La evolución de los estudios y la práctica del desarrollo(s), la sostenibilidad y la Agenda 2030: cambio de perspectiva en el Antropoceno*








Rafael Grasa**




Este texto de presentación de la sección temática de la revista, dedicada al desarrollo sostenible, la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), presta atención a las tendencias de fondo que llevan a los cambios que los diversos artículos elegidos para su publicación previa aprobación de la revisión por pares con el tradicional sistema doble ciego explican entre la agenda 2000 a 2015, los Objetivos del Milenio, y de 2015 a 2030, los ODS. Es decir, no se centra en esos cambios concretos, bien descritos en muchos textos posteriores, ni en el impacto de la pandemia en la implementación en curso. He escogido, por el contrario, recordar las dos fuerzas motrices que entre 1970 y mediados de los años noventa conforman los cambios en la concepción del desarrollo: la economía del bienestar y los enfoques basados en Amartya Sen, que están tras la idea de desarrollo humano y el primer informe con tal título del PNUD (1990), y la larga evolución de la conciencia medioambiental desde 1972, Conferencia de Estocolmo, a la de Río de Janeiro (1992) y la de Río + 20 (2012), crucial para los ODS y la Agenda 2030.

Y lo hace tomando como foco el cambio de mira que en temas de desarrollo y medio ambiente se ha producido en los cincuenta años que separan la reunión de Estocolmo con el presente: la conciencia de que estamos en una época que puede marcar, según que decidamos, el futuro de la humanidad y del planeta, y de muchas de las especies que lo habitan, el Antropoceno.

El término “antropoceno” fue acuñado por el biólogo estadounidense Eugene F. Stoermer y fue popularizado a partir del 2000 por el premio Nobel de Química Paul Crutzen. Ambos autores designaban con su uso la entrada en una época en la que las actividades del ser humano habían provocado cambios biológicos y geofísicos a escala mundial. Dicho de otra forma, desde el siglo XIX o algo antes, si tomamos 1784, el momento en que Watt perfecciona la máquina de vapor la huella antropocéntrica en la Tierra era tan grande que, metafóricamente al menos, podía compararse con la de una fuerza geológica, como una fuerza motriz conformadora de grandes cambios cuantitativos y cualitativos en nuestro planeta.

Pese a las dudas y polémicas en curso en el terreno científico sobre si el término puede usarse en sentido real y no metafórico, lo cierto es que hoy se emplea en miles de publicaciones y libros, y también en los medios de comunicación para aludir al hecho de que los cambios generados por la actuación humana desde la revolución industrial y el uso ingente de energías fósiles habían alterado el relativo equilibrio en que se mantenía el sistema terrestre desde los comienzos de la época holocena, esto es, desde 11 700 años atrás. En estos cincuenta años se ha tomado conciencia de una gran aceleración iniciada hace casi doscientos años y que en este lapso ha alcanzado velocidades de vértigo. Concretamente, hemos provocado ya alteraciones severas en cuatro casos: el clima, la cobertura vegetal, la erosión de la biodiversidad (la desaparición de especies animales, la sexta extinción) y la alteración de los flujos biogeoquímicos, en los que los ciclos del fósforo y el nitrógeno desempeñan un papel esencial. Basta con presar atención a las alteraciones desde la segunda guerra mundial de los indicadores y datos sobre consumo de recursos primarios, utilización de energía, crecimiento demográfico, actividad económica y deterioro de la biosfera, para saber por qué la sostenibilidad está en el centro de la agenda: la gran aceleración, el Antropoceno, se caracteriza por consolidar tendencias “insostenibles”, las que los ODS y la Agenda 2030 pretenden ayudar a revertir.

Para presentar la evolución y las grandes fuerzas motrices de estos cincuenta años, el texto está dividido en cuatro apartados. El primero presenta los cambios en la concepción del desarrollo a partir de los años ochenta, centrándose en la Declaración sobre el derecho al desarrollo de las Naciones Unidas y el concepto de desarrollo humano. El segundo resume lo acaecido en cinco décadas de evolución de la relación entre desarrollo y medio ambiente. El tercero se centra en la idea de sostenibilidad y, por ende, en la noción que está tras la Agenda 2020, el desarrollo humano sostenible. Finalmente, se acaba con unas breves consideraciones finales.


1. Cambios en la concepción del desarrollo a partir de los años los años ochenta: las Naciones Unidas y el derecho al desarrollo


Un largo camino político-diplomático condujo, tras el fracaso en la década de los setenta del intento de fundamentar sobre bases jurídicas internacionales sólidas un “nuevo orden económico internacional”, a la adopción por la Asamblea General de las NN. UU. de la Declaración sobre el derecho al desarrollo (Resolución 41/128 de 4 de diciembre de 1986, a partir de ahora DDD), que, de acuerdo con la evolución de las décadas anteriores, alude al desarrollo como : “[…] un proceso global, económico, social, cultural y político, que tiende al mejoramiento constante del bienestar de toda la población y de todos los individuos, sobre la base de su participación activa, libre y significativa en el desarrollo y en la distribución justa de los beneficios que de él se derivan” (párrafo segundo del preámbulo de la mencionada Declaración).

Cabe recordar, empero y antes de ocuparnos de los rasgos y tendencias que se derivan de dicha Declaración y supondrán la primera gran fuerza de cambio en la concepción del desarrollo y de la Agenda 2030 que vamos a reconstruir, que ya antes, en el marco de las Naciones Unidas y de su sistema, se habían ido forjando los principios jurídicos del derecho al desarrollo en diferentes instrumentos de derecho internacional. Destacan al respecto, concretamente, estos grandes hitos: a) la Declaración de Filadelfia (anexa a la constitución de la OIT), adoptada en 1944 con ocasión de la Conferencia Internacional del Trabajo; b) diferentes disposiciones de la Carta de las Naciones Unidas, en particular sus artículos 55 y 56; c) el artículo 28 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada en 1948; d) el preámbulo de los Pactos Internacionales de derechos civiles y políticos y de derechos económicos, sociales y culturales, de 1966; e) la Declaración de Teherán, adoptada en 1968; f) la Declaración sobre el Progreso y el desarrollo en lo social, proclamada por la Asamblea General en su Resolución 2542 (XXIV) de 1969; g) la Declaración Universal sobre la erradicación del hambre y la malnutrición, aprobada por la Conferencia Mundial de la Alimentación en 1974; h) la Declaración y el programa de acción sobre el establecimiento de un nuevo orden económico internacional, Resoluciones 3201 (S-VI) y 3202 (S-VI), de mayo de 1974; i) la Carta de derechos y deberes económicos de los Estados contenida en la Resolución de la Asamblea General 3281 (XXIX) de 12 de diciembre de 10974; j) la Declaración sobre la utilización del progreso científico y tecnológico en interés de la paz y en beneficio de la Humanidad, proclamada por la Asamblea General en su Resolución 3384 (XXX) de 1975.

Posteriormente, y tras los intentos de establecer las bases normativas del “nuevo orden económico internacional”, la Comisión de Derechos Humanos pidió al secretario general de las NN. UU. que se efectuara un estudio sobre las dimensiones internacionales del derecho al desarrollo como derecho humano. Así, la propia Comisión, en 1979, consagró el derecho al desarrollo como derecho humano y pidió al secretario general que se investigaran las condiciones necesarias para lograr la realización de tal derecho para todas las personas y pueblos.

Y fue justamente esa noción de la Comisión la que confirmó y desarrolló las resoluciones 37/199 y 37/200 de la Asamblea General se reconocía concretamente que la realización del potencial de la persona humana en armonía con la comunidad debía considerarse el propósito principal de desarrollo, por lo que toda persona tenía derecho no solo a participar de los beneficios del proceso de desarrollo, sino derecho a participar en dicho proceso. Trabajos posteriores de la Comisión y de un grupo ad hoc llevaron a la aprobación en 1986 de la mencionada Resolución 41/128 y la puesta en marcha de una estrategia de la comunidad en pro del desarrollo, que incluye reuniones de expertos, informes, conferencias mundiales y diversos instrumentos. Estos culminaron en 1994 con la presentación de la propuesta del secretario general (a la sazón Boutros Boutros Gali) conocida como Un Programa de desarrollo: recomendaciones. Informe del Secretario general (A/49/668, de 11 de noviembre de 1994).

De todos esos hitos y evolución se derivan dos conclusiones. En primer lugar, que se ha ido más allá de la obligación (generalmente aceptada) de los Estados de cooperar para el desarrollo, al plantearse también la obligación de respetar el derecho al desarrollo. O lo que es lo mismo, el derecho al desarrollo ha sido entendido como un derecho según el cual todos los sujetos del orden internacional están obligados a actuar respetando y haciendo respetar el derecho al desarrollo de pueblos e individuos. En segundo lugar, se ha cambiado la noción de desarrollo, como refleja la propia DDD. Veamos, por tanto, lo que implica esta segunda conclusión.

Concretamente, el artículo 1 de la Declaración establece que:

1. El derecho al desarrollo es un derecho humano inalienable en virtud del cual todo ser humano y todos los pueblos están facultados para participar en un desarrollo económico, social, cultural y político en el que puedan realizarse plenamente todos los derechos humanos y libertades fundamentales, a contribuir a ese desarrollo y a disfrutar del mismo. El derecho humano al desarrollo implica también la plena realización del derecho de los pueblos a la libre determinación, que incluye, con sujeción a las disposiciones pertinentes de ambos Pactos internacionales de derechos humanos, el ejercicio de su derecho inalienable a la plena soberanía sobre todas sus riquezas y recursos naturales.

Dicho de otra forma, la Declaración apuesta por una concepción del derecho al desarrollo, de acuerdo con la evolución posterior como derecho humano, que caracterizaremos como: 1) multidimensional, cuyos titulares son los seres humanos o personas, como a la vez individuos y pueblos; 2) de realización progresiva, como proceso de mejoramiento y satisfacción de necesidades que nunca se logra totalmente; 3) que integra y refuerza otros derechos de las personas y los pueblos; 4) que debe realizarse a la vez en la esfera nacional e internacional, implicando por tanto en la tarea derechos y deberes; y 5) que tiene como componente crucial la participación tanto en su consecución (el “mejoramiento constante”) como en los beneficios que se logren en cada etapa o fase.

A resultas de esta nueva concepción, reflejada en la DDD, se han producido cambios importantes en los últimos treinta años en el marco del sistema de NN. UU. en la concepción del desarrollo, el objetivo final y también, por consiguiente, de uno de sus instrumentos, la cooperación internacional para el desarrollo. A saber: a) la generalización de la exigencia de sostenibilidad o sustentabilidad del desarrollo; b) la centralidad de la dimensión humana, que ha concluido en la consideración de que el principal objetivo del desarrollo debe ser ampliar las opciones de los seres humanos, lo que ha dado en llamarse por parte del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) “desarrollo humano”.

La centralidad de la dimensión humana, lo que conocemos hoy como desarrollo humano, procede de una compleja elaboración en la que han intervinieron desde finales de los años ochenta organizaciones como la OMS, la FAO, la Unesco y, sobre todo, el PNUD, en particular a partir de la publicación anual desde 1990 de su primer Informe sobre Desarrollo Humano y su índice de medida, el “índice de desarrollo humano”, al que luego siguieron otros centrados en el género y la pobreza.

Hay que señalar que la noción de desarrollo humano supuso una ampliación de la de sostenibilidad, que queda englobada, para focalizarse en la idea de bienestar. Siguiendo los planteamientos de Amartya Sen, se insistió en que lo que permite saber si una persona goza o no de bienestar es comprobar si se ha ampliado el conjunto de cosas que puede realizar, sus capacidades, o sea, las opciones (políticas, sociales, económicas, culturales…) que tiene a su disposición, y luego, sus desempeños reales, sus implementaciones. En la terminología de Sen, sus titularidades y funcionamientos.

Por ello, el índice de desarrollo humano mide tres aspectos, centrales pero no únicos de la vida digna y plena de las personas: a) la longevidad, medida en función de la esperanza de vida al nacer en términos comparativos, lo que valora indirectamente la orientación social de las políticas públicas; b) el nivel educativo y de conocimientos, aquilatado a través de una medida ponderada de la alfabetización y de las tasas de matriculación, en enseñanza primaria, secundaria o universitaria, según el tipo de país; y c) el nivel decente de vida, medido en función del PIB per cápita. La combinación de los tres aspectos permite valorar el progreso general de un país respecto del desarrollo humano. Como he dicho, posteriormente se introdujeron índices complementarios sobre pobreza y discriminación/equidad de género.

Todo ello ha afectado desde mediados de los años noventa tanto a las políticas de desarrollo como a las de cooperación, merced a la centralidad de potenciar la participación (empoderamiento, refuerzo y mejora de la sociedad civil), la gobernabilidad (desarrollo, mejora y reforma del Estado), la equidad, en particular en su componente de equidad de género y, por último, sustentabilidad de los proyectos y programas, entendida como la factibilidad de estos a medio y largo plazo, es decir, como posibilidad de mantenerlos una vez que haya desaparecido la aportación (material y humana) procedente de los países del Norte.

Y que esta concepción multidimensional y centrada en el bienestar y capacidades de las personas del desarrollo se convirtió en la tendencia dominante en NN. UU. muestra que esté claramente presente en las cinco grandes dimensiones macro que citó Boutros Gali en el ya aludido Informe de 1994: 1) la paz, base fundamental y prerrequisito del desarrollo; 2) la economía, el crecimiento entendido como motor de progreso; 3) el medio ambiente y la protección de la ecología, fundamento de la sostenibilidad; 4) la justicia, pilar de vida social; y 5) la participación y la democracia, entendidas como requisitos y bases del buen gobierno.

Así las cosas, el concepto de desarrollo ya no será solo aplicable a los países del Sur: se convierte, se ha convertido, en un objetivo, inalcanzado en uno u otro grado, para todas las personas y pueblos del planeta. Adicionalmente, en esos mismos años, pero en un proceso paralelo y en parte traslapadado, se produjo también, vía “sostenibilidad”, la introducción de la dimensión ecológica, a partir de un proceso que va de 1972 a 1987, con el Informe Brundtland (1987), como veremos en el siguiente apartado.


2. Cinco décadas de evolución de la problemática medioambiental y de su centralidad para el desarrollo


El verano de 1972 el medio ambiente fue la noticia destacada de todos los medios de comunicación: la Conferencia de Estocolmo sobre el Medio Ambiente Humano significó el primer gran acontecimiento con repercusión planetaria relacionado con el medio ambiente. La Conferencia, conocida con el lema “Una sola Tierra”, conllevó la primera reunión a gran escala de estadistas mundiales para discutir, según palabras de entonces, “el futuro de nuestra especie y del hábitat donde vive”. También implicó la primera reunión a gran escala de organizaciones no gubernamentales (ONG), inaugurando la práctica de convocar eventos cronológicamente cercanos o paralelos a eventos oficiales como mecanismo eficaz de cabildeo: como mínimo 400 representantes de las mismas se congregaron en el Fórum sobre el Medio Ambiente, paralelo a la conferencia intergubernamental, auspiciado por Maurice Strong1 y el Gobierno sueco, y oficialmente sancionado por el secretariado de la ONU. Ambas actividades cumplían el compromiso fijado por la Resolución 2398 (1969) de la Asamblea General de la ONU, que había explicitado la “necesidad de intensificar la acción en el ámbito nacional, regional e internacional para limitar [...] el empobrecimiento del medio ambiente humano”.

En términos de agenda, ello supuso un cambio espectacular, un giro de 180 grados, en la preocupación medioambiental a nivel internacional, que desde la firma del tratado para la conservación de las aves útiles para la agricultura (1902), el primer tratado internacional con finalidad inequívocamente medioambiental, solo se había ocupado de cuestiones parciales y de intereses materiales, sobre todo económicos y militares. Ahora, en 1972, por primera vez se tomaba conciencia explícita de la dimensión global de los problemas medioambientales, hecho al que también contribuyó el impacto del primer Informe en el Club de Roma, Los límites del crecimiento2. Las razones del cambio, diversas, tienen sobre todo que ver con la creciente conciencia, entre las opiniones públicas y los gobiernos, de los problemas derivados de la contaminación en los países industrializados, como, por ejemplo, la demostración empírica del carácter transfronterizo de la lluvia ácida, en Escandinavia o en la región canadiense de Los Grandes Lagos. También cabe añadir el impacto de la contaminación marina, que aceleró la redacción de convenciones y acuerdos regionales sobre esta cuestión. Las semillas de obras pioneras de la década anterior, como Silent Spring, de Rachel Carson, empezaban a dar fruto.

El ejemplo de Estados Unidos explica bien la interacción entre opinión pública y actuación gubernamental que se produjo a partir de entonces, como veremos ahora. En julio de 1969, el presidente Nixon presumió de ser el primer político capaz no solamente de “prometer la Luna”, algo habitual en el quehacer político por doquier, sino de alcanzarla: Armstrong y Collins acababan de pisar nuestro satélite. Pero el satélite retornó a los seres humanos la visión de un pequeño planeta azul y frágil, el hogar de la humanidad, que conmocionó a la gente de la calle. Esto influyó sin duda en el hecho de que más de veinte millones de norteamericanos se manifestaran en la celebración del primer Día de la Tierra (1970). Al cabo de unos meses, el presidente Nixon creó la Agencia Medioambiental de Estados Unidos (EPA), la primera del mundo y todavía una de las más influyentes. Poco a poco, el impacto de la nueva preocupación ambiental se dejó sentir en la vida cotidiana de Estados Unidos: se interrumpieron la mayoría de las autopistas urbanas previstas; se aprobaron leyes como las de responsabilidad retroactiva (Liability Act), que responsabilizaba a las empresas de los delitos ambientales en función de la legislación vigente, pese a que los hechos se hubiesen producido previamente y fuesen congruentes con la legislación del momento.

Dicha interacción entre opinión pública y gobiernos se dio por doquier y se vinculó con otros factores. Generalizando, en todo el planeta, durante los años previos a la Conferencia, se manifestaron tres tendencias: a) la creciente presencia de una combinación de catastrofismo hacia el futuro y de escepticismo respecto a las posibilidades de progreso ilimitado, el “inminente desastre global al que se enfrenta la humanidad”, una característica omnipresente en los países del norte y especialmente en los occidentales; b) el progresivo interés de las organizaciones intergubernamentales (Unesco, Consejo de Europa, OCDE, OEA, OUA, entre otras);3y c) una perspectiva muy diferenciada de afrontar los problemas medioambientales en los países del Tercer Mundo o Sur Global, que vinculaban medio ambiente y desarrollo. Aludiremos rápidamente a las tres.

Por un lado, los estudios de prospectiva, empleando novísimos ordenadores y modelos de simulación poderosos (por ejemplo, el World System desarrollado por Jay Forrester en el MIT), demostraron por primera vez científicamente la probabilidad de destrucción del planeta si seguía el rumbo dominante. Trabajos como el de Paul Ehrlich (The Population Bomb) o los ya citados informes iniciales del Club de Roma sobre los límites del crecimiento4 sirvieron para argumentar que solamente una acción decidida de los gobiernos y una transformación radical de los valores culturales de las sociedades desarrolladas podrían evitar esta destrucción. Para alimentar los ordenadores, se partía con frecuencia de una argumentación de inspiración malthusiana: el exceso de población y el consiguiente problema alimentario que planteaba. O, para decirlo con la formulación de Ehrlich, probablemente la más célebre de la época: I = PAT [Impacto ambiental = crecimiento económico/Product x riqueza/Affluency x tecnología/T]. Dicho de otro modo, incrementar el progreso significaba aumentar la destrucción. De aquí que él y muchos otros autores reclamasen, a partir de su fórmula, un cambio drástico del sistema capitalista y de los valores sociales que este promocionaba para evitar la destrucción del planeta. Conseguir el impacto cero (I=0) exigía un crecimiento cero (P=0) o, alternativamente, el abandono de la tecnología moderna (T=0). Generalizando, los avances científicos demostraban la imposibilidad de garantizar un progreso ilimitado, y evidenciaban un mito de raíz ilustrada (es decir, iniciado en el siglo XVIII) que la tecnociencia había alimentado durante décadas.

Respecto del segundo y tercer factor mencionados, la creciente preocupación de los organismos intergubernamentales y la distinta perspectiva de los líderes y expertos del Sur Global, bastará recordar que en el ya citado encuentro Founex era claro el punto de vista del Tercer Mundo, que no cambiaría posteriormente: establecer una relación entre desarrollo y medio ambiente que garantice la protección del medio ambiente, pero también la satisfacción de las necesidades básicas de sus habitantes. Así las cosas, no resulta extraño que entre los grandes desacuerdos surgidos en los debates de Estocolmo se destaquen varios planteados por los países del Sur: algunos puntuales (aspectos ambientales de la guerra del Vietnam, los ensayos nucleares, el colonialismo y el apartheid), pero también uno central. Aludo, concretamente, a la renuncia de los países desarrollados a aceptar que, en palabras pronunciadas por Indira Gandhi en Estocolmo, “los problemas medioambientales de los países en vías de desarrollo no son efectos colaterales de la industrialización excesiva, sino el reflejo de la inadecuación del modelo de desarrollo”, un asunto que se resolvió con una recomendación de la Conferencia: que ningún país tendría que invocar preocupaciones medioambientales como pretexto para aplicar políticas comerciales discriminatorias o restricciones de acceso a los mercados.

En cuanto a los resultados, la Conferencia formuló una Declaración que comprendía 26 principios, así como un Plan de acción y 109 recomendaciones, resoluciones que en ningún caso suponían obligaciones jurídicamente vinculantes. En cuanto a la institucionalización, aunque no surgió de Estocolmo una nueva organización intergubernamental, sí que resultaron cuerpos u organismos que luego han tenido una importancia capital. Especialmente, el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), mucho más vinculado a las ONG de lo que hasta entonces era habitual en el sistema de las Naciones Unidas, o el Global Environmental Monitoring System (GEMS).

El espíritu de la Conferencia, así como los factores que la habían provocado, originaron un efecto de arrastre (spill-over, por usar el término sugerido por los funcionalistas) durante los años que siguieron. En primer lugar, se firmaron convenciones y tratados; la convención sobre protección marina (MARPOL, 1973); las convenciones del Báltico y del Mediterráneo (1974, 1975); el convenio sobre el comercio internacional de especies de la flora y la fauna en peligro de extinción (CITES, 1975); la convención sobre armas biológicas (1972), etc. En segundo lugar, se incrementó la influencia en la opinión pública y en la especializada, como evidenció la creciente oposición a los ensayos nucleares franceses en el Pacífico o la decisión del Tribunal Internacional de Justicia provocada por las quejas de Australia y Nueva Zelanda.

No obstante, desde la perspectiva inaugurada con la Conferencia de Río y las tres décadas posteriores desde las que escribimos ahora para introducir y contextualizar el presente número de Análisis Jurídico-Político, el principal éxito de Estocolmo fue probablemente estimular una larga serie de estudios, declaraciones y actuaciones políticas que han difundido una nueva sensibilidad en torno a los problemas medioambientales y un nuevo lenguaje para hablar de ellos.

Ambas cosas quedaron muy claras en 1987 en el Informe de la Comisión Brundtland, que acuñó, recogiendo antiguas propuestas, el concepto de “desarrollo sostenible”, y lo definió de manera muy imprecisa aunque sugerente desde el punto de vista narrativocomo aquel desarrollo susceptible de “satisfacer las necesidades actuales sin comprometer la capacidad de futuras generaciones de satisfacer las suyas”. Como consecuencia, en parte, del debate que provocó el Informe y la posterior decisión de convocar la conferencia de Río para el año 1992 e iniciar el proceso de preparación, cristalizó una nueva percepción del riesgo ambiental que recoge los cambios antes aludidos.

Dicha percepción fue abriendo brecha, de forma que, en lo práctico, la idea de desarrollo sostenible ha ido entrelazando de forma vigorosa las dimensiones social, ecológica y política de los procesos de desarrollo. O, por decirlo de otro modo, se produjo una politización de los temas medioambientales en un sentido doble: se han convertido en tema de debate público, tienen presencia en la agenda y generan actuaciones específicas, por un lado; pero, además, impregnan una buena mayor parte del resto de agendas y actuaciones políticas concretas. Ya no es un ámbito de decisión que hay que añadir a la lista de políticas públicas, sino que, desde mediados de los años 90 del siglo XX, la agenda medioambiental penetra en el resto de ámbitos de decisión, y, a la vez, influye sustantivamente en muchas decisiones finales y, de paso, a menudo también en los actores implicados en el proceso de toma decisiones.

Esta nueva percepción del riesgo ambiental generó también una nueva agenda, una lista de grandes temas que afectan igualmente al Norte y al Sur globales, aunque con prioridades distintas, concreciones locales y regionales diversas, y con estrategias de resolución no siempre coincidentes. Todos los problemas que figuran en ella (cambio climático, deterioro de la capa de ozono estratosférica, desertificación y deforestación, pérdida de biodiversidad, lluvia ácida y contaminaciones diversas, estrés hídrico, etcétera) muestran la complejidad de buena parte de los problemas que hay que tener en cuenta, así como la agudización de cada uno de ellos merced al impacto de unos sobre otros.

Desde finales de los años noventa quedó claro que dicha complejidad plantea serios problemas de gobernanza, en particular en situaciones en que hay que asegurar el gobierno (orden, reglas, arbitraje de disputas, manejo de disputas con riesgo de violencia) sin disponer de autoridad central. Es decir, lo propio de la gobernanza, toma decisiones e implementación de las mismas sin mecanismos constantes y por doquier de gobierno o autoridad central. Para resolverlos se desarrollan nuevos mecanismos de control y regulación social y económica, que se enfrenten a problemas como los de “la tragedia de los bienes comunes”, que se puede muy bien aplicar al caso de la pesca, importante globalmente y también específicamente para muchas regiones y países del mundo.

El problema no es fútil y sigue siendo central treinta años más tarde, aunque lo plantearé con un caso concreto: ¿cómo se pueden regular o fijar derechos de propiedad sobre, por ejemplo, los peces, un recurso móvil, que atraviesa jurisdicciones territoriales y que se reproduce en principio sin intervención humana?

No hay respuestas únicas o fáciles, ni instrumentos mágicos o unidimensionales, pero en nuestra opinión todas las posibilidades desde 1992 van en una dirección que, como veremos, la Agenda 2030 reconoce en buena medida: las respuestas exigen superar el economicismo, establecer una nueva relación entre la dimensión económica y la dimensión social, superar las tesis que consideren que el mando corresponde a la economía y, en consecuencia, que lo fundamental es asegurar los controles macroeconómicos para permitir un crecimiento razonable, a partir del cual todo el resto de cosas se arreglarán casi automáticamente.

Y ése será el cambio que se va a dar en la relación entre desarrollo y medio ambiente, que suele denominarse desarrollo humano sostenible.


3. Lo económico, lo ecológico y lo social: tres dimensiones complementarias del desarrollo


El economicismo imperante tenía, además de lo que ya hemos comentado, otras manifestaciones que afectaban la concepción del desarrollo y los retos que planteaba la sostenibilidad, a saber: sobreestimación de la competitividad; un cierto ahistoricismo; la transposición mimética de las experiencias de los países desarrollados al resto del mundo; y, a menudo, uso de teorías superficiales de la mundialización o globalización, que olvidaban su carácter desigual y asimétrico en los diferentes sectores y áreas geográficas.

Todo ello dificultaba la comprensión del desarrollo como concepto pluridimensional. Ello explica que en el pensamiento dominante hasta mediados o finales de los años noventa del siglo XX, o la mayoría de los debates y de las polémicas sobre el desarrollo y el medio ambiente se hubieran concentrado básicamente en situaciones características de los llamados juegos de suma nula,5 es decir, en situaciones que solo contemplan dos variables contrapuestas. Sin embargo, no se han explorado lo suficiente aquellas situaciones ya existentes en las que ganan todas las partes, situaciones que se podrían multiplicar si la búsqueda fuese por ese camino, algo que está en la base de la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Veamos el ejemplo de varios casos de reciclaje, de la agricultura llamada regenerativa y, sobre todo, de las estrategias energéticas, que permiten al mismo tiempo reducir considerablemente el consumo de energías fósiles y ahorrar también recursos financieros. El mismo razonamiento se aplica a otros recursos; así, hay quien postula que una precondición para asegurar el desarrollo sostenible a escala mundial es multiplicar por diez la productividad media de los recursos en las economías industriales6.

Por ello, desde mediados de los años noventa se considerarán tres criterios, el económico, el ecológico y el social. Si los combinamos bilateralmente, economía y ecología, el resultado es siempre problemático con situaciones de suma nula: a) el punto O, el “origen” (antes de la revolución industrial), una situación con una tasa de crecimiento económico moderadamente positiva y la correspondiente tasa de degradación ambiental, asumible; b) las situaciones infernales, ni protección ni crecimiento; y c) las situaciones de suma nula, bien porque predomina lo medioambiental (mejora y protección del medio ambiente con freno del crecimiento económico) o bien en predomina). La única solución, aunque ideal por las dificultades de implementación es apostar por un, un juego de suma positiva, en el que las preferencias y fines de los jugadores no sean diametralmente opuestos, y permitan conseguir beneficios para todos los jugadores, es decir protección del medio ambiente y crecimiento económico, a la par.

Sin embargo, a finales de los años noventa estaba claro que esa solución implicaba que en desarrollo el aspecto económico (crecimiento) y el social (bienestar) caminan de la mano, de forma coherente, algo que sabemos, como recordó la primera cumbre de Copenhague sobre desarrollo social en 1972, no siempre es así. De aquí que haya que considerar los vínculos entre el aspecto económico y el social en el desarrollo, dada, por ejemplo, la importancia que tienen hoy en día los fenómenos como el crecimiento sin ocupación o la exclusión social, inequidad y pobreza que se derivan de ello.

Por tanto, si combinamos ahora bilateralmente lo económico y lo social, nos encontramos con cuatro casos posibles. Primero, situaciones donde conviven actuaciones en las que la reducción del crecimiento presupone o acelera una pronunciada degradación social. Segundo, situaciones con reducción del crecimiento y también importante degradación social. Tercero, situaciones, cuantitativamente poco frecuentes, en las que la degradación económica no destruye el tejido microsocial, algo que se da en comunidades con una gran cohesión. Finalmente, solo en el caso de juego de suma positiva, podemos encontrar beneficios para los actores, el crecimiento, el bienestar y la protección social.

Llega el momento de recapitular y combinar las tres dimensiones (económica, ecológica y social) a la vez. El resultado son cuatro casos posibles por considerar, de acuerdo con la tabla 1: crecimiento económico y altísimos costes sociales y ecológicos (crecimiento salvaje, 1); crecimiento alto con resultados sociales relativamente positivos y bastante destrucción ambiental (crecimiento socialmente benigno, 2); costes sociales elevados, crecimiento y protección del medio ambiente, ya que se dejan a un lado a los seres humanos (crecimiento sostenible, 3). Y, por último, el caso ideal (situaciones que permiten un juego de tres actores con beneficios positivos para todos), el representado por la cuarta posibilidad en el cuadro: situaciones que posibilitan conseguir progresos en una triple dimensión –ecológica, social y económica– y alcanzar, por tanto, el desarrollo en el sentido más fuerte y pleno de la palabra.


Tabla 1. Cuatro modelos de combinación

Económico

Social

Ecológico

1.Crecimiento salvaje

2. Crecimiento socialmente benigno

3. Crecimiento sostenible

4. Desarrollo

+

+

+

+

-

+

-

+

-

-

+

+


Fuente: elaboración propia basada en Grasa y Sachs (2000).


El concepto de desarrollo humano sostenible ha hecho que, de acuerdo con la opinión que he mostrado en la tabla 1, solo en este caso sea plenamente legítimo hoy en día emplear el término desarrollo, sin necesidad de añadir ningún adjetivo. El desarrollo así entendido se distinguiría de formas de desarrollo erróneas (como el maldesarrollo) o del simple crecimiento económico.

De esta manera, mediante esta evolución durante los años noventa, el desarrollo ya no se considera sinónimo de simple crecimiento económico, ni una meta cuantificable, sino un proceso pluridimensional que busca objetivos que abarquen dimensiones sociales, culturales, económicas y personales. Así, se puede definir “desarrollo” como un proceso multidimensional de cambio social que busca la mejora sensible de la calidad de vida de una población a fin de asegurar: a) el aumento de la riqueza material global y su distribución en términos compatibles con la justicia, la equidad y la solidaridad; b) el pleno ejercicio de las libertades individuales y colectivas, que implica que la sociedad civil mejore el control de los diversos niveles e instancias del poder; y c) una relación armónica de los seres humanos con su entorno.

Así definido, se trata de un concepto aplicable a todos los estados y todas las sociedades, no solamente a las del Sur, aunque se pueden establecer prioridades respecto a determinados grupos o zonas. Una derivada de lo anterior es la necesidad de establecer un cambio en la jerarquía relacional de las tres dimensiones, clave a la hora de armonizar los objetivos perseguidos: lo social se convierte en el elemento clave, el que manda o fija las directrices; lo ecológico se considera una constricción, que hay que asumir; lo económico, por último, se redimensiona hasta recuperar un papel instrumental. O sea, que la noción de desarrollo se refiere a personas y no a los objetos.

A resultas de los cambios derivados de la primacía social en la finalidad del proceso de desarrollo (desarrollo humano, búsqueda de bienestar) y la importancia de la constricción ecológica (sostenibilidad), ya a mediados de los noventa estaba claro que para comparar procesos de desarrollo en el sentido recién expuesto debían crearse nuevos indicadores, particularmente cualitativos que permitan percibir el crecimiento de las personas, el grado de satisfacción de sus necesidades.

Como he dicho el carácter finalista, el objetivo a conseguir, de lo social, la dimensión social del desarrollo, fue el centro de la cumbre de Copenhague (Cumbre para el Desarrollo Mundial, de 1995), donde se aceptó –y era la novedad– que los objetivos del desarrollo tienen que alcanzarse a través de la participación de una variedad de actores (gobiernos, instituciones internacionales, empresas, organizaciones no gubernamentales y ciudadanas, etc.) y se fijaron compromisos al respecto. Por ejemplo, el principio 20/20 aprobado en Copenhague obliga desde entonces (política y moralmente, sin carácter jurídicamente vinculante) a los actores gubernamentales a dedicar al menos un 20 % de la ayuda oficial al desarrollo de los países donantes y un 20 % de la inversión pública de los países receptores a los servicios sociales básicos, es decir, salud, planificación familiar, educación, nutrición y disponibilidad de agua.

Además, el carácter rector de la dimensión social impregnó trabajos importantes de economistas y expertos latinoamericanos, articulados en torno a la idea de “desarrollo a escala humana”, en particular los de Manfred A. Max-Neef,7 que giraban en torno a la idea de que las personas son seres de necesidades múltiples e interdependientes (materiales y no materiales). El autor, concretamente, desarrolló una teoría operativa de las necesidades que permitía incorporar aspectos económicos no crematísticos, claves para satisfacer necesidades, como los servicios de la naturaleza y los trabajos no asalariados. Al distinguir entre necesidades y satisfactores de las necesidades, puede sostener que las necesidades son finitas, bastante estables a lo largo del tiempo y de las culturas y articuladas en torno a las culturas; mientras que los satisfactores son ilimitados, cambiantes y culturalmente determinados. Así, las necesidades humanas han de entenderse como un sistema en el que estas se interrelacionan e interactúan. Por lo tanto, el proceso de satisfacción de las necesidades presenta simultaneidades y compensaciones (trade-offs).

Esta concepción del desarrollo recuperó el espíritu y gran parte de las propuestas de la noción de ecodesarrollo surgida, de forma marginal entonces, en los años setenta del siglo XX,8 que otorgó mucha importancia a la participación, a la implicación y empoderamiento de sus protagonistas.

Concretamente, siguiendo los trabajos del Centre International de Recherche sur l’Environnement et le Développement y de Ignacy Sachs,9 el ecodesarrollo se caracterizaba por perseguir:

  1. el desarrollo de los recursos para satisfacer las necesidades básicas;
  2. el desarrollo de un ecosistema social satisfactorio;
  3. el uso racional de los recursos naturales (es decir, no degradante y libre de residuos) en solidaridad con las generaciones futuras;
  4. el uso de procedimientos productivos alternativos, suaves o blandos desde el punto de vista ambiental;
  5. el uso de fuentes energéticas alternativas, sobre todo de la capacidad regional para la fotosíntesis;
  6. el desarrollo y uso de ecotécnicas (técnicas blandas o respetuosas con el medio ambiente: control biológico de las plagas, medicina tradicional, fuentes energéticas no convencionales, entre otras), así como de los conocimientos tradicionales en la gestión de los recursos;
  7. el establecimiento de formas de autoridad horizontal, que aseguren la participación de la población implicada y aseguren la realización de los objetivos del ecodesarrollo;
  8. la educación preparatoria para crear conciencia social a propósito de los valores ecológicos en el desarrollo.

4. A modo de conclusión

Para decirlo de otro modo, la integración de las tres dimensiones, o la recuperación de las ideas de ecodesarrollo elaboradas a la mitad y al final de los años setenta, al confluir las ideas de desarrollo humano y de desarrollo sostenible, permitieron entender y planificar mejor el proceso de desarrollo, como objetivo multidimensional, orientado a conseguir una auténtica sustentabilidad.

Se suele decir que el desarrollo sostenible es el que permite mejorar las condiciones de vida de las comunidades humanas respetando los límites de carga de los ecosistemas, una definición abstracta y a menudo mal comprendida. Más útil es la definición de Costanza, según la cual la sustentabilidad consiste en establecer una relación entre sistemas económicos y sistemas ecológicos que permita, al mismo tiempo, la duración indefinida de la vida humana, la realización de los seres humanos y el desarrollo de las culturas, constriñendo los efectos de la actividad humana dentro de unos límites para no destruir la diversidad, la complejidad y la función del sistema que está en la base de la vida ecológica10.

Por tanto, ligar la noción de sustentabilidad a los principios de ecodesarrollo presupone que a la hora de planificar el proceso de desarrollo hay que prestar atención a cinco aspectos:

  1. la sustentabilidad social (distribución equitativa y reducción de las diferencias del nivel de vida);
  2. la sustentabilidad económica (más eficacia en el reparto y la gestión de los recursos, flujo constante de inversiones privadas y públicas);
  3. la sustentabilidad ecológica;
  4. la sustentabilidad espacial (mejora del equilibrio rural-urbano, por ejemplo);
  5. la sustentabilidad cultural (cambio cultural en la continuidad).

Y eso es justamente, como verán, lo que está en el centro de los ODS y de la Agenda 2030.

25 de julio de 2021, segundo año de la pandemia de COVID-19


Referencias


Bartelmus, P. (1994). Environment, growth, and development: The concepts and strategies of sustainability. Routledge.

Costanza, R. (dir.). (1991). Ecological Economics: The Science and Management of Sustainability. Columbia University.

Meadows, D. H., Urquidi, V. L. y Loaeza de Graue, M. S. (1972). Los límites del crecimiento. Fondo de Cultura Económica.

Mesarovic, M. y Pestel, E. (1975). La humanidad en la encrucijada. Fondo de Cultura Económica.

Sachs, I. (1976). Environment and styles of development. En W. H. Matthews (ed.), Outer Limits and Humand Needs. Dag Hammarskjöld Foundation.

Sachs, I. (1980). Stratégies de l’Écodéveloppement. Éd. Ouvrières.






* El presente texto deriva de una larga trayectoria de investigación y docencia en el tema y se hace como editor responsable de la sección. Por ello, no ha pasado por revisión de pares, como suele suceder en las convocatorias temáticas por parte del editor responsable. Por otro lado, en su segundo apartado, dedicado a la evolución de la problemática medioambiental, recoge la investigación que el presente autor realizara con Ignacy Sachs a finales de los años noventa y que está recogida en el libro de R. Grasa y A. Ulied (eds.) Medio ambiente y gobernabilidad en el Mediterráneo, Barcelona, Editorial Icaria, 2000, en particular en el capítulo titulado “Ecodesarollo y gobernabilidad: sugerencias para la aplicación de nuevas estrategias de desarrollo”, firmado por Grasa y Sachs.

** Profesor titular de Relaciones Internacionales de la Universidad Autónoma, coordinador del Máster Universitario en Relaciones Internacionales, Seguridad y Desarrollo y coordinador del doctorado Politics, Policies and International Relations de la misma universidad. Profesor colaborador de la ECJP de la UNAD, coeditor de Análisis Jurídico-Político y coordinador de la presente sección. Correo electrónico: rafael.grasa@uab.cat; ORCID: 0000-0002-4385-7915

1 Secretario de la conferencia, al igual que la que se celebraría en Río de Janeiro en junio de 1992.

2 Cf. Meadows et ál. (1972).

3 Tuvo especial relevancia la Conferencia de la Unesco sobre la Biosfera (1968), cuyos trabajos influyeron considerablemente en la ya citada Resolución 2398 (1969).

4 Cf. Mesarovic y Pestel (1975).

5 En teoría de juegos, se entiende por juego de suma nula aquel que representa situaciones de conflicto total, es decir, situaciones en que los intereses de los jugadores son diametralmente opuestos (preferencias contrarias); por lo tanto, si uno gana el otro pierde y viceversa (en el caso de dos jugadores). Nos encontramos, pues, con situaciones de elección interdependiente en uno de los extremos, el extremo de los intereses radicalmente opuestos. En cambio, en los juegos de suma no nula o suma positiva (es decir, juegos no totalmente competitivos o juegos de motivaciones mezcladas), el conflicto o antagonismo puede no ser total. De hecho, en muchas situaciones políticas y económicas los jugadores pueden tener intereses competitivos y complementarios a la vez.

6 Para más detalles, cf. la “Declaración de Carnoules”, reproducida en Development Alternatives Newsletter, vol. 4, nº 12, diciembre de 1994.

7 Cf. Desarrollo a escala humana. Conceptos, aplicaciones y algunas reflexiones, Barcelona, Icaria, 1993; y también La economía descalza o Economía real, Montevideo, Nordan, 1990.

8 El concepto proviene de Founex, y se definió por primera vez explícitamente en un documento del PNUMA de 1976 como un “desarrollo regional y local [...] coherente con los potenciales de la zona implicada, consciente del uso racional y adecuado de los recursos naturales, así como de las aplicaciones de los estilos tecnológicos [...] y con formas organizativas que respeten tanto los ecosistemas naturales como las pautas socioculturales locales.

9 Cf. Sachs (1976); Sachs (1980); Bartelmus (1994).

10 Cf. Costanza (1991), p. 85.