ruinas. No pocos sacerdotes, sabios, guerreros y otros muchos, los dioses mismos, perecieron o no se supo más de ellos. Los presagios funestos que Motecuhzoma y algunos otros dijeron haber contemplado, parecieron cumplirse. (León-Portilla, 1959, p. 225)

El sitio de la antigua ciudad de los mexicas duró ochenta días, costó el sacrificio de más de doscientos cuarenta mil indios mexicanos y la muerte de más de treinta mil, de los más de doscientos mil, entre indios y españoles, que sepultaron el dominio azteca del territorio (León-Portilla, 1959, p. 165). La brutalidad del enfrentamiento reflejó la voluntad de dos pueblos fieros de guerreros, cobijados por un mito de aliento universal. Así como el Hércules flamígero de Mesoamérica autorizó a sus hijos de apropiarse de todo territorio que apareciera en su gesta, el reino de Castilla, como vanguardia de la contrarreforma dio la misma libertad a sus soldados: “Conforme al derecho de la época [siglo XVI], los países habitados por infieles se consideraban que pertenecían a la nación cristiana que los descubriera, conquistara y poblara” (Brewer, 2007, p. 8).

Conquista y Colonia fueron dos nociones hermanas, el cronista Francisco López de Gómara escribió en su Historia General de las Indias: “Quien no poblare no hará buena conquista, y no conquistando la tierra no se convertirá a la gente” (citado por Brewer, 2007, p. 3). De tal suerte que la guerra derivó en una nueva espacialidad del mito impuesta en la ciudad de la Nueva España en la forma de la ciudad reticular trazada a “cordel y regla” (Brewer, 2007, p. 4), si bien hay investigaciones que muestran que el proceso de reordenamiento del territorio según los lineamientos de la corona no se concretó de acuerdo al primer esquema racional, sino que se vio condicionado por “realidades contingentes y por las prácticas específicas de castellanos e indígenas” (Castro, 2017, p. 114). La historia de la Colonia será el diálogo difícil entre las distintas voces que coexistieron en la ciudad.

Algunos elementos como la centralización del poder político y administrativo se mantuvieron en el desarrollo de la Ciudad de México desde la antigüedad. Así también se conservó el patrimonialismo y la anomia en la forma de corrupción y pobre integración entre el poder central y las dinámicas sociales desde la Colonia hasta la contemporaneidad (Marín, Morales, p. 10). La ciudad moderna en América Latina se muestra, en general, dueña de dificultades particulares ­–respecto de los países del Occidente industrializado­–: modernización tardía, pobreza, marginación y falta de integración de las voces del pasado. La palabra náhuatl que, habitualmente, se asocia con la noción occidental de sabio es tlamatinime. El sabio antiguo de la cultura nahua funcionaba para su grupo como un espejo: puestos delante de sus discípulos, los reflejaban para “hacer que aparezca y se desarrolle en ellos un rostro” (León-Portilla, 2006, p. 81). Las visiones que perviven de su cultura, de sus ciudades y de sus mitos pueden cumplir hoy una función similar. Quizá mirando en los reflejos de nuestro pasado podamos reconocer, con rasgos más claros, el rostro de la identidad latinoamericana.

Referencias

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1 Sociólogo y Magíster en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia.

2 Sección tomada de los informantes de Sahagún, Códice Florentino, cap. I (versión del Náhuatl de Ángel María Garibay K.).

3 Del náhuatl: Alguien que habla como balbuceando. Término equiparable en connotación con el de bárbaro para los antiguos griegos.

4 Palabra náhuatl para designar los mercados.