Resumen: El texto parte de una constatación: no hay reversa a lo acordado con las FARC-EP, como texto constitucionalizado y vigente durante más de una década, aunque sí que hay margen de maniobra en cómo y cuándo implementar. Por otro lado, se distingue entre hacer las paces, el proceso y resultado de una negociación política orientada a poner fin a un conflicto armado, y construir paz, un proceso a largo plazo que busca evitar que los conflictos sociales, inevitables y recurrentes, den lugar a conductas violentas. Por eso, el horizonte a largo plazo relevante en Colombia es la construcción de paz, con un horizonte 2030 que se entremezcla con la agenda de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, ODS. A partir de ese punto de partida, el texto pretende situar en contexto, la génesis, contexto de surgimiento y evolución de la teoría y práctica de la noción de construcción de paz, repasando los diversos debates, con el objeto de dar pistas sobre cómo deben abordarse las tareas de construcción de paz en Colombia a la luz del consenso actual sobre su teoría y práctica.
Se trata, en suma, de una síntesis de una investigación que el autor, y su equipo, llevan desarrollando desde hace más de una década y, que, en este caso, sirve para poner en el centro del debate el impacto de la comprensión de la construcción de paz no como una agenda sino como un proceso para formular políticas públicas post-acuerdo en Colombia en el presente y el futuro a medio plazo.
Palabras clave: Construcción de paz,Acuerdo de paz con las FARC-EP, Post-acuerdo,Reconstrucción,Reconciliación.
La construcción de la paz: del debate académico sobre el concepto a la aplicación en el marco de políticas públicas post-acuerdo y vinculadas a la Agenda 2030 en Colombia
Recepción: 17 Mayo 2019
Aprobación: 23 Noviembre 2019
Partimos de una premisa o un a priori en mi opinión claro y constatable en el momento en que se escribe, octubre de 2018: no hay reversa al papel central del Acuerdo Final firmado en 2016 entre el Gobierno y, por tanto, el Estado, y las FARC-EP. El texto fue acordado, ratificado y constitucionalizado y por tanto obliga al presente Gobierno y a los dos siguientes.
Probablemente habrá cambios en los procesos de implementación y en las negociaciones para llevar a cabo los 578 compromisos del Acuerdo firmado en el Teatro Colón (24 de noviembre de 2016), tras la segunda negociación derivada de la victoria del No en el plebiscito del 2 de octubre de ese mismo año, merced a la posición manifestada por el Presidente Iván Duque y su Gobierno en los primeros meses de su desempeño. El Acuerdo, por tanto, pese a la implementación lenta en temas sensibles como desarrollo rural, sustitución de cultivos ilícitos o incluso participación política (frente al éxito en desarme y desmovilización) continuará siendo crucial en la vida colombiana.
Y ello por tres razones. Primero, por la más alta instancia judicial del país ha dejado claro que el Acuerdo obliga por tres mandatos al Ejecutivo, es decir de 2018 a 2030, pese a los inevitables cambios que se producirán en la interpretación, velocidad y mecanismos de implementación. Segundo, porque el proceso de implementación derivado de “hacer las paces” es sólo una parte de una tarea más importante, construir la paz, no menos de quince años de tarea futura que pueden entenderse como un tiempo de oportunidades, de cambios, que demandará el compromiso y actuación de toda la sociedad para lograr lo que Colombia no conoce desde hace más de un siglo, salvo lapsos breves, el fin de la reproducción intergeneracional de la violencia política. Y, tercero, la agenda de construcción de paz, que se emparenta con la agenda de desarrollo, junto a otros compromisos que también concluyen en 2030, los ODS y a la correspondiente Agenda 2030, van a condicionar y a conformar gran parte de las políticas públicas de los próximos 12 años. Y tercero, ello quiere decir que la relación entre construcción de paz, los ODS y la visión de la Colombia futura que comparta la ciudadanía, con los diversos pactos que la sustenten y en que se materialice, están y estarán relacionados.
Ello explica por qué creo que tiene interés dedicar el presente artículo a explicar cómo se gesta y en qué consiste la idea y la agenda de construcción de paz. En particular en unos momentos en que se vislumbran certezas, incertidumbres y retos. La principal certeza es que no hay reversa ni plan B: el Acuerdo se implementará, aunque, en lógica comparada, no se cumplirá, como en todos los casos de los últimos treinta años ni en su totalidad ni a cabalidad. Las incertidumbres y retos (en el doble sentido de la palabra, riesgo y oportunidad) son numerosos y aparecerán de otros, pero conviene distinguir entre los retos derivados de hacer las paces, ahora implementar lo acordado y eventualmente llegar a Acuerdos con el ELN, y construir la paz, un proceso más largo y con más protagonistas que conlleva incrementar al máximo posible la probabilidad de que en el futuro nuevos conflictos, inevitables en el sentido de disputas o antagonismos entre actores que creen tener objetivos incompatibles respecto a algunos asuntos, no generen riesgos importantes de conductas violentas.
A todo eso, a poner orden en los conceptos y emociones, se dedican las páginas siguientes: se puede domar la suerte, se pueden controlar las emociones y expectativas, pero para ello hacen falta buenos mimbres para construir las artes que permitan tal cosa. En suma, se trata de brindar instrumentos para facilitar la democracia deliberativa, requisito previo para la participativa y la representativa. Discutamos, pero con argumentos, asegurando la comprensión intersubjetiva. Definir y aclarar los conceptos es el paso previo para dicha comprensión.
El año 1992, justo en medio del período 1990-1994 en que el Consejo de Seguridad autorizó más operaciones de paz que durante toda la guerra fría, y a resultas de una inusual reunión del Consejo a nivel de Jefes de Estado y de Gobierno, se encargó al secretario general Boutros Boutros Ghali un informe sobre el nuevo contexto de la paz y la seguridad en el mundo de posguerra fría y el papel que debía jugar NNUU. El resultado acabó siendo Un Programa de Paz, dónde, entre otras cosas se recuperó y dio nuevo significado al concepto de peacebuilding (construcción de la paz)2 acuñado unos años antes por Johan Galtung, en contraposición a peacekeeping (mantenimiento de la paz) y peacemaking (establecimiento de la paz). A partir de entonces, las expresiones “consolidación de la paz” o bien “construcción de la paz” han estado bien presentes en la agenda internacional. También a partir de ese momento se fue creando un complejo marco conceptual, programático y práctico, en particular en el marco de las NNUU, que ha dado en llamarse el “consenso sobre la construcción de la paz liberal” y que desde hace unos años está sometido a revisión crítica.
No obstante, en dos décadas y media, las cosas han cambiado mucho, lo que aconseja empezar, antes de adentrarse en el significado y práctica de la construcción de la paz, por un apartado contextual y conceptual, aunque contenido e instrumental.
El mundo ha cambiado fuertemente en las últimas décadas y ese cambio se refleja en la esfera internacional de forma clara, 25 años después del fin de la guerra fría y 24 después de la publicación del mencionado Un Programa de Paz. De hecho, el cambio del sistema internacional no ha concluido y diferentes acontecimientos, entre ellos la crisis económica y financiera iniciada en el 2007, lo están acelerando. Dichos cambios generan nuevos contextos y nuevos retos en el sistema internacional, al transformarse la agenda, los actores y las interacciones de conflicto y de cooperación que se dan en las relaciones internacionales. Asistimos a la progresiva sustitución de un sistema internacional clásico, con fronteras y reglas de funcionamiento bastante precisas, por un sistema social globalizado, en que se producen fenómenos parcialmente contradictorios a la vez: globalización, regionalización, fragmentación y localización. Y naturalmente esos contextos y retos afectan a la esfera de la seguridad en la que debemos insertar el debate actual sobre los retos de la agenda teórica y práctica de la construcción de la paz.
Se pueden resumir los ejes básicos de ese cambio, a efectos del presente texto, así:
En el centro del sistema se encuentran ahora los factores económicos, ya no los políticos.
La concepción del poder se ha transformado, así como la distribución y difusión del mismo, a nivel de estados, regiones y de actores transnacionales y no gubernamentales.
Los países emergentes, y en general el Sur, están ganando una creciente centralidad, cuantitativa y cualitativa.
El desarrollo, entendido ya de forma plural y no sólo como crecimiento económico, está en el centro de las preocupaciones del sistema, más que antes, junto con los nuevos rostros de la pobreza y la desigualdad.
Ha surgido una nueva concepción de la seguridad –entendida como proceso multidimensional, orientada también a las personas y no sólo a las naciones–, que debe prestar atención a nuevos riesgos y peligros, como las nuevas formas o rostros de la violencia.
Adicionalmente, ha cambiado la concepción y la práctica del poder, así como su difusión y las relaciones de poder entre los actores. Por un lado, el poder fundamental procede ahora de lo que se ha llamado “poder estructural”3 (la capacidad de conformar las reglas de juego) y “poder suave”4 (la capacidad de persuadir, de convencer), con una clara erosión del poder “duro” (militar). Dicho de otra forma, el poder no depende sólo, o no tanto, de lo que tienes (poder como recursos), sino de tus relaciones (poder relacional), de tu capacidad de conformar el sistema (poder estructural) y de tu capacidad de ofrecer insumos y relaciones atractivas, de interés mutuo, para otros actores (poder “suave”). Por otro, se están alterando las estructuras del poder internacional mediante la combinación de tres fenómenos, interrelacionados: 1) la debilitación progresiva, al menos en términos relativos, de las grandes potencias del Norte; 2) la creciente centralidad de potencias emergentes (BRICS, por ejemplo), con sistemas débiles de articulación entre ellas y la reformulación regional y subregional de las potencias regionales y de países con alto potencial de crecimiento; 3) la presencia de diferentes liderazgos (potencias hegemónicas y aspirantes) en las diferentes dimensiones de la vida internacional (política, militar, económica, financiera, tecnológica) (cf. Grasa, 2010, pp. 459-482).
Por otro, se están alterando las estructuras del poder internacional mediante la combinación de tres fenómenos, interrelacionados:
La debilitación progresiva, al menos en términos relativos, de las grandes potencias del Norte;
La creciente centralidad de potencias emergentes (BRICS, por ejemplo), con sistemas débiles de articulación entre ellas y la reformulación regional y subregional de las potencias regionales y de países con alto potencial de crecimiento;
La presencia de diferentes liderazgos (potencias hegemónicas y aspirantes) en las diferentes dimensiones de la vida internacional (política, militar, económica, financiera, tecnológica) (cf. Grasa, 2010, pp. 459-482).
Esos cambios de la estructura del poder internacional pueden describirse, en tanto que tendencia fuerte, como una “des-occidentalización” del mundo, con una presencia creciente –no sólo económica– del Sur y del Oriente, un trasvase del eje de gravitación de la actividad económica y del poder mundial del Atlántico al Pacífico. Existen, sin embargo, dudas acerca de si el futuro lleva hacia una situación de reparto del poder crecientemente multipolar, a un “G-2” (con EE. UU. y China al frente) o incluso a un “G-0”, un orden en el que ningún estado u organismo multilateral quiera o pueda gobernar el sistema.
Los cambios afectan particularmente a los dos bienes públicos básicos que deben proveer los estados, el bienestar o desarrollo y la seguridad, en particular física de la ciudadanía.
No nos ocuparemos en este contexto de los cambios relativos al desarrollo, entendido como proceso multidimensional orientado a satisfacer necesidades humanas mediante actores privados y públicos, que sigue ocupando una posición central en el sistema, concebido como un derecho humano. Sí, empero, de los que tienen que ver con la seguridad y la gestión de la conflictividad violenta. Respecto de la seguridad, ha surgido una nueva concepción de la seguridad, entendida como proceso multidimensional que afecta a actores múltiples y no sólo a los estados, con especial incidencia sobre personas y comunidades, y que exige instrumentos y actores múltiples.
Esta nueva concepción se puede caracterizar rápidamente mediante diversos rasgos distintivos. Primero, debe atender sobre todo a amenazas, retos y peligros que afectan a las personas, habida cuenta de la disminución de los conflictos armados y de la violencia mortal con intencionalidad política5. Han surgido, adicionalmente, nuevas facetas o manifestaciones de la violencia. Por un lado, la violencia homicida sin intencionalidad política directa. Por ejemplo, según datos del Informe trianual de Global Burden of Armed Violence (Declaración de Ginebra, 2011),las muertes por arma de fuego suponenun promedio de 500.000 bajas al año. Un ochenta por ciento de estas no se deben a violencia intencionalmente política (es decir, a conflictos armados de diferente tipo y a terrorismo), sino a otras razones (delincuencia nacional y transnacional organizada, inseguridad ciudadana, narcotráfico, bandas juveniles...). Incluso en países que solucionaron sus conflictos armados internos mediante negociaciones políticas o procesos de paz hace ya décadas, el reto que plantean estos nuevos rostros de la violencia es muy importante, como sucede en América central.
Segundo, debe hacer frente a la proliferación de lo que se ha llamado “violencia crónica” (Pearce, 2007; Marilena, 2012), un fenómeno que describe el hecho de que en algunos países la población se encuentra enfrascada en una espiral creciente de violencia social, que afecta las relaciones sociales, el desempeño de la democracia y a práctica ciudadana en la región. Estudios recientes muestran los mecanismos por los que un conjunto de fuerzas profundamente enraizadas estimulan y reproducen la violencia crónica, destruyen o erosionan el tejido social de comunidades y países vulnerables, hasta el punto de correrse el riesgo de que tales tendencias puedan devenir normas sociales de facto, habida cuenta de que a menudo se dan casos en que tres generaciones de personas no han conocido otro contexto vital que esa violencia crónica.
Tercero, se han producido cambios en la naturaleza y ubicación de los conflictos armados en el mundo, con una clara disminución de los conflictos armados interestatales frente a los internos, si bien un porcentaje significativo de éstos últimos se internacionalizan. Podemos resumir esos cambios así. Por un lado, si bien todos los conflictos armados han sido multicausales, en todos ellos puede singularizarse, al menos en cada etapa, un factor predominante, territorial o político. Y en la posguerra fría se observa una mayor presencia de factores políticos y un descenso de los factores territoriales. Por otro lado, la ubicación geográfica de los conflictos armados, variada y oscilatoria, ha cambiado. Hasta 1990 destaca continuada presencia en grado alto en Asia y la escasa presencia, en tanto que conflicto armado, en Europa. En la posguerra fría, lo característico es la reaparición del continente europeo como escenario importante de conflictividad armada y la redistribución en el Sur, en particular su incremento en África y Asia y su descenso nítido y claro en América Latina.
Concretamente, la posguerra fría ha acentuado algo que ya era visible desde los años 70: la existencia de dos zonas diferenciadas, una de paz y otra de turbulencia. Una zona de paz, nítida, formada por unos 50 ó 60 países, que no han tenido guerra alguna desde 1945 y que parece altamente improbable que la tengan a futuro (dejando de lado la zona fronteriza a Rusia, en particular Ucrania). La razón es simple: son países que presentan sistemas democráticos consolidados y fuerte vinculación económica entre ellos, tanto que probablemente si no recurren a la guerra a pesar de tener divergencias muy fuertes es porque incluso el vencedor saldría perdiendo dada la interpenetración existente. Pero también una zona de turbulencia o conflictividad violenta alta, la zona Sur, en la que suelen darse tres características, sin establecer necesariamente relación de causalidad:
Sistemas democráticos dudosos, lo que algunos politólogos denominan “democracias inciertas” o “anocracias”, es decir países con grandes carencias democráticas incluso en el sentido más formal de la palabra democracia.
Economías enormemente frágiles.
Población con fuerte componente de fractura étnico-cultural. África, pese a la mejora, sigue estando, globalmente, en la zona de turbulencia. Podemos decir, pues, que la conflictividad armada de la posguerra fría se da, en pequeña escala, en el Norte y en el Sur (generalmente, Sur-Sur). A ello hay que añadir algunos conflictos donde el factor transnacional, muy ligado a la dimensión económica resulta crucial, como sucede en el caso paradigmático de la República Democrática del Congo.
Por último, en la posguerra fría se ha acentuado forma muy importante una tendencia que existía ya desde mediados de los años setenta en los conflictos armados, perceptible tanto en su ubicación geográfica y fronteriza como en el número de víctimas que causaban: descenso de los conflictos interestatales e incremento de los internos. La primera década de la posguerra fría agudizó dicha tendencia, hasta el punto de que entre un 90% y un 95% de los conflictos armados, según el registro que se use, son de tipo interno. Todo ello marcó la reflexión teórica y dio pie a que se acuñaran diversas denominaciones para el fenómeno, como, sin pretensión de exhaustividad: la época de las “guerras pequeñas” (Singer, Zartman, Bloomfield); las “guerras de tercer tipo o de guerrillas” (Rice); las “guerras no clausewitzianas o no trinitarias” (Kaldor, Holsti) o las “nuevas guerras”.
Y, en cuarto lugar, se ha producido una importante presencia de actores privados de seguridad, derivada de diversos fenómenos en curso. Entre ellos, citaremos:
La pérdida parcial del monopolio de los medios masivos de violencia por parte del Estado, a manos de actores privados, en buena medida ilícitos (grupos terroristas, narcotraficantes y grupos de delincuencia organizada, etcétera).
El creciente recurso legal a actores privados de seguridad (empresas privadas, mercenarios).
La presencia en muchos conflictos armados de grupos armados no estatales. Por último, en cuarto lugar, el cambio de la concepción de seguridad, que ahora se entiende como un proceso multidimensional (con dimensiones ecológica, sociopolítica y económica, y no sólo militar), centrado en retos, peligros y amenazas de naturaleza muy diversas, que afectan no sólo a los estados sino, en particular, a comunidades, formas de vida y personas. A menudo la comunidad internacional y el mundo académico se refieren a ello empleando nociones como seguridad humana, responsabilidad de proteger y a conceptos que explican cómo, en determinadas, situaciones, amenazas o retos no directamente vinculados con la seguridad se acaban “securitizando”. En suma, estamos en una época caracterizada por conflictos complejos y donde las interpretaciones simplistas, maniqueas o en blanco y negro resultan imposibles.
En estos cuasi treinta años de posguerra fría, los conflictos armados y las manifestaciones de la violencia han evolucionado mucho, de manera que actualmente son de naturaleza muy heterogénea, con tendencia en muchos casos y zonas a estar vinculados a diferentes causas, y que, además, no sólo afectan a Estados sino a personas. Todo ello no ha hecho, como veremos, sino incrementar lo que ya era evidente en 1992, al surgir la propuesta de construcción de paz, como parte del consenso sobre la paz liberal: la necesidad de disponer de herramientas para analizar e intervenir en los conflictos; la necesidad de recurrir a soluciones negociadas; y, finalmente, la necesidad de contar con instrumentos de rehabilitación y reconstrucción tras el fin de la violencia. Y ello supone ocuparse de cómo se analizan los conflictos y cómo se interviene en ellos
Por eso, antes de ocuparnos del surgimiento, evolución e implementación de la noción de construcción de la paz, conviene precisar algunos conceptos relacionados con el análisis y la resolución de los conflictos.
Aunque a menudo suelen usarse como palabras prácticamente sinónimas, conflicto, disputa, crisis, violencia o guerra aluden, si se usan con precisión, a realidades distintas aunque relacionadas. Por otro lado, existen múltiples teorías psicológicas, sociológicas, politológicas... sobre la naturaleza, causas y consecuencias de los conflictos, que van desde las teorías que consideran el conflicto un estado patológico a las que lo contemplan como algo inevitable. Pese a todo, en la actualidad la posición dominante es la que considera que la noción de conflicto no tiene necesariamente connotaciones negativas: es connatural al ser humano y, según cómo se resuelva, puede constituir una de las fuerzas motrices del cambio.
De acuerdo con esta posición, puede definirse conflicto como una divergencia o incompatibilidad entre actores en la persecución de dos o más objetivos. Habida cuenta que los objetivos perseguidos, sean personales o grupales, suelen interrelacionarse entre sí y formar un sistema, un conflicto supone por consiguiente una contraposición o incompatibilidad entre varios objetivos o intereses en pugna dentro de un sistema determinado. Ello supone, recordemos, y cómo explicita la Tabla N.o 1, que toda situación de conflicto implica elementos positivos y negativos. La dinámica conflictiva y el manejo del conflicto es lo que hará que lo positivo y/o negativo evolucione en un sentido u otro.
Los objetivos en pugna pueden ser materiales, tangibles, es decir, intereses y necesidades, o bien intangibles, es decir, motivaciones profundas como sentimientos, valores o pautas culturales. De ahí que pueda distinguirse entre conflictos de intereses y conflictos de motivaciones profundas. Los primeros son más fáciles de negociar y gestionar, buscando algún tipo de compromiso entre los intereses en pugna (negociación en función de intereses y no en función de posiciones o posturas). Los segundos, por el contrario, plantean más dificultades: han de ser resueltos, lo que, en la acepción profunda de “resolución”, supone eliminar o reformular de forma radical los valores en colisión.
La definición anterior resulta útil por varias razones. Por un lado, presupone la existencia de diversos niveles y escalas de conflicto. Por otro, permite distinguir entre conflicto –incompatibilidades o contraposiciones de intereses, necesidades o valores– y violencias. Ni el fin de la violencia directa (física o psicológica) presupone en modo alguno que desaparezcan los conflictos, eso sí, debe desaparecer o hacerse muy improbable el recurso a la violencia como método de manejo o resolución. Dicho de otra forma, no todo conflicto implica necesariamente violencia directa entre las partes ni imposibilidad de cooperación o negociación entre los antagonistas. De ahí, pues, que puedan establecerse tipologías y asignarse probabilidades al riesgo de evolución violenta de un conflicto.
A nivel de análisis de conflictos armados, hay que recordar que en cualquier conflicto están presentes tres elementos, a la manera de los vértices de un triángulo:
Las conductas de los actores, que no necesariamente son violentas.
Las actitudes y necesidades de los actores implicados (personas, grupos, insurgentes Estados...).
Las incompatibilidades o puntos de disputa que consideran incompatibles dichos actores. Por tanto, al analizar los conflictos o situaciones conflictivas hay que tener presente que se percibe mucho menos directamente que lo que está oculto, a la manera de un “iceberg”, que oculta gran parte del hielo que lo forma.
Todo ello resulta clave para construir la paz. Y puede reflejarse así:
La idea de fondo es que antes de intervenir en un conflicto para gestionarlo, resolverlo o transformarlo, es necesario analizarlo, algo a lo qua ayuda justamente el examen de cada uno de los tres vértices de la figura anterior, que permite ocuparse de la posibilidad de que exista mayor o menor probabilidad de evolución hacia formas de violencia directa, así como de diversas intensidades en la manifestación explícita de dicha violencia, permite establecer gradaciones de los conflictos dónde se dan conductas violentas.
Concretamente, una rica literatura, teórica y práctica, en análisis y resolución de conflictos en estas dos décadas últimas6, ha dejado una conclusión clara: la capacidad de intervenir con éxito en un conflicto exige herramientas de análisis de esos tres vértices y lo que implican. Sabemos que la probabilidad de violencia aumenta notoriamente de permanecer irresuelto durante mucho tiempo el problema o problemas que encierra la contraposición de objetivos y, sobre todo, si esa incompatibilidad o contraposición afecta a necesidades básicas para la supervivencia de personas o grupos (tangibles, como el bienestar; intangibles, como la identidad o la libertad o la dignidad). También, a propósito de los actores, que en los últimos años han cobrado especial importancia factores ligados a la identidad de grupo y a los condicionamientos culturales. Así, la identidad de grupo o dichos condicionamientos alientan a menudo, percepciones de “suma nula” (nuestra victoria es su derrota; su victoria, nuestra derrota), que imposibilitan o dificultan la cooperación, la búsqueda de soluciones negociadas. En tercer y último lugar, respecto de las conductas de los actores, resulta clave saber que estructuras regulan las relaciones entre los mismos: la perpetuación y visibilidad de situaciones muy asimétricas para las diversas partes implicadas puede alentar la aparición de conflictos de privación relativa, o sea, de situaciones en las que los que los grupos marginados sienten que su estatus es inferior al de otros grupos y, sobre todo, menor al que tienen derecho a poseer, lo que puede exacerbar la conducta violenta (por ejemplo, “revueltas del pan”, habituales en la región)7.
Si prestamos atención ahora al tipo de violencia presente en los conflictos virulentos, nos encontramos con conflictos en que la violencia se manifiesta mediante el uso voluntario, premeditado y a menudo masivo de instrumentos diseñados específicamente para provocar daños en las personas y en su infraestructura vital, las armas. Los conflictos en que las partes recurren en algún momento al uso masivo de armas para lograr sus objetivos reciben el nombre de conflictos armados. En la categoría de conflictos armados entran conflictos violentos muy diferentes: luchas entre tribus, escaramuzas fronterizas, violencia interpersonal, luchas entre clanes o bandas, o, naturalmente, guerras8. Este último concepto, pese a su centralidad para las relaciones internacionales, no dispone de una definición unívoca. De las múltiples definiciones que existen la más útil, por su amplitud y flexibilidad, es, probablemente, la de Hedley Bull en The Anarchical Society. Para Bull (2002), la guerra es “violencia organizada ejercida por varias unidades políticas las unas contra las otras” (p. 178).
La utilidad de la definición estriba en lo siguiente. Primero, entronca con la tradición moderna que considera la guerra como un fenómeno de naturaleza esencialmente política, un medio que nunca debe considerarse separadamente de su objetivo. Por decirlo con las dos célebres formulaciones de Clausewitz, entronca con la idea de que la “guerra es la continuación de la política por otros medios”, “un acto de fuerza para imponer la nuestra voluntad al adversario”. Segundo, barca más fenómenos que los enfrentamientos bélicos interestatales. Tercero, subraya que la violencia empleada debe ser colectiva (lo que la distingue del conflicto violento sin más) y organizada, es decir, orientada a provocar daño a otras personas. Es, en suma, mucho más que uso de la fuerza o violencia ejercida al azar o sin propósito preciso. Cuarto, insiste en el carácter normado, reglamentado de la guerra, y, por tanto, en el hecho de que las guerras conllevan ciertas reglas y costumbres, como por ejemplo el derecho de guerra y el derecho internacional humanitario. Quinto, establece que sus actores deben ser unidades políticas, es decir, organizaciones políticas (sean o no Estados) que recurren a la violencia masiva y organizada. Es, por tanto, una definición de guerra muy adecuada justamente para el tipo de conflicto armados que contempla Un Programa de Paz y para aquilatar la práctica de construcción de paz inserta en el consenso sobre la paz liberal.
En síntesis, la guerra presupone violencia organizada, de naturaleza social (no simple violencia interpersonal), focalizada y dirigida (encaminada a lograr ciertos objetivos), a la que recurren unidades políticas para lograr objetivos o finalidades expresadas o expresables en términos políticos. Naturalmente, pueden establecerse tipologías de la guerra, lo que supone responder a la pregunta ¿cuántos tipos de guerra existen?, pero la respuesta depende de los aspectos que se consideren para establecer la tipología, algo que no es relevante para nuestro propósito aquí y ahora9.
Para acabar, insistiremos en que el enfoque presentado sobre análisis y resolución de conflictos es, además de ya dominante en Relaciones Internacionales, también el habitual en ciencias sociales. En cuanto al análisis, al sostener que las situaciones de conflicto entendidas como situaciones en que diversos actores mantienen pugna por lograr simultáneamente objetivos que consideran incompatibles, son inevitable en cualquier relación social y, por tanto en las relaciones internacionales. En lo relativo a la intervención, hay que recordar que depende del análisis, lo que permite elegir una o varias de las cuatro estrategias básicas de gestión de los conflictos:
Coacción, violencia e imposición.
Disuasión y/ o contención, para evitar escaladas.
Procedimientos judiciales o arbitrajes.
Soluciones negociadas, con interacción directa entre las partes o con ayuda de terceros.
En el terreno de las relaciones internacionales, la estrategia de coacción e imposición a ha sido durante siglos la habitual, aunque en la guerra fría, la de disuasión y contención fue también usual. Desde el punto de vista del derecho internacional y de la Carta de Naciones Unidas, la tercera y cuarta suponen privilegiar el capítulo VI, el arreglo pacífico de controversias. Y, naturalmente, la seguridad colectiva, en cuanto que recurso al capítulo VII y a decretar medidas coercitivas que incluyan o no el uso de la fuerza para impedir las amenazas a la paz y a la seguridad internacionales, el quebrantamiento de la paz y las agresiones de unos estados a otros, forman parte del recurso legal a las estrategias primera o segunda.
Veamos pues, en ese contexto y de la mano de las aclaraciones conceptuales, el contexto de surgimiento y la justificación, evolución e implementación Un Programa de Paz.
La idea de repensar las operaciones de paz, y más en concreto la noción de peacebuilding o construcción de paz, tiene un origen vinculado a los cambios en la conflictividad violenta en la postguerra fría, a la que ya nos hemos referido y, y a la actividad del Consejo de Seguridad en el marco de Naciones Unidas en los cuatro o cinco primeros años de los años noventa.
En efecto, el éxito de mediaciones concretas de Naciones Unidas para poner fin a guerras (fin del conflicto entre Irán e Irak, 1988), la aparición de nuevos conflictos armados, con serias consecuencias humanas y el fin del enfrentamiento bipolar revolucionó las operaciones de paz, que empezaron a ocuparse de casos internos, de lo que luego iban a llamarse “emergencias políticas complejas”. Conviene establecer al respecto que entre 1989 y 1992, Naciones Unidas desplegó un total de siete misiones (Namibia, Angola, El Salvador, Camboya, Bosnia-Herzegovina, Somalia y Mozambique) con mandatos mucho más amplios que el del envío clásico de fuerzas de interposición y que contemplaba, entre otros aspectos, el desarme de ex combatientes, la preparación de elecciones o la formación en derechos humanos. En ese contexto, como ya hemos dicho, el 31 de enero de 1992 tuvo lugar un hito histórico: el Consejo de Seguridad se reunió por vez primera a nivel de Jefes de Estado y de Gobierno para considerar el estado del mundo a la luz de los cambios acaecidos tras el fin de la guerra fría. El comunicado final del encuentro encargó al entonces Secretario General de la organización, Boutros Boutros Ghali, a preparar un “análisis y una seria de recomendaciones… para circularlas entre los miembros de Naciones Unidas”. El mandato de ese Informe era estudiar formas de reforzar y hacer más eficaces y eficientes las capacidades de las Naciones Unidas para la diplomacia preventiva, para el establecimiento de la paz y para el mantenimiento de la paz.
El resultado de ese encargo fue el Informe que conocemos como Un Programa de Paz, del entonces Secretario General de Naciones Unidas. El documento reinventaba la Carta y ofrecía un mapa conceptual del nuevo tipo de misiones, diferenciando entre “diplomacia preventiva” (preventive diplomacy), “mantenimiento de la paz”, (peacekeeping), “imposición de la paz” (peace enforcement) y “construcción de paz posbélica” (post-conflict peacebuilding). De hecho, introducía una “tríada” formada por la diplomacia preventiva y la alerta temprana (actuaciones ex ante del inicio de la violencia), el establecimiento y mantenimiento de la paz (incluyendo medidas coercitivas como nueva forma de mantener la misma, “la imposición de la paz” o peace enforcement, siempre bajo la cobertura del artículo 40 de la Carta) y la reconstrucción post-conflicto, es decir, tras el fin de la violencia, entendida como consolidación y/o construcción de la paz. Todo ello, además en un contexto de revitalización de formas de cooperación regional y subregional, en buena medida al amparo de lo previsto en el capítulo VIII de la Carta10 .
En concreto, el texto entendía por diplomacia preventiva acciones orientadas a determinar con la mayor anticipación posible las situaciones eventualmente “calientes” y proclives a la violencia entre estados para prevenir su ocurrencia, mediante fórmulas diplomáticas. Y durante la década de los noventa, en consonancia con la propuesta, menudearon las iniciativas, públicas y privadas, de creación de sistemas de alerta temprana y la reinvención de instrumentos de diplomacia preventiva.
En cuanto al establecimiento de la paz, lo que prefiguró el texto fue lo que hoy conocemos como segunda generación de operaciones de paz, con un fuerte impacto del caso de Somalia. El propio Secretario General lo dijo así en 1993, para explicar la necesidad de restringir la capacidad de acordar acciones coercitivas si no se apreciaban amenazas a la paz y la seguridad:
El problema es que sería muy difícil para las Naciones Unidas intervenir mediante un proceso de imposición de la paz en el caso de violaciones de los derechos humanos por parte de un estado, habida cuenta de que el Consejo de Seguridad tiene el derecho a intervenir sólo si de aprecian amenazas a la paz. El caso de Somalia fue totalmente nuevo: no había Gobierno. Por tanto, nuestra intervención se basó en razones humanitarias, pero fun fundamento legal fue la carencia de gobierno. Pero si existiera un gobierno, y se apreciara violación de los derechos humanos, sería bastante difícil intervenir sin el acuerdo de ese gobierno, habida cuenta de que existe11. (Boutros-Ghali, B., Reynolds, C., Raghavan, S., Judson, W., & Sawin, M., 1993, p. 292)
Posteriormente, un texto de 1995, tras la reflexión de los fracasos parciales de las operaciones de Ruanda, Somalia y Balcanes (Srebrenitza), el Suplemento a Un Programa de Paz (1995), limitó el uso de la idea de la imposición de fuerza y, sobre todo, los supuestos de las operaciones a contemplar en los mandatos concretos. Concretamente, se volvieron a analizar los “principios” clásicos para asegurar el éxito de las operaciones de mantenimiento de la paz
Contar con el consentimiento de las partes.
Realizarlas con imparcialidad.
Autorizar sólo un uso bajo de medios militares y en caso de riesgo de la propia supervivencia) y si bien se ha autorizado a menudo un uso alto de la fuerza desde finales de los años noventa, los mandatos de las operaciones han sido por lo general más limitados que la célebre “construcción de estado” de la operación de Somalia.
Llegando al tercer elemento de la tríada la construcción de la paz, conviene recordar que se entendía en aquel momento por ello. Concretamente, en el contexto de acuerdos para acabar con la violencia armada y su alto porcentaje de fracaso dos o tres años después de la firma, se entendía por construcción de paz todo tipo de esfuerzos para identificar y apoyar estructuras que tendieran a consolidar la paz (es decir, a evitar el resurgir de la violencia directa) y a mejorar la confianza y bienestar de las personas: desarme, desmovilización, reinserción de combatientes, custodia o destrucción de armas, acuartelamiento de combatientes, repatriación de refugiados, formación y asesoramiento de personal de seguridad, preparación y verificación de elecciones, protección de los derechos humanos, apoyo a procesos formales informales de participación política… eran mandatos contemplados en dicho documento bajo este epígrafe. Al principio, se subrayó mucho la importancia de identificar y apoyar estructuras que tendieran a consolidar la paz firmada, con una especial incidencia en la creación o refuerzo de instituciones estables basadas en procesos formales e informales de participación política.
En clave comparada, si uno analiza mandatos anteriores, la principal innovación de Un Programa para la Paz fue, además de recurrir al término acuñado por Johan Galtung (1976, pp. 282-304), la importancia dada al establecimiento de mecanismos de gobierno o gobernanza democrática como requisito central para lograr una paz sostenible tras el fin acordado de los enfrentamientos armados.
Posteriormente, esa visión amplia de la construcción de la paz iría ampliándose, hasta llegar, a abordar las causas últimas de los conflictos armados, justamente el sentido que le había dado Galtung en 1975, al vincularlo a su célebre distinción entre paz negativa y paz positiva. La construcción de la paz, pues, presupone, un grado de paz positiva y estable lo suficientemente importante como para, al haber logrado solucionar los motivos de incompatibilidad y una reconciliación significativa, evitar que nuevos conflictos devengan violentos.
Además, el discurso sobre las “nuevas guerras”, y, tras el impacto de las masacres en Ruanda y Grandes Lagos en 1994, la articulación del concepto de “emergencias políticas complejas” para referirse a crisis humanitarias a gran escala insisten en la idea de necesidad de organizar operaciones relativamente largas en el tiempo, con múltiples actores, lo que se denominará “respuesta sistémica y coordinada”. El salto cualitativo de esas operaciones hace que el término sea usado también por la investigación para la paz y los organismos no gubernamentales dedicados a resolución y transformación de conflictos. Lo mismo puede decirse de la literatura académica. Empieza el embrollo: el campo de la construcción de la paz se origina en diferentes lugares, más o menos al mismo tiempo, y con diferentes elementos de base y a prioris de partida.
Y ello es fuente de no pocas confusiones, de las que ahora no podemos ocuparnos. Resultado: menudean los usos diferentes del mismo término, aunque, tras la coincidencia terminológica se esconde una clara diferencia de objetivos. Por poner dos ejemplos:
¿El conflicto debe gestionarse o manejarse, mitigarse, negociarse, mediarse, resolverse, prevenirse o transformarse?;
¿La paz es algo que debe mantenerse, hacerse o construirse? Todo depende de la amplitud de los objetivos y del campo semántico que se dé a la expresión construcción de la paz, como veremos luego: de cuán lejos se quiera llegar en el tratamiento de las causas –inmediatas y estructurales– de los conflictos.
Por otro lado, si bien el primer gran salto cualitativo y cuantitativo de las operaciones de paz se debió al nuevo humanitarismo político y a la creciente convergencia entre seguridad y desarrollo que se dio por la euforia internacionalista de posguerra fría y en un contexto de recuperación de los ideales liberales, tras el 11 de septiembre de 2001, se dio un nuevo giro, un salto cuantitativo y cualitativo.
Un salto que llevará partir de 2005, en un contexto ya algo menos “securitario”, a la creación de la Comisión de Consolidación de la Paz. Con la “resecuritización” de la agenda internacional y la “lucha contra el terrorismo”, el modelo de peacebuilding fue evolucionando hacia la noción de “construcción de estado” (statebuilding), merced a la aparición del problema de los “estados frágiles”, entendidos no sólo como un obstáculo para la reducción de la pobreza, sino como fuente de inestabilidad internacional, santuario del terrorismo, o, más recientemente, cobijo de la violencia criminal vinculada a narcotráfico y a tráfico de personas12.
En suma, un caso en que se evidencia la coincidencia entre múltiples actores internacionales, analistas y practicantes, con un claro protagonismo del sistema de Naciones Unidas, que obliga, para entender la evolución de concepto y de la práctica, ocuparse primero del llamado consenso sobre la paz liberal13.
Diversos autores, en particular Oliver Richmond, Roland Paris o Mark Duffield14, analizaron a partir de principios de los años 2000, desde diferentes perspectivas y puntos de partida, los fundamentos teóricos e ideológicos de la idea y prácticas de la construcción de paz posbélica. La idea de fondo es que, en lo que ha venido en llamarse “consenso sobre la construcción de la paz liberal”, subyace un acuerdo o consenso sobre un tipo de modelo hegemónico, surgido poco a poco gradual y tácitamente por la mayor parte de actores internacionales, en particular organizaciones internacionales, estados, donantes e incluso algunas ONGs. Por lo demás, el debate está vinculado a otras polémicas más generales, vinculadas a la influencia y resultados de ideas como la “paz democrática”, de origen kantiano o el neocolonialismo que pueda haber tras los modelos, a las razones ubicación geográfica de las misiones, a los dilemas y contradicciones que aparecen en el desarrollo de las mismas, o a las alterativas a la misma.
El consenso consistiría, por decirlo de forma rápida15, en una tesis fuerte, articulada a partir de dos discursos interrelacionados. La tesis sostiene que en la posguerra fría el principal instrumento de resolución de conflictos son las operaciones de paz posbélicas, sancionadas por Naciones Unidas (siempre, si se trata de autorizar uso de la fuerza al amparo del capítulo VII) y/o de organismos regionales, que contarían con un diseño integral que se ocupa de la dimensión política, securitaria, económica y de justicia/reconciliación de la posguerra. En cuanto a los discursos compartidos, el primero tiene que ver con la caracterización post-política de los conflictos armados de la posguerra fría, basada en la idea de las “nuevas guerras”, presentadas como conductas violentas articuladas no tanto en torno a incompatibilidades sociales o económicas, sino, con un claro proceso de desideologización, a algún tipo de patología (visión epidémica de la guerra), de rivalidad identitaria sin control o simple recurso instrumental de control social por parte de los actores armados. Adicionalmente, al “securitizarse” parcialmente la noción y práctica de desarrollo, se estableció un vínculo, intencional o casual, entre subdesarrollo, pobreza y violencia armada, algo que, tras el 11 de septiembre del 2001, se relacionó potencialmente con el fomento y proliferación del terrorismo. Así las cosas, para ciertas concepciones extremas, buscar el desarrollo social y el desarrollo sostenible será sinónimo, o al menos prerrequisito, de buscar y lograr la seguridad. Por tanto, construcción de la paz y desarrollo, desde una visión estrecha y occidentalocéntrica, serían, a medio y largo plazo, empeños coincidentes en buena medida.
El segundo discurso, por su parte, más sofisticado y sutil mediante teoría y práctica, según las reconstrucciones de Paris y Richmond, estableció con argumentos potentes que la “paz liberal” de la posguerra fría debía considerarse una receta, casi una panacea, universal, instrumento imprescindible de gobernanza y resolución de todos los conflictos, poniendo en el centro, como ya estaba en Un Programa de Paz, la dimensión política, la democracia liberal y la creación de instituciones y de estado. Dicho de otra forma, un camino que, a través de la democratización y de la reforma en clave liberal de los estados, lleva a la paz y posteriormente al desarrollo, siempre a partir de modelos muy cercanos a los de los países occidentales desarrollados.
El resultado de la tesis central y de ambos discursos, como ha mostrado Oscar Mateos (2011) en la obra ya citada de forma brillante, ha sido sintetizar diversas concepciones de la paz, presentes desde hace siglos en el mundo occidental, y armar una propuesta comprehensiva de intervención en el posconflicto violento en diferentes dimensiones o ámbitos de la sociedad que sale del conflicto armado o de la dictadura. En suma, se trata de institucionalizar la democracia, la economía de libre mercado, los derechos humanos, y asegurando la existencia y vitalidad de la sociedad civil. El siguiente gráfico muestra la relación entre concepciones de la paz y dimensiones de la reconstrucción.
La aplicación práctica del consenso, y de la receta, ha dado lugar a ejemplos bien diferentes, en diferentes contextos regionales y subregionales, con detalles muy disimiles que ahora debemos dejar de lado. Nos conformaremos con sostener que la mezcla de paz institucional, paz constitucional y paz de la sociedad civil que recoge el gráfico posibilita un sinfín de combinaciones, lo que ha dado lugar a múltiples casos y a una evolución conceptual en los últimos veinte años. A resultas de todo ello, surgieron varios modelos estándares, la creación de herramientas y metodología, el surgimiento de una comunidad de conocimiento y de práctica, así como coaliciones de actores, privados y públicos, y, más recientemente, una gran cantidad de estudios críticos sobre las intenciones, la implementación y los resultados reales de las diferentes concreciones de dichos modelos.
Concretamente, en el ámbito de las diferentes dimensiones prácticas, destacan herramientas e instrumentos de construcción de la paz relacionados con:
Seguridad y desarme.
Elecciones, participación política y estado de derecho.
Reconstrucción socioeconómica, refuerzo del sector productivo y desarrollo.
Reparación, reconciliación y convivencia, que incluye todo lo relativo a víctimas, políticas de memoria y de pasado (lo que se denomina “justicia en períodos de transición”, o, con un anglicismo que confunde, “justicia transicional”).
Reequilibrio regional, que incluye todo lo relativo a reubicación de armas y efectivos, el retorno de refugiados de países limítrofes y la nueva cooperación regional.
Además, en el contexto del análisis sobre herramientas e instrumentos de construcción de paz ha habido un gran debate sobre por dónde empezar, puesto que, aunque se puede operar en varias dimensiones a la vez de las cinco comentadas, en la práctica la intervención secuencial ha sido preponderante. Concretamente, podemos distinguir cuatro enfoques, que han privilegiado una u otra de las siguientes dimensiones:
Primero, la liberalización económica y social.
Primero la seguridad, desarme, desmovilización y reinserción, junto a la reforma del sector de seguridad, para asegurar el máximo control sobre armas y armados.
Primero la institucionalización, que se focaliza en la reconstrucción o cambio de instituciones estatales legítimas y efectivas, en todos los niveles de la administración (en el caso colombiano, nacional, departamental y municipal).
La sociedad civil, primero, un enfoque que sostiene que la construcción de la paz será imposible sin contar con una sociedad civil fuerte y vertebrada, que permita consolidar y construir lo acordado desde la base.
Finalmente, se ha mostrado también la artificialidad de cierta concepción de la idea de construcción de la paz, como algo que sólo fuera posible tras la fase de violencia armada y con ayuda externa. Por ejemplo, recientemente Bouvier (2009) mostró para el caso colombiano la existencia de centenares de prácticas de construcción de paz, e incluso de buenas prácticas, realizadas durante la fase de violencia.
Una vez nos hemos ocupado del contexto de surgimiento y de la justificación de la construcción de la paz, de su relación con la propuesta de Un Programa de Paz y de cómo las aproximaciones iniciales se relacionan con el debate sobre el consenso sobre la paz liberal, le toca el turno a la definición conceptual y operativa y a los diferentes enfoques y sus aplicaciones.
Como dijimos al principio, el término construcción de la paz, así como su práctica, constituyen desde hace un par de décadas algo normalizado y de uso habitual. No obstante, la confusión es la norma, lo que nos obliga a establecer en primer lugar tres distinciones, de mayor a menor alcance: a) entre “hacer las paces” y construir la paz; b) entre construcción de la paz y reconstrucción o recuperación posbélica; y c) entre la construcción de la paz como agenda concreta a corto o medio plazo o bien como proceso a largo plazo.
Entre “hacer las paces” y construir la paz.
Entre construcción de la paz y reconstrucción o recuperación posbélica.
Entre la construcción de la paz como agenda concreta a corto o medio plazo o bien como proceso a largo plazo.
La distinción alude a la diferencia entre todo lo relativo con las negociaciones políticas para poner fin a un enfrentamiento armado, es decir lo que suele denominarse “proceso de paz” y el eventual acuerdo final o de paz, y el proceso posterior de implementar lo acordado y, progresivamente, cambiar la situación de conflicto inicial, a corto, mediano y largo plazo. Los actores, enfoques, agendas, y sobre todo, instrumentos, tiempos y resultados esperados son diferentes. Hacer las paces alude pues al “proceso de paz”, una iniciativa de paz persistente que implica a los diferentes protagonistas de un conflicto armado con la esperanza de acabar con la violencia (cf. Darby & MacGinty, 2003). O sea, negociaciones políticas, que se dan en contextos diferentes y con reglas diferentes, que persiguen resultados que podrían considerarse de “paz” en sentido restringido: fin de las hostilidades armadas y algunos acuerdos para encarar el posterior proceso de rehabilitación y reconstrucción posbélica. Dicho de otra forma, al hacer las paces, y en función del tipo de acuerdo que se logre, firme y refrende, lo máximo que se puede esperar en cuanto a lo que hay que hacer a diez o quince años vista, es una “hoja de ruta” relativamente consensuada sobre el proceso de construcción real de la paz, que, merced a la negociación, suele incluir muchos temas poco claros o necesitados de posteriores interpretaciones. Por el contrario, cuando se habla de “construir la paz” o de “construcción de la paz”, nos referimos a un proceso temporalmente largo y temáticamente multidimensional, en los que paz/seguridad y desarrollo/bienestar, entendidos como bienes colectivos a proveer a toda la ciudadanía, se entrelazan fuertemente. En suma, se trata de acometer una auténtica transición, con cambios profundos en muchas dimensiones de la vida de la nación y con un fuerte impacto territorial.
Las diferencias, pese a algunas semejanzas, son importantes y pueden resumirse así. Al hacer las paces, el protagonismo les corresponde a los actores más directamente enfrentados en el conflicto armado, limitándose el resto, a lo sumo, a influir. Es, básicamente un asunto de élites, y, en particular, de combatientes directos: si bien existen casos de influencia de otros actores, no de participación continuada e importante en todas las fases, es decir, como sujetos decisionales. Por el contrario, para construir la paz hacen falta todos los actores de la vida social: administraciones e instituciones de diferentes niveles, academia y universidad, sociedad civil y actores comunitarios, empresarios y emprendedores, etcétera. Y el grado de influencia en la toma de decisiones dependerá no sólo de lo previsto por el sistema político-institucional, así como del acuerdo de paz, sino también de la capacidad de acción colectiva y de las diversas dinámicas sociales que se den tras la firma de los eventuales acuerdos.
Ello supone ser consciente de que un proceso de construcción de paz atraviesa todas las capas, sectores, dimensiones de un país y por ello necesita de todos sus actores: administraciones y gobiernos, es decir entidades sujetas al derecho público; sociedad civil, entidades de muy diferente tipo sujetas al derecho privado, pero sin afán lucrativo; y organizaciones empresariales, entidades sujetas al derecho privado, pero con interés lucrativo. Todos esos actores y entidades inciden, no sin tensiones, en todo proceso de construcción de paz. Y todas ellas son necesarias e imprescindibles. Y eso vale tanto para los actores nacionales como para los internacionales.
Y a la inversa, hacer las paces e implementar los eventuales acuerdos de paz es sólo una parte de la construcción de la paz, muy importante pero limitada. O lo que es lo mismo existe relación, pero persisten diferencias. No obstante, el cumplimiento y verificación, en clave comparada, han mostrado ser un claro factor coadyuvante al éxito de la construcción de la paz, algo que depende de múltiples factores, pero sobre todo de la claridad de los acuerdos, de las condiciones de seguimiento, y en particular, de contar con mayorías parlamentarias y sociales sólidas para su implementación, incluyendo la renegociación de algunos apartados (algo que, la práctica comparada de los últimos veinte años, muestra que ha pasado siempre).
Por tanto, hacer las paces y construir la paz se complementan, de forma que cambian, progresivamente, todas las dimensiones de la vida social y nacional: social, económica, política e incluso la cultural. El cambio, naturalmente, dependerá de la acción colectiva de los diversos actores. En experiencia comparada, ello supone que el proceso de construir la paz se independiza, al menos relativamente, de la agenda derivada del cumplimiento de sólo lo estrictamente acordado en la mesa de negociaciones. Y todo ello sin olvidar el auténtico obstáculo de hacer las paces y, por ende, de construir la paz: estadísticamente, según las diferentes fuentes existentes, entre el 35% y el 50% de los acuerdos de paz negociados “fracasan” (recidiva de la violencia directa por parte de una o todas las partes) en un plazo de cinco años.
La segunda distinción tiene que ver con el uso de diferentes expresiones en diferentes momentos y por diferentes organizaciones. Así, la Unión Europea suele optar por estabilización, rehabilitación o reconstrucción posbélica, frente al uso habitual en NN. UU. de construcción de la paz17. El siguiente cuadro intenta resumir dichas diferencias:
Cuadro 1. Sistematización de significados de rehabilitación y reconstrucción posbélica y construcción de la paz
En el contexto de un conflicto que acaba convirtiéndose en una emergencia política compleja, por rehabilitación posbélica o post-violencia se entiende la acción coordinada de diversos actores encaminada a
Reubicar a la población civil desplazada y refugiada, así como desarmar, desmovilizar y reinsertar a los diversos grupos de combatientes (reasentamiento y desmilitarización).
Rehacer y mejorar (o en caso de total déficit o colapso de todas o alguna de ellas, establecer ex novo) las infraestructuras físicas y materiales que fueron destruidas durante la fase armada del conflicto, los servicios sociales básicos, las funciones e instituciones de gobierno y políticas (incluyendo la separación de poderes y el desarrollo mínimo de cada uno de ellos), el establecimiento de fuerzas policiales y fuerzas armadas con miembros y mandatos separados, así como, por último, establecer procedimientos e instituciones que posibiliten la celebración temprana, garantizada y exitosa de elecciones democráticas incluyentes (reconstrucción).
Restablecer, reformar y, en su caso, transformar las instituciones y políticas económicas y sociales para poner las bases que permitan, sucesivamente y a largo plazo, la recuperación de la actividad económica, la estabilidad macroeconómica, el desarrollo sostenible en niveles intermedios y comunidades, así como una distribución más justa que permita evitar que rebroten las causas materiales y perceptivas que impulsaron el recurso a conductas violentas (resolución).
Promover la recuperación psicosocial de las víctimas, individuales y colectivas, de la fase armada, conocer las violaciones de los derechos humanos y actos punibles para poder acabar con su impacto disruptor sobre la progresiva conciliación de los actores anteriormente enfrentados, y establecer programas y actuaciones tendentes a mejorar las relaciones entre los distintos grupos y comunidades étnicos (si existen), culturales, sociales y políticos (reconciliación).
Asegurar, primero con el apoyo y actuación explícita de actores externos y luego con la transferencia total de la responsabilidad a las autoridades nacionales, la inserción o reinserción del Estado en las estructuras y organizaciones regionales (lo que puede requerir la coordinación del proceso de rehabilitación de diferentes estados de la zona) y de alcance global (normalización y reinserción).
2. CONSTRUCCIÓN DE LA PAZ
Se trata de un enfoque global que alude a la actuación multidimensional y prolongada en el tiempo de diversas partes, internas e internacionales, tendente a alterar en un país o zona concreta los motivos de incompatibilidad, las conductas de los actores enfrentados, así como sus percepciones, intereses, necesidades y relaciones. Es un concepto que abarca todos los procesos, planteamientos, actuaciones, instrumentos y recursos necesarios para convertir los conflictos iniciales y sus riesgos de devenir violencia en situaciones de paz estable, justa y duradera.
Concretamente, pueden diferenciarse tres momentos, a corto, medio y largo plazo, en los que los objetivos básicos son, respectivamente:
Hacer frente a las dinámicas de violencia (gestión de crisis), a las situaciones de guerra (ayuda humanitaria, operaciones de mantenimiento de la paz, operaciones de establecimiento de la paz), promover la búsqueda de soluciones negociadas (establecimientos de acuerdos entre partes) y satisfacer las primeras necesidades tras el alto el fuego o inicio de la aplicación de un eventual acuerdo.
Establecer programas y actuaciones de rehabilitación posbélica que logren (véase definición de rehabilitación posbélica) la desmilitarización y reasentamiento de civiles y militares, la reconstrucción, la resolución de las incompatibilidades, la normalización y reinserción del país en la esfera internacional y, por último, la progresiva reconciliación entre las partes y actores implicados en los conflictos previos.
Fomentar y consolidar la transformación del contexto y del país para reducir casi totalmente la probabilidad de que nuevos conflictos deriven en conductas violentas sistemáticas y persistentes. Dicho fomento y consolidación requiere impulsar formas de buen gobierno, reforzar la cooperación entre las diversas fuerzas civiles, sociales, políticas y económicas, propiciar métodos alternativos y pacíficos de resolución de controversias, y, en definitiva, modificar sustancialmente las relaciones sociales, económicas y políticas.
Fuente: Tesis doctoral de R. Romeva (2002). Elaborado como parte de la preparación de la tesis doctoral de Raül Romeva por R. Grasa & R. Romeva.
La diferencia fundamental estriba por tanto en que el enfoque de construcción de paz tiene una dimensión temporal más larga, más claramente de proceso, lo que nos lleva a la tercera y última distinción.
El uso de la expresión construcción de paz con campos semánticos muy diferentes hace que para algunos se trate sólo de simple gestión de conductas de actores individuales y colectivos (gestión de conflictos), para otros de resolver las incompatibilidades entre actores (resolución de conflictos y prevención de recaídas) y, finalmente, para unos terceros de lograr el cambio social en todos los niveles de la sociedad y en todos los aspectos y dimensiones del conflicto (transformación del conflicto).
En suma, podemos convenir que el término construcción de paz cubre tanto una agenda, amplia, pero pese a todo limitada a un horizonte temporal de corto y medio plazo, algo relativamente estático, como algo entendido como un proceso de resolución y transformación de conflictos, que afectaría a los tres vértices de todo conflicto, actitudes, incompatibilidades y conductas. De hecho, esa era la idea del texto seminal de Galtung: mantener la paz, establecerla o bien construirla no sólo son objetivos de alcance bien diferente, sino que exigen contar con estructuras diferentes. Para construir la paz, dijo, se necesitan “estructuras que eliminen las causas de las guerras y que ofrezcan alternativas al recurso a la violencia o la guerra cuando puedan volver a darse (Galtung, 1976, pp. 297-298). Y eso mismo es lo que expresa Necla Tschirgi (2003)
En su núcleo duro, la construcción de paz aspira a prevenir y resolver los conflictos violentos, a consolidar la paz tras el fin de la violencia y a la reconstrucción posviolencia con el objeto de evitar recidivas de los conflictos violentos. La construcción de paz busca enfrentar las causas estructurales y próximas de los conflictos contemporáneos, incluyendo los factores estructurales, políticos, socioculturales, económicos y medioambientales. (p. 2)
La distinción permite elaborar diferentes enfoques de políticas públicas en el marco de la transición de la violencia directa armada a la paz negativa, ausencia de violencia directa, con diferentes horizontes temporales, más o menos cortos o largos. Por ejemplo, distinguir un enfoque con horizonte temporal largo pero limitado, de seis a diez años, la habitual en el enfoque de Naciones Unidas, y otro con horizonte temporal mucho más dilatado, el propio de la transformación de conflictos estratégica, a la manera que definió John Paul Lederach (1997).
Dicho de otra forma, lo que está en juego, si volvemos al caso colombiano que está en el origen del artículo, es poner el énfasis en lo que diferencia agenda y proceso, o, mejor aún, lo que distingue la agenda cerrada e inmutable respecto del proceso en construcción
La distinción es clave para el caso de Colombia y en general para el propio concepto de construcción de paz, puesto que las críticas al consenso sobre la paz liberal se han centrado más en la concepción de la agenda cerrada que en la del proceso en construcción.
Y, en el caso de Colombia, no hay otra, puesto que tanto hacer las paces como la construcción de la paz son empeños con décadas de esfuerzos, con éxitos, fracasos y semi-éxitos, desde mediados de los años ochenta, tanto es la esfera pública como en la privada. Por si fuera poco, Colombia inició una nueva fase del proceso de construcción de la paz post-Habana, con Iván Duque en la Presidencia de la nación en el momento (octubre de 2018) en que se escribió el presente texto. Ello supone que el Gobierno deberá elegir hoja de ruta sobre la forma de implementar lo acordado entre el Gobierno y las FARC-EP, mientras siguen paradas las negociaciones, probablemente para muchos años, con el ELN
Dicho de forma rotunda, en el caso de Colombia, la construcción de paz es y será claramente un proceso en construcción, con una agenda dinámica, que se ampliará respecto de la acordada en La Habana, y actores en constante proceso de definición y redefinición. Y en esa agenda y en ese proceso tendrá un lugar central el incremento de los conflictos sociales, aunque, presumiblemente, en un contexto de reducción significativa de la violencia directa vinculada al conflicto armado, es decir, conflictos que habrá que manejar en clave de negociación y política. Sin violencia.
Por decirlo con el poeta, Martí i Pol, la paz no es una ráfaga de viento, sino una piedra en la que hay que esculpir, día a día, el esfuerzo de conquistarla. Y queda mucho por esculpir.