Minorías étnicas o pueblos originarios.
El otro en la era del reconocimiento constitucional1

Boris Geovanny Delgado Hernández2
Corporación Universitaria Americana

Recibido: 11/10/2019 - Aprobado 10/12/2019
DOI: https://doi.org/10.22490/26655489.3306


Resumen

Las relaciones discursivas alrededor de los grupos étnicos y minoritarios en Colombia, al incorporar las fronteras, los márgenes y las tensiones interculturales que permean de manera simultánea lo político y lo jurídico muestran la necesidad de diversificar los escenarios de encuentro y traducción con el otro como cultura en función de establecer puentes para una retroalimentación creativa entre fuentes diversas de derecho.

El presente artículo aborda de manera reflexiva los impases que deben enfrentar los pueblos indígenas de Colombia en relación con las lógicas de incorporación jurídica y política en la llamada era del reconocimiento y que es co-adyacente a la comprensión de las garantías constitucionales que derivan de ella. La garantía a la diversidad étnica no se sostiene solo por condiciones mínimas a la subsistencia del otro, sino también por las relaciones y significados que desprenden de él, los cuales se hacen convergentes con los saberes, comprensiones y epistemologías subsistentes a los desafíos que propone. Sin embargo, en una estructura social con jerarquías de dominación tan marcadas, es difícil que el otro sobreviva a su cosificación y al interés de incorporación donde la alteridad corre el riesgo de transformarse en domesticación.

A partir de algunos referentes de la antropología jurídica en Colombia se busca hacer un recorrido histórico sobre las formas de nominación que han rodeado la relación del Estado con los pueblos indígenas, problematizando categorías como minoría étnica y multiculturalidad, donde las expectativas de entendimiento intercultural devienen en formas excluyentes de relación. Finalmente se enfatiza en la apropiación que los pueblos indígenas han logrado desde sus formas de movilización social y política, las cuales han tenido incidencia tanto en el ordenamiento jurídico internacional como en la promoción de nuevas alternativas de nominación intercultural.

Palabras clave: alteridad, diversidad étnica, pluralismo jurídico, política de reconocimiento

  1. El otro en la garantía del principio de la diversidad cultural

Hoy a casi tres décadas de la Constitución de 1991 y de reconocernos como una nación pluriétnica y multicultural conviene analizar los efectos de su política de reconocimiento, sus matices, impases y disertaciones emergentes en los umbrales de su comprensión y materialización. El reconocimiento constitucional de la diversidad étnica en nuestro país no fue aislado de procesos reivindicativos que tuvieron lugar en otros países latinoamericanos, en los cuales también se promulgaron nuevas constituciones que reconocen la dimensión pluricultural de sus naciones. Citamos el caso de Brasil en 1989 y Perú en 1993, que en conjunto con diversos procesos sociales reflejaban un momento de trasformaciones continentales desde donde estaba emergiendo una nueva categoría de sujeto social.

¿Qué significado tuvo la Constitución de 1991 en el contexto colombiano? Para autores como Sánchez (2004), lo que hace la constitución del 91 es renovar un pacto social de credibilidad y unidad nacional, en torno a la función del Estado, que previamente se había deslegitimado por reproducir históricamente relaciones de desigualdad social, impunidad, y corrupción. Es decir, a través de un pacto se firmó una nueva relación entre los sujetos y el Estado. Sin embargo, el anhelo de unidad nacional ya hacía ver sus condicionamientos pues, aunque en sus ideales pretendía la inclusión, su reconocimiento solo era legítimo en los marcos de acción que proveía el Estado.

“Nada más oportuno entonces si se trata de crear la imagen de reforma o de sustitución del orden vigente, de reajustarlo al nuevo balance de fuerzas políticas del país, que llamar a una reforma constitucional con participación amplia y ‘democrática’”. (Sánchez, 2004, p.64)

Lo anterior no desconoce ni desestima que muchos logros y discusiones en el escenario de la constituyente del 91 fueron motivados por toda una historia de batallas que diversos grupos y sectores sociales libraron para posicionar un lugar de interlocución. Tampoco desestima el esfuerzo de la sociedad civil desde sus bases por dar cuerpo a los ideales de una democratización más incluyente. No obstante, podemos señalar que la implicación condicionada a la participación desde un solo marco de acción, que desde el discurso ya establece jerarquías en sus relaciones, limita no solo los ideales y horizontes de inclusión sino su comprensión y abordaje. Por ejemplo, la nominación del indígena como sujeto jurídico ha sido formada por el discurso constitucional. La posibilidad de ser sujeto social para el indígena es solo viable a través de un marco jurídico que, para muchos pueblos originarios, es impuesto y ajeno y que además desconoce sus fuentes propias de justicia. Así, el pueblo indígena debe entrar a ese ordenamiento jurídico para probar ante el otro de la ley, su existencia como individualidad, pero difícilmente como presencia de una conciencia colectiva:

“Las personas deben ser traídas ante el derecho para poder acceder a derechos, deberes y competencias que le otorgan al sujeto personalidad legal. La persona legal es la creación de un artificio jurídico, es el producto de un performance institucional”. (Douzinas, 2008, p. 24)

Al ser el otro de la ley, quien define, por ejemplo, las competencias de la jurisdicción indígena son sus términos, los que determinan los rasgos de las filosofías propias de los pueblos indígenas. Aquí el diálogo entonces ya no es horizontal, sino más bien un monologo constitucional cuya narrativa unidireccional establece una jerarquía particular en la integración de las diferencias sociales. Quizás a esta particularidad del semblante institucional es lo que puede ajustarse el concepto del monolingüismo del otro: “El monolingüismo del otro sería esa soberanía, esa ley llegada de otra parte, sin duda, pero también y en principio la lengua misma de la ley. La ley como lengua” (Derrida, 1997, p.58Se trataría pues de un solo marco discursivo para comprender lo diverso.

Los estudios sobre reforma constitucional advierten que la prescripción como sujeto de derecho logra vigencia y evolución en los desarrollos del sistema capitalista, donde es imprescindible definir el papel del Estado y sus formas de regulación jurídica y política sobre las libertades de los ciudadanos, pero incorporando sus propias contradicciones. En este sentido esta nueva reorganización capitalista neoliberal, a partir de la Constitución, consistió en una licencia para el ejercicio de nuevas jerarquías. Se trataba entonces de incluir la voz de los grupos minoritarios a condición de legitimar la acción y la regulación del Estado sobre ellos. Al hacer un llamado a la representación de las comunidades indígenas, se esperaba, por ejemplo, no solo su visibilidad sino también incorporarlos a esa relación jerárquica, donde su coexistir está reglamentado desde los ideales del Estado moderno.

Una de las evidentes contradicciones que deviene de este ejercicio es que el Estado, a pesar del marco legal de participación que se inauguraba, seguía teniendo legitimidad para la mercantilización de las oportunidades en el acceso a los derechos. Para muchos no deja de llamar la atención que semejante escenario de participación no transformara, por ejemplo, los sistemas de tenencia y acceso a la tierra o estableciera límites a los monopolios constituidos de manera lesiva para las comunidades y el medio ambiente. Para la modernidad neoliberal se necesitaba un Estado incluyente, pero a la vez desprendido de sus obligaciones como garante político, e institucional.

Las reformas constitucionales son un pacto social donde se valida la nueva reconfiguración de relaciones de dominación en el orden político y se renueva la formalización positiva del discurso del Estado. Esto al paso de dar vía a los afanes de la organización del capital cuya herencia se encuentra no solo el agudizar brechas sociales con desigualdades que nos avergüenzan, sino el minar las diversas posibilidades de encuentro con el otro como sujeto político. En este sentido Moncayo (1989), expresa la siguiente contradicción: “el triunfo de las individualidades, como efecto de la modernización del Estado, trae consigo que cada uno se niegue a sí mismo ante la ley y el Estado” (p. 26).

Esta es pues la contradicción secreta en la racionalidad institucional; los espejismos de las individualidades prevalecen por sobre los sujetos. En este sentido se comprende que los horizontes del Estado moderno se orientan hacia la individualización como promesa de desarrollo, pero desestiman la coexistencia y vinculación de sujetos colectivos.

Sin embargo, a pesar de este escenario de influencia, la Constitución del 91 logró abrir las puertas para visibilizar nuevas colectividades. La participación de múltiples sectores de la sociedad posicionaría otros efectos poco previstos que trascenderían los marcos propuestos desde la racionalidad del Estado pues otorgaba también el nacimiento de nuevos brotes en la evolución participativa social en Colombia. El posicionamiento de subjetividades colectivas, la primacía constitucional, la apropiación de garantes éticos y la prescripción social sobre los límites jurídicos han generado indudablemente una mayor amplitud en los marcos de acción de las colectividades.

Lo que estaba por venir era entonces la irrupción de nuevos órdenes desde la influencia de identidades colectivas antes no reconocidas: el brote de los discursos insospechados que emergerían ya no solo como apropiación en el marco de los derechos sino como exigencia social, política y educativa, incluso para el avance de nuevos derechos.

Los ideales de unidad nacional, propios del ejercicio de un Estado liberal, forzosamente entrarían en un proceso de aceptación de nuevos riesgos pues la primacía de la nacionalidad se estaba transformando y ya no se acoplaba a sus esfuerzos tradicionales, que desde el siglo XIX se caracterizaron por construir nación solo desde el establecimiento de derechos civiles para el ciudadano modelo. Significar una nación desde la diversidad es un desconocimiento de estos ideales pues ahora debíamos pensar nuestra identidad desde lo heterogéneo. Un proceso según Palacios (2004) arduo y complejo:

“Los procesos de globalización hacen cada vez más arduo y complejo el mantenimiento de identidades culturales nacionales en países como Colombia. No obstante, nuestra identidad no se puede proyectar sobre un proceso de homogenización e integración, como en el pasado. En cambio, es indispensable, con el reconocimiento de la diversidad y de la biodiversidad, el redescubrimiento de nuestra identidad diversa. Un proceso de construcción permanente”. (p. 26)

¿Qué efecto puede ser co-adyacente al reconocimiento de una nación pluriétnica? Como primera aseveración y en consecuencia a su espíritu, la aparición en escena de lenguajes negados en su diferencia. Diversas maneras de experimentar el resurgimiento de la palabra del otro en tanto distinto, no solo de su nominación o en función de su instrumentalización sino del lenguaje que incorpora un lugar de existir y poner distancia simbólica frente a los absolutos que negaron el valor de lo diferente.

  1. ¿Cómo se instalan los pueblos indígenas de Colombia en este escenario?

Por un lado, adoptan el principio constitucional del reconocimiento de la diversidad étnica y cultural, aprovechando la interlocución que este les otorga, pero además movilizan políticamente los límites en la materialización de sus derechos adquiridos y de otros que aún no han sido reconocidos por el Estado colombiano. La militancia de los pueblos indígenas ha librado batallas en la protección del territorio, la recuperación de la tierra colectiva, la reivindicación y el posicionamiento de sus derechos desde marcos normativos internacionales, la defensa del pensamiento propio y el ejercicio de su autonomía y libre determinación.

Aunque la Constitución del 91 haya significado avances positivos en la participación política de las comunidades étnicas, mayores son los retos que estas mismas deben enfrentar. El reconocimiento de un país pluriétnico y multicultural facilitó aún más la defensa de su territorio junto a sus valores colectivos y apuntaló procesos de empoderamiento comunitario, participación política y elaboración de sus planes de vida desde su visión autónoma, entre otros. Sin embargo, los avances también se traducen en desafíos. Hoy en día hay pueblos que son víctimas de un maltrato social perverso que interroga los logros en materia normativa. Mucho por trasegar aún; según Piere Middel (2010) en algunos casos pareciera que la protección de la diversidad étnica en lugar de avanzar tiene retrocesos:

“Es difícil de creer, pero aun hoy en el mundo, a pesar de cohabitar en sociedades con Estados democráticos existen pueblos que pueden desaparecer con toda su herencia. Esta es una de las contradicciones más complejas de comprender, esto además moralmente desestima las supuestas garantías de legitimidad participativa”. (p. 115)

En su informe al relator especial sobre los derechos de los pueblos indígenas en 2009 titulado Etnocidio, limpieza étnica y destierro, la Organización Nacional Indígena de Colombia, ONIC, hace énfasis en cuatro causas que estarían trastocando la pervivencia física y cultural de los pueblos indígenas en el país. El informe advierte que aquellos son aspectos o caminos conducentes hacia el genocidio de los pueblos indígenas en el país:

  1. La usurpación del control territorial: las hectáreas tituladas a los pueblos indígenas además de ser insuficientes para su pervivencia son objeto de usurpación en nombre de múltiples intereses que menoscaban el valor ancestral que estas tienen para ellos. En muchos casos esta realidad suele ser enmascarada por los organismos del Estado.

  2. Relación entre modelo económico y crisis humanitaria: con evidencia probatoria el informe señala conexidad entre el asentamiento de empresas de extracción minera y de hidrocarburos con la violación de los derechos humanos y colectivos de los pueblos indígenas.

  3. Homicidio selectivo de líderes y autoridades indígenas: tiene lugar con el fin de afectar la defensa de su territorio y como intimidación a las múltiples formas de lucha de los pueblos indígenas.

  4. La transnacionalidad de intereses económicos en detrimento de la biodiversidad del país y de los derechos de los pueblos indígenas: la explotación indiscriminada de los recursos naturales a nombre de modelos globales y corporativos amenazan territorios ancestrales generando violencia sistemática y su desplazamiento y exterminio cultural y físico.

Debido a situaciones como estas, sobre las cuales la ONIC está haciendo un llamado de atención en el citado informe, y por el dramatismo y consecuencias que estas mismas conllevan en el interior de las comunidades, se puede afirmar que hoy en día en el país, en la misma era del reconocimiento de la diversidad étnica, hay un genocidio en curso motivado por “una economía política de usurpación del territorio, y por el reavivamiento de políticas teocéntricas encubiertas en el discurso de los derechos” (Bacca, 2012, p. 18).

La Convención sobre genocidio de la ONU no advierte la existencia de este, en categorías de exterminio a grandes grupos poblacionales, sino por la intención implícita de complicidad frente al detrimento del otro. Bartolomé Clavero (2010), quien fue en su momento relator especial sobre derecho penal internacional y defensa judicial de los pueblos indígenas del Foro Permanente para las Cuestiones Indígenas de la ONU, nos permite aclarar el término de la siguiente manera:

“La Convención habla de la intención de destruir total, o parcialmente, al grupo, de esa simple intención. La Corte Internacional de Justicia requiere que haya intencionalidad de exterminio. Hay intención en la negativa a cumplir unas medidas cautelares de gravedad y urgencia cuando estas revelan la constancia de que una política pone en peligro la subsistencia de comunidades. Quizás en países como Colombia no esté el deseo de extinguir pueblos indígenas, solo privarles de su territorio y recursos, pero el genocidio sucede ante sus ojos con conocimiento tanto de causa como efecto”. (Clavero, 2010, p. 67)

Paulo Bacca (2008) advierte que los avances en materia normativa tanto nacional como internacional, además del esquema rígido que suelen imponer, se resquebrajan por los marcados rasgos etnocéntricos en la comprensión o lectura de aquellos por parte de juristas colombianos; tal situación hace más difícil la materialización de la garantía del principio de la diversidad étnica. En este punto vale la pena volver sobre el enunciado según el cual la relación con el otro se define a partir del lenguaje, pues tal etnocentrismo que muchos juristas colombianos siguen reproduciendo como herencia de occidente permea muchos niveles de concertación y diálogo que trascienden más allá de lo jurídico.

“Hoy aún, muchos operadores judiciales tienen sus reservas frente a la jurisdicción especial indígena, esto significa que, a pesar de la Constitución del 91, en muchas decisiones judiciales y aun jurisprudenciales de las altas cortes todavía se mantienen encubiertos, con todo su poder y elocuencia, los criterios ontológicos arraigados a la Constitución de 1886”. (Barona y Rojas, 2008, pp. 23-24)

El otro es ante todo lenguaje, y como palabra no solo vendrá a que se le reconozca, sino además a interpelar y ser interpelado en la palabra que hace del otro también mirada y rostro. Como sujetos de derechos buscamos la dignidad del reconocimiento, pero como sujetos del lenguaje buscamos algo más: el impase, el asalto, el riesgo del diálogo, el desciframiento mutuo, la dignidad del riesgo, en fin, la memoria, la herida pendiente, la afirmación.

La exclusión más radical del otro es desaparecerlo en el lenguaje, anular su pervivencia en la temporalidad de una memoria compartida. Esto fue lo que padecieron tradiciones y pueblos a quienes por mucho tiempo fueron invisibilizados merced a un conjunto de narrativas hegemónicas. En este sentido, Sánchez (2004) también señala:

“Los derechos humanos encajan fácilmente, desde el punto de vista jurídico, en sociedades homogéneas, que corresponden a unidades culturales generalmente monoétnicas, y en cuyos ejes hay una identificación con los valores de occidente. En sociedades pluriculturales, con sistemas de derecho de origen no occidental, amerindio, presentan contradicciones que suelen ser resueltas por la vía de la imposición de la soberanía nacional del Estado y de su correspondiente derecho”. (p. 129

Esos lenguajes insospechados, a trastienda de los meta- relatos en crisis de la modernidad, ahora vendrían a diversificar los marcos éticos en el pensar y actuar de una sociedad que a hora debía prepararse para mirarse en muchos rostros. La diversidad en un país no solo promete y exige el reconocimiento de la diferencia, sino además interpela e invita a asumir las consecuencias del diálogo.

  1. Minorías étnicas o pueblos originarios

Los pueblos originarios en Colombia han sido observados desde diferentes categorías que conviene relacionar ya que han sido objeto de nominaciones arbitrarias formadas con premisas de lenguajes coloniales y con el desconocimiento político de sus organizaciones propias. Aunque hoy podemos referirnos a ellos como pueblos, el camino ha sido dramáticamente largo y esquivo teniendo en cuenta la significación política que conlleva.

En Colombia las herencias coloniales que filtraban los ideales liberales reconocían la existencia jurídica de indígenas, pero a través de un paternalismo malsano que sobrevivió como forma de dominación cultural y política. En los años 1880 los pueblos indígenas eran vistos como los hermanos menores, objeto de protección en la política pública conservadora. No obstante, su praxis se combinaba con misiones católicas de evangelización y ocupación de sus territorios ancestrales donde el valor de la tierra se usurpaba conforme a intereses de mercado. Esto a pesar de que la Ley 89 de 1890 ya excluía la aplicación del Código Civil a las tierras indígenas y las declaraba inembargables, imprescriptibles e inalienables. En este contexto aún pesaba mucho el ideal de nación que tradicionalmente no lograría oponerse a los monopolios y hegemonías preexistentes.

La influencia del etnocentrismo occidental también marcaba profundamente sus relaciones. La antropología clásica que había categorizado los grupos humanos en salvajes, barbaros y civilizados3 cobraba vigencia en esta tradición jurídica de finales del siglo XIX por lo cual la nominación de hermanos menores se asociaba a menores derechos y menores posibilidades de tenencia de la tierra. “Las normas de entonces penales distinguían entre indígenas salvajes, semisalvajes y semicivilizados como criterio clasificatorio para zanjar las discusiones sobre imputabilidad penal”. (Palacios, 2004, p.23).

En su desarrollo la sociedad colombiana abrió otros escenarios de interacción social vinculados con la promoción tardía de los ideales modernos. El desarrollo de políticas asequibles a las libertades individuales, el despoblamiento del campo, las nuevas formas de pobreza en los centros urbanos y la diversificación de las relaciones comerciales movilizaron políticas públicas tendientes a poner límite a las formas de marginación social y económica; por ejemplo, lo concerniente a la separación de las funciones del Estado con la iglesia y los efectos de la lucha y promoción de los derechos laborales. A pesar de ello los pueblos indígenas aún eran vistos desde un paternalismo lesivo que los hacía objeto de adoctrinamiento y sin miramiento real a su cultura. Eran valorados como grupos poblacionales en3proceso de civilizarse por lo cual se debía otorgar, por ejemplo, oportunidades de educación y acceso a las relaciones de mercado. Se trataba de una política social obviamente con un énfasis colonial y universalista pero que era usada de manera ilusoria pues los recursos dispuestos por el Estado para tal fin eran visiblemente limitados.

Solo a partir de la década de los 70’s y 80’s, en un proceso creciente de organización y lucha de los pueblos indígenas, se lograron escenarios para concienciar al conjunto de la sociedad sobre el valor de su identidad y el devenir de su presente. En la educación oficial los indígenas eran presentados como los portadores de anécdotas y destellos en tiempos de colonización, como bodegones de un pasado mal contado. A partir de estos años de reivindicaciones se posicionaron más decididamente ante la sociedad y el mundo como pueblos vivos. Junto con académicos y otros actores sociales lograron familiarizar en el escenario social conceptos como educación propia, autodeterminación y justicia propia, los cuales anteriormente sonaban lejanos y extraños para las instituciones del Estado.

Posicionar nuevos discursos es también dinamizar nuevas relaciones; en este caso se trataba de un comienzo que empezaba a luchar no solo por la tierra sino por una nueva forma de nominación. La búsqueda de escenarios de visibilización en lo nacional se articulaba con otros logros y reivindicaciones a nivel internacional. La creación de la Subcomisión de Naciones Unidas para la Prevención de la Discriminación y la Protección de las Minorías y el Convenio 169 de 1989 expedido por la Organización Internacional del Trabajo, OIT, volcaron la mirada hacia el tratamiento que los Estados daban a los grupos étnicos.

Aunque fueron avances que posteriormente influyeron en la constitución del 91, el término de minoría étnica, al volverse una designación técnica e instrumental, fue problemático para las mismas autoridades indígenas. Se trataba de una nominación arbitraria que desestimaba el marco de interlocución desde saberes distintos. La noción de minoría implicaba tener menos representatividad activa en relación con una sociedad mayor y no incorporaba el ejercicio de una autonomía real en sus territorios, la cual desde hace años se había constituido en bandera del trabajo político y social de los pueblos indígenas.

El ser minoritario dentro de una sociedad hace al sujeto objeto, atención y protección con incidencia en políticas públicas, pero no un lugar claro en la participación en el conjunto de la sociedad. Las minorías étnicas se trasladaban a ser objetos de reconocimiento, pero con limitantes en su apropiación pues sus acciones no podían estar por sobre el interés de soberanía nacional: prevalecían los derechos de las mayorías por el de las minorías. Aunque el espíritu de la constitución del 91 pretendía romper esta relación de prevalencia de unos sobre otros, en las prácticas y discursos sociales aún se instauraban fronteras excluyentes donde los marcos de diálogo eran minimizados y condicionados a la continuidad de un paternalismo saturado de obligaciones y contradicciones.

La noción de minoría étnica es la que más convenía a los Estados pues le permitía presentarse como una nación incluyente, respetuosa de la diversidad y funcional para las exigencias de soberanía y legitimidad de un gobierno moderno. No obstante, la lucha indígena tradicionalmente se había posicionado nominalmente como pueblo por su valor histórico y colectivo. El sentirse pueblo proviene de su herencia ancestral, milenaria y constituyente en su relación de existir y habitar un territorio, por lo cual no es negociable cualquier otra designación. Así sus autoridades prefirieron no adoptar la categoría de minoría étnica y asumirse en sintonía como pueblos indígenas y milenarios del mundo.

La categoría de pueblo derivaba además en una implicación política lograda en el contexto de sus luchas a nivel global. La ONU ya había reconocido las naciones indígenas como pueblos, lo cual implicaba un mayor peso en el derecho internacional. Según señala Ester Sánchez, a partir de 1992 cuando la Asamblea General de la ONU aprobó la Declaración de derechos de las personas pertenecientes a minorías nacionales, étnicas, religiosas y lingüísticas, quedaron diferenciados como dos categorías de sujetos jurídicos distintos de donde se establece: “que es incorrecto continuar llamando minorías étnicas a los pueblos indígenas, pues asistimos al reconocimiento de los pueblos indígenas como nuevos sujetos jurídicos del derecho internacional” (Sánchez, 2004, p. 47).

Del mismo modo la Convención 169 de la OIT ya establece una diferencia entre minoría étnica y pueblo. De ahí nace y se inspira la jurisdicción especial para los pueblos indígenas definiendo nuevas categorías para sus marcos de protección.

“Una importante diferencia entre minorías y pueblos indígenas en el Derecho Internacional fue siempre que los derechos de las minorías fueron entendidos como derechos individuales. La introducción del término ‘pueblo’ en cuanto a las antes llamadas ‘poblaciones indígenas’, facilitó entender sus derechos como colectivos”. (Sánchez, 2004, p. 28)

El Convenio 169 de la OIT de 1989 aporta una definición para establecer cuándo se trata de pueblos indígenas. Y aunque hoy esta merecería arriesgarse y discutirse más, sí es un referente clave sobre su nominación. Luis Rodríguez-Piñero (2005) al respecto manifiesta:

“Por el hecho de descender de poblaciones que habitaban en el país o en una región geográfica a la que pertenece el país en la época de la conquista, o colonización o del establecimiento de las actuales fronteras estatales y que, cualquiera que sea su situación jurídica, conservan sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas”. (p.19)

¿Por qué dar un tratamiento diferencial a los indígenas, en el marco del derecho, desde la noción de pueblo? Según el documento Derechos de los Pueblos Indígenas en el Convenio 169 de la OIT, guía para su aplicación en el contexto de Guatemala, responde:

  1. Su derecho de anterioridad que tiene en relación con la cultura colonizadora.

  2. Los derechos “aborígenes” nunca desaparecieron con la colonización.

  3. Los colonizadores a menudo reconocían a estos pueblos como entidades foráneas.

  4. El aceptar el término “minoría” puede significar el aceptar la legitimidad del Estado que “coloniza” a la población indígena.

  5. La naturaleza de los derechos que se quiere proteger (territorios indígenas, derecho indígena, protección a los conocimientos tradicionales…). Estos derechos no están protegidos bajo derecho de minorías.

El punto álgido al aceptar la nominación de pueblo era que a través del él se debía aceptar la cualidad de autonomía y soberanía, lo que se constituía en punto problemático para el Estado. El ejercicio de los monopolios de poderes constituidos, sobre todo en relación con la tenencia de la tierra, por primera vez tendría un límite desde el marco del derecho internacional.

Al reconocer a los indígenas como pueblos en el Convenio 169 de 1989 ya se otorgaban a estos principios y valores. Por ejemplo, el reconocimiento de los pueblos indígenas ante la normatividad internacional y el de sujetos colectivos de derecho, el paso de destinatarios de políticas a sujetos activos con autonomía y voz en las decisiones políticas que les afecten y la estrecha relación pueblos indígenas, territorio y medioambiente. Además, se responsabiliza a los Estados en la garantía de sus derechos sobre la tierra. A pesar de ello, para muchos académicos es notable que el convenio en mención fuera prevenido sobre el concepto de pueblo y estableció prudentemente sus limitantes en su comprensión, especialmente garantizando que la autodeterminación comprendida no podía significar un desprendimiento de la unidad nacional.

Existe otro referente importante normativo posterior al Convenio 69 de la OIT y que hoy por hoy es relevante tanto para las comunidades como para el contexto del derecho internacional. Se trata de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, la cual posiciona más decididamente los principios de autodeterminación dándole un mayor alcance a la noción de pueblo. La Declaración nace como resultado de un grupo de trabajo dedicado exclusivamente al abordaje de los pueblos indígenas y sus derechos, creado en 1982 por la Subcomisión de las Naciones Unidas para la Prevención de la Discriminación y Protección de minorías. Este grupo de trabajo, a diferencia del de la OIT, contó con una mayor participación, tanto de expertos en el tema como de consulta permanente a líderes de pueblos indígenas.

En consecuencia, los impactos y discusiones en torno a la reivindicación de los derechos de los pueblos indígenas lograron un margen distinto y una implicación mayor sobre el respeto a la diversidad étnica de los Estados en el caso de los pueblos originarios. La Declaración, al ser más garantista, obligaba a entablar una relación de alteridad en un diálogo más horizontal con sus autoridades. También posicionó temas sensibles para los Estados como la avanzada en derechos colectivos, la consulta previa, el problema de la militarización de sus territorios y la internacionalización de acuerdos entre los Estados y las comunidades. Asimismo, fundamentó ejercicios específicos como el derecho a sus sistemas de salud, a la vida espiritual con aplicación a sus relaciones territoriales, al idioma, a la medicina tradicional, a la capacidad de gobernanza y a la educación desde la cultura vital de cada pueblo. Además, abrió la posibilidad de posicionar el principio de identidad a un pueblo indígena por sobre las fronteras geopolíticas de los Estados; esto en el caso de pueblos divididos territorialmente por fronteras internacionales. Finalmente, protegió la cultura propia por sobre los intereses nacionales y transnacionales con limitación al interés económico que afectara directamente a las comunidades.

Por todas estas implicaciones la Declaración ha generado una mayor resistencia desde la comprensión oficial del otro en el contexto de la diversidad. Para algunos la Declaración sobrepasó los limitantes del Convenio 169 de la OIT y trascendió incluso más de lo que los marcos constitucionales ya habían otorgado en el interior de varios países. En el caso colombiano esta ha sido soporte para el avance de derechos comunales, pero a la vez, mirada con desconfianza por los gobiernos.

Su quinto artículo contempla, por ejemplo, el hecho de que las mismas comunidades opten libremente por el tipo de relación que han de tener con el Estado; es decir que dependerá de cada pueblo particular la disposición a los marcos institucionales. Este margen de decisión hace problemática la comprensión de las instancias del gobierno al principio de autodeterminación. Para representantes del Estado ese condicionamiento no debe ser unidireccional pues mina el interés por conservar la garantía de unidad nacional. Al respecto Bartolomé Clavero (2000) Expresa: “Como sujeto de mayor entidad, el pueblo, cuando no se determina por constituir Estado, se hace cargo no solo de su propio derecho, sino también del grado y las formas de comunicación y participación” (p. 59-60).

Respecto a la Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas, actualmente se han reconocido los puntos que pugnan por una nueva relación dialógica con el Estado, pero en tanto conciernen a estructuras legítimamente instauradas para los ejercicios de explotación y usurpación, su materialización aún se torna lejana. Al respecto:

“El debate del Proyecto en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU se anuncia complejo, pues varios Estados han expresado sus reparos al texto elaborado por el GTPI (Grupo de trabajo sobre pueblos indígenas) básicamente en lo que hace relación al reconocimiento del derecho de los pueblos indígenas a la libre determinación sin limitarlo a la autonomía y al autogobierno; a la inclusión del concepto de territorio, (que además de la tierra, abarca los recursos naturales, hídricos y animales); a la desmilitarización de sus territorios; y la utilización consistente del término pueblo y no pobladores”. (García, 1995, p. 28)

Cuando hablamos de pueblo reconocemos toda la implicación que concierne a sus reivindicaciones tanto en su jurisdicción especial sino en el contexto normativo internacional. No se trata de un concepto aleatorio a merced de la racionalidad occidental que cuantifica y mide la proporcionalidad del término en relación con la cantidad de individuos. El concepto pueblo trae una complejidad propia y una discusión vigente en diversos escenarios de diálogo; no es un término sencillo o inocente pues deriva en una relación política de gran impacto en la autodeterminación y soberanía.

Hoy aún muchas instituciones del Estado colombiano en sus documentos se refieren a los pueblos indígenas como minorías étnicas, al parecer un despiste inocente, pero sabiendo de las grandes implicaciones y ganancias políticas que guarda su desconocimiento dentro de un marco de diálogo y en omisión al derecho internacional.

En sintonía con Bartolomé Clavero, después de la citada Declaración y sus consecuencias “ningún estado o gobierno puede definir qué ciudadanos son indígenas o no. En último término, son los mismos pueblos indígenas quienes se auto identifican como tales”.

  1. Epistemologías para lo diverso. Interculturalidad y alteridad

En la racionalidad occidental el objetivar la realidad e interpretarla se convirtió en la única forma posible del conocer; esto deriva en la negación de otras visiones del mundo, otras percepciones del estar, del habitar y el comprender. Es curioso que esta relación de sujeto y objeto lograra su mayor apuesta al momento en que la noción de individuo acunara su mayor exaltación. El individualismo como paradigma y proyecto cultural también fue impulsado gracias a la idea de que todo podría ser objetivado, instrumentalizado, usado y conocido desde una distancia donde yo no me comprometo con el objeto ni su realidad. Las llamadas ciencias humanas nacieron en el siglo XIX para acentuar y fundamentar la idea del hombre universal, absoluto e in-dividido, acorde a los ideales de modernidad. Cuando el otro es un objeto lo caracterizo como un dato en una serie de atributos objetivables, pero lo desconozco en sus dimensiones vitales, en sus lenguajes, en su trasegar por el tiempo.

“Las humanidades no son constructoras de un ethos, de un espacio libre para el lenguaje del otro, para crear distintas maneras de estar en el mundo. Las ciencias humanas afirmaron una única manera de ser. Lucharon por una existencia homogénea, juegan en los lenguajes de la seguridad ontológica, no se arriesgan a la peligrosa insinuación del hombre en construcción, sino a la linealidad de siempre repetirse”. (Sánchez, 1998, p 93)

La universalización del hombre moderno y el anhelo de una realidad común para todos prometía junto a las ciencias humanas la apropiación de todas las dimensiones de la vida. No obstante, a lo que condujo fue a la aparición de lenguajes homogéneos incisivos, donde el otro se desplazaba a estructuras viejas de dominación que anulaban la multiplicidad de expresiones de existencia. Occidente promulgó los semblantes de la cultura sobre el monopolio de los absolutos; la ciencia como discurso de verdad, la pervivencia de los valores judeocristianos sobre las economías de mercado, los anhelos y quimeras de posteridad, la expansión de antiguas naciones fracturadas, el reordenamiento de relaciones de dominación en los nuevos modos de circulación de capital y el hombre naciente a la modernidad motivaron una relación hegemónica con el mundo y se configuraron de tal manera que enfrentar el desconocimiento de lo real solo era posible a través de un único mapa de validez.

Los deseos de expansión y colonización global, como sofisma entrañable, fueron alentados en sus inicios por esa extraña alianza entre el dominio eclesial, la curiosidad tecno- capital y la razón científica. Hoy que se habla de las promesas fallidas de la modernidad se reconoce también una crisis en los sistemas absolutos de verdad y pensamiento que gravitaron sobre el supuesto de un tiempo universal y que motivaron ejercicios de dominación étnica y colonial. Curiosamente hoy como en el comienzo, los espejismos nos hacen jugar a trazar los mismos destinos y paradojas; las guerras modernas se visten con la novedad de los nuevos biopoderes diseñados legítimamente y en complicidad con organismos internacionales que, paradójicamente a la vez, son los que promueven el entendimiento intercultural entre las regiones del mundo.

Evidentemente la crisis del reconocimiento moderno del otro, al estar condicionada a los fantasmas de incorporación en las libertades del consumo, promueve su inclusión desde el derecho, pero en un diseño de acción que desarticula de manera sistemática los vínculos donde el otro pervive. Igualmente genera una saturación de laberintos donde el encuentro como acontecimiento y devenir es poco probable. Nos referimos al otro en el sentido del encuentro con su radical diferencia, no en su domesticación o la succión de su otredad como ocurre con los actuales espejismos globales donde nominalmente se reconoce a todos, pero sin otorgar lugar.

En nuestros territorios, por ejemplo, encontramos que muchos saberes milenarios conviven y establecen relaciones anteriores con la formación de los Estados nación; sin embargo, a pesar de ser integrados a las constituciones y ser reconocidas desde los sofismas multiculturales aún son tratados en el imaginario social como ajenos a su tierra y al desarrollo de sus países, como los que están ahí pero no caben, los extranjeros, los que invaden e infringen el curso normal de las naciones constituidas. La apertura a reconocer las comunidades y culturas como hacedoras de conocimiento, más allá de su formulación formal, exige la apertura de campos de resignificación social y cultural con un efecto directo en la comprensión del otro comosujeto político. Hay tantas epistemologías como culturas, tantos posibles paradigmas como intermitencias en un caosmosis siempre cambiante; tantas ventanas abiertas como tantos
dolores distintos.

Katherine Washl (2009) se ha caracterizado por cuestionar el funcionamiento del multiculturalismo neoliberal asociado a una interculturalidad de corte funcional, especialmente en el contexto latinoamericano, el cual sugiere, es propio de los espejismos de la globalización y del mito moderno de inclusión en el tema de diversidad cultural. Washl los relaciona paradójicamente “como dispositivos de poder que permiten el mantener y fortalecer las estructuras sociales establecidas y su matriz colonial” (p.18).

Por su parte Zizek, (1998) en su análisis por los nuevos modos de organización del capital, complementa esta idea de la siguiente manera:

“El capitalismo global de la actualidad opera con una lógica multicultural que incorpora la diferencia mientras que la neutraliza y la vacía de su significado efectivo. En este sentido, el reconocimiento y respeto a la diversidad cultural se convierten en una nueva estrategia para ejercer dominio sobre el control del conflicto étnico y la conservación de la estabilidad social con el fin de impulsar los imperativos económicos del modelo (neoliberal) de acumulación capitalista, ahora haciendo “incluir” los grupos históricamente excluidos a su interior. Es decir, la nueva lógica multicultural del capitalismo multinacional se abre hacia la diversidad al mismo tiempo que asegure el control y continuo dominio del poder hegemónico nacional y los intereses del capitalismo global, lo cual sabemos no se traduce en apuntar hacia sociedades más equitativas”. (p.128)

El problema del reconocimiento es que instrumentaliza el lenguaje del otro y en las circunstancias actuales resultan mezquinas sus demandas de incorporación pues se hacen condicionando sus dinámicas de pervivencia. Los regímenes discursivos tienden a sustraer la comunicación íntima entre saber y cotidianidad; por ello, es necesario promover nuevas demandas afines a la protección de las fuentes ecosóficas, históricas, filosóficas, materiales y espirituales del otro colectivo, lo cual no es asunto solo de legitimidad académica sino una implicación de riesgo ético en la construcción de una realidad compartida sobre diversos campos de incertidumbre.

  1. Horizonte ético

Si comprendemos la realidad como texto vivo, con sus pliegues, luces y sombras, la manera de acceder a ella posiblemente exija apartarse de la objetivación de sus dinámicas y proveer nuevos recursos dialógicos con la cultura. La reflexión sobre la interculturalidad potencialmente puede permitir abrir diferentes portales para acceder a un universo de significados que soportan el vínculo social y que no son visibles desde la objetivación de la historia de los pueblos o de sus circunstancias sociopolíticas; por ello reconocemos un flujo de aprensiones vitales, que, aunque no descifradas, constituyen la bisagra que enlaza la pervivencia cultural de muchas comunidades y entornos sociales.

Esto sugiere agenciar un decir periférico sobre el lugar del otro, vitalizar el lugar de la sombra, dignificar el espacio de la frontera como posibilidad de encuentro. A propósito, Lotman (1982) expresa: “podemos comprender lo fronterizo más que como límite, como lugar del otro por excelencia. Encontrarse es ir a la periferia. Visitar dignamente los márgenes donde el otro espera” (p. 18).

Esta apertura de provocaciones insiste en los movimientos telúricos de la historia, en los desplazamientos subterráneos de la realidad, en las mutaciones imaginarias y simbólicas que autorizan las transformaciones de saber. Comprender los procesos colectivos como agenciados en devenires múltiples sugiere igualmente la posibilidad constante de remoción, construcción y deconstrucción; la historia no solo es instituida, sino que a la vez tiene un devenir instituyente (Castoriadis, 1970). La cultura no es pasiva frente a las determinaciones que la rigen; hay una política de irrupción inherente a la dinámica de cada sociedad, lo significativo entonces es que esa política devenga en batalla creativa que se traduzca en gesto, en don, en salud colectiva, en viaje intersubjetivo.

De acuerdo con Minddel (2010) deberíamos hoy de manera urgente aprender a recuperar las sabias y viejas epistemologías del mundo y ponerlas a jugar en los umbrales de las nuevas metamorfosis que están naciendo.

Minorías étnicas o pueblos originarios. El otro en la era del reconocimiento constitucional

Hoy se reconoce esta necesidad como una urgencia inaplazable para los pueblos en los actuales procesos de globalización. Boaventura de Sousa (2009) establece tres premisas para generar complicidad con prácticas de saber alternas y que pueden motivar un campo de reflexión en relación con las epistemologías del sur.

“La primera premisa es que no hay justicia social global sin justicia cognitiva global. La segunda es que tal como en el inicio, el capitalismo y el colonialismo continúan profundamente entrelazados, aunque las formas de articulación hayan variado a lo largo del tiempo. Y tercero que la epistemología del sur apunta fundamentalmente a las prácticas de conocimiento que apoyen e intensifiquen la voluntad de transformación social”. (p. 16)

En este sentido se aboga por una actitud renovada frente al olvido obligatorio, lo cual sugiere no solo lograr una conceptualización metodológica de acercamiento a la realidad particular de cada lugar, sino además aportar nuevas memorias para comprender lo que somos, que nuestra cosmogeografía sea la fuente de nuestras propias búsquedas.

Si pensáramos la historia como un hacer con el otro que ya está habitado de muchas voces, quizás nos diéramos cuenta de que la historia se debe contar de manera circular, tejiendo la palabra en la incertidumbre compartida; es decir que es asunto de un devenir con el otro y no solo el registro de lo pasado. Narrar es batallar con la instrumentalización que impone la guerra, con la objetivación siniestra de los escenarios donde pervivimos, con la capitalización de la memoria; por ello la oralidad de los pueblos se comprende como puente de pervivencia con el territorio físico y simbólico de la cultura.

¿Qué efectos puede ser co-adyacentes a una evocación investigativa desde las ciencias sociales? En consecuencia, a su espíritu, se trataría de provocar la aparición de lenguajes negados en su diferencia, de experimentar diversas maneras de habitar la palabra del otro en tanto distinto, de poner distancia simbólica frente a los absolutos que negaron el valor del estar siendo por sobre el logocentrismo fundado en el yo pienso, de deconstruir los paradigmas etnocéntricos de unidad nacional. A nivel del ordenamiento jurídico está el construir un marco normativo y social de participación para un país pluricultural, y saberlo hacer en compañía de la palabra, y la interlocución de los pueblos étnicos. Como sociedad tenemos que avanzar en la capacidad para fundar diálogos interculturales a la vez que lograr la conciencia de que ninguna cultura puede estar sobre otra, lo que implica una superación del etnocentrismo. Finalmente, y como aporte a la esfera político-social se debe descondicionar la teoría de la cultura de principios hegemónicos, y fundar una militancia de la escucha y el encuentro.


Referencias

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1Artículo de reflexión derivado de la investigación Alteridad, diversidad étnica y conflicto. Una aproximación a la pervivencia del pueblo Awá.

2Magíster en Etnoliteratura, Universidad de Nariño, Pasto, Colombia. boris.del-

gado@unad.edu.co o buhoris@gmail.com

3 “Esas descripciones sobre «salvajes» o «bárbaros» hechas por los «civilizados» no solamente eran «etnografía» en su sentido vulgar o popular, es decir, una descrip- ción referida a un grupo de personas. También eran sistemas de significación que se usaban para confirmar o producir creencias. Eran representaciones escritas, orales y gráficas que hacía inteligible una realidad que estaba en trance de normalización. Es decir, la naturalización de valores sobre la vida, la muerte, el gobierno o el mercado que son la condición para que el capitalismo sea cultural, se convierta en sentido común, y pueda estropearse a sí mismo (y a quienes lo encarnan) para poder reprodu- cirse (Negri y Hardt, 2001).” (Flórez, 2004, p.26).